ESPECTáCULOS

Los negros ya no nos molestan más

 Por José Pablo Feinmann

Ella es bella, talentosa y acaba de pasar a la historia: es la primera mujer negra (en una industria de hombres y de hombres blancos) que ha ganado un Oscar por un papel protagónico. El mensaje político que Hollywood envía es: ya no hay puertas cerradas para nadie, nuestro reino es el de la tolerancia y el de la libertad. Sin embargo, veamos: Halle Berry empezó a hacerse notar en un film para televisión sobre una estrella y cantante negra que se destacó en los años cincuenta: Dorothy Dandridge. Dorothy tenía mucho talento, era muy hermosa y en 1953 hizo una versión “negra” de la ópera Carmen, que se llamó Carmen Jones. Dorothy estuvo magistral y la nominaron al Oscar. En suma, en 1954, por primera vez, una actriz negra lograba ser nominada al Oscar por un rol estelar y atravesó la alfombra roja con toda la esperanza de ganarlo. No lo ganó. Luego, bajo las órdenes del despótico Otto Preminger, hizo Porgy and Bess y luego, en 1965, sola, sin un dólar, sin amor, desesperada, la encontraron muerta por una mezcla de alcohol y pastillas, tal como a Marilyn.
En 1999, Halle Berry hace su papel en la TV movie mencionada, se gana un Globo de Oro, y ahora, en el 2002, Halle Berry venga a Dandridge y a todas las actrices negras y se gana un Oscar, el Oscar que casi gana Dorothy en 1954. Entre 1954, en que “casi” gana Dorothy, y 2002, en que sí gana Halle, pasaron... ¡cuarenta y ocho años! Son muchos, tal vez demasiados. Hay puertas que se abren demasiado tarde, hay sociedades que evolucionan con una lentitud alarmante, hay estructuras de un conservadurismo tal que la opción de abandonarlas, ya que triunfar en ellas es demasiado costoso y no parece valer tanta pena, pareciera la más adecuada. Así, la descomedida ceremonia 2002 del Oscar bien pudo llamarse Introducing Halle Berry o Vean cómo avanzamos o Qué progres que somos o Los negros ya no nos molestan más. Tanto no molestan, que les regalaron la noche.
Fue la gran fiesta del Tío Tom, ese negro que es el símbolo de lo políticamente correcto o, mejor aún, ya que esa expresión me tiene un poco harto, de lo políticamente aceptable, digerible, integrable. Sidney Poitier es un excelente actor pero acaso toda su carrera apenas si ha servido para abrirle el camino a Denzel Washington, quien, desde las luces del escenario, con su Oscar en la mano, le grita: “¡Soy tu sucesor!”. Claro que sí: lo eres, Denzel. El nuevo Poitier, el nuevo negro hermoso elegido para convalidar una estructura que seguirá siendo racista, machista (aunque lo dejen a Ian McKellen juguetear con la entrepierna de su joven amigo, aunque lo dejen creer que está revolucionando la historia de la sexualidad humana) y, sobre todo, que seguirá sin plantearse ninguno de los problemas que aquejan –entre atrocidades– al mundo, especialmente el hambre, la miseria, la guerra, el militarismo. Acaso Berry crea que ha llegado para vengar a todas sus hermanas, pero sólo ha llegado para consolidar un sistema que necesita, de tanto en tanto, abrirse un poco para seguir cerrado. Hoy, en ese sistema, se introdujo Halle Berry, una bella muchacha, una talentosa actriz. Pero entre 1954, con Dorothy, y 2002, con Halle, pasó demasiado tiempo como para creer en la capacidad de transformación de esa rígida, manipulada, pomposa y hueca ceremonia que es el Oscar, por donde raramente se deslizó la grandeza del cine norteamericano.
Por eso, desde esta alejada latitud del mundo, desde este país al que Estados Unidos ha abandonado por completo (acaso para nuestra inesperada dicha), desde la Argentina, cuyo film en competencia no fue premiado y lo lamento porque Juan José Campanella es un director que merece que todo le salga bien porque es talentoso y filma como muy pocos lo saben hacer, desde aquí, digo, desde el país al que la Administración Bush escupió en Monterrey, saludamos al piantado, al talentoso, al solitario y valiente Sean Penn, que ni apareció por la alfombra roja, que dijo, muysimplemente, señores, dijo, el Oscar es una farsa, un circo, un casino rumboso, una mesa de apuestas, y nada tiene que ver con el cine, ni con los derechos humanos ni con el arte ni con la vida en general. Y se quedó en su casa, tranquilo, tomando cerveza y disfrutando de la sonrisa de Robin Wright, que es bellísima.

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