ESPECTáCULOS

Un problema de fines y medios

La película de Michael Moore actualiza el debate acerca de los modos de uso del cine documental y los peligros de manipular la realidad para conseguir resultados políticos o de marketing.

 Por Horacio Bernades

Está claro que para él el cine siempre fue, más que un medio, un instrumento. Una palanca que se acciona para probar o demostrar algo. Para conseguir algo, incluso. La diferencia es que en los primeros tiempos (los tiempos de Roger y yo, su primera intervención cinematográfica de fines de los 80) lo que Michael Moore quería demostrar era que el capitalismo salvaje –representado por el presidente de la General Motors, en pleno apogeo de las reaganomics– podía llevar a una ciudad entera –su ciudad natal de Flint, Michigan– a la extinción lisa y llana. Ahora el objetivo es más global y, a la vez, de más corto alcance. Como la munición utilizada.
El objetivo declarado de Fahrenheit 9/11 es impedir la reelección de Mr. Bush. Las armas: básicamente, cualquiera. Desde un caótico catálogo de cargos o acusaciones (en más de una ocasión, contradictorias entre sí) hasta la burla salvaje o la digresión extemporánea. Incluyendo, faltaba más, la mostración de criaturas iraquíes pulverizadas por los ataques aéreos o la larga lectura de una carta postrera que la madre de un soldado estadounidense –muerto en el frente de batalla– hace a cámara, entre lágrimas y moqueos. Esta instrumentalización sin barreras termina igualando peligrosamente a denunciador y denunciado. Si a George W. no se le cayó la cara al inventar un presunto despliegue químico-biológico que más tarde reconoció como inexistente, al hombre de gorrita y zapatillas no le tiembla la cámara a la hora de exhibir atrocidades. A Moore, el dolor de la pobre señora parecería importarle tan poco como a Bush: uno lo provoca y el otro la obliga a revivirlo.
Para ambos, el fin justifica los medios. El fin de Moore pasa por utilizar a esa madre por su valor ejemplar, ya que no se trata de un personaje cualquiera. La señora se define como “demócrata conservadora” (¿?) y es una de esas patrioteras a las que se les retorcía el estómago en tiempos de demostraciones anti-Vietnam, pero a la cual la muerte del hijo-carne de cañón la lleva a renegar de todas aquellas convicciones, para convertirse en militante anti-Bush. ¿Quién podría imaginar un ejemplo más persuasivo de por qué no hay que votar a George W. el próximo 2 de noviembre? Para el Moore de Fahrenheit 9/11, como para Bush, una persona no es una persona, sino un instrumento. Y un instrumento es algo que se usa de cualquier manera. De allí que a Moore le importe tan poco hacer llorar a la señora en cámara como la propia estructura de su película, un zapping televisivo en el que las acusaciones de vagancia presidencial (pero Bush no fue precisamente fiaca a la hora de bombardear Irak) suceden las de estupidez lisa y llana (¡vaya novedad!), derivando luego a su complicidad con los petroleros saudiárabes y la familia de Bin Laden. Hasta terminar mostrándolo como lo que todos saben que es: un criminal de guerra.
No se trata de que esos cargos no sean ciertos, sino de que se supone que no deberían estar en el mismo plano, dicho esto tanto en términos políticos como dramáticos. Poner a la misma altura unas vacaciones demasiado prolongadas con un genocidio entraña una falta de seriedad semejante a la del estadista, capaz de cerrar una arenga política con un distendido swing de golf. Ese mismo desinterés por la coherencia es el que lleva a Moore a combinar, sin que se le mueva un fotograma, la sátira con el melodramatismo desaforado, la broma entre amigos con el golpe muy por debajo del cinturón. En la ensalada de Fahrenheit 9/11, cualquier ingrediente da lo mismo, ya se trate de una parodia a Bonanza como del primer plano sobre la pierna de un chico estallada por un misil.
Total qué importa, si igual van a venir los Oscar, las Palmas de Oro, el bombardeo mediático y, como consecuencia de todo ello, los records de público y la instalación de Fahrenheit 9/11 (y las que vendrán, claro está) como película-del-momento. Legítima sucesora, en términos de repercusión periodística, debate público y recaudaciones, de una películacomo La pasión de Cristo, obra de otro fundamentalista del marketing, que sabe –como bien lo sabe Moore– que para llevar gente a las salas conviene usar el cine como instrumento. Como instrumento de tortura: los chicos muertos de Moore no se diferencian, en lo esencial, de los planos detalle que Gibson le dedica al clavo que se hunde en la carne de Jesús. De última, el público es también un número, un instrumento que se usa. ¿Que se usa para qué? Para hacer plata, para convertirse en celebridad, para malversar los evangelios o para derrocar a Bush. Da lo mismo, como la propia película. Que, como suele suceder en estos casos, ocupa el mismo lugar que la palanca que, cuentan los griegos, usaba Atlas para mover el mundo a su antojo.

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