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Pateando el tablero

–¿No se lo digas a nadie tiene como fin último la risa, o es una invitación a repensar ciertos prejuicios relacionados con la sexualidad?
–Las dos cosas. Pretendo que se rían de mí, o conmigo, pero el trasfondo del monólogo que represento tiene mucho de crítica social. Es un desafío risueño también a ciertas instituciones –la Iglesia, el Opus Dei–, y una defensa implícita de la libertad individual. Patear el tablero es saludable en ese marco: yo lo pateé cuando estuvo en juego mi felicidad.
–Que se rían de usted o con usted no es lo mismo. ¿Siente la risa de la gente como una burla o como la certeza de que se reconocen de algún modo en las contradicciones y miserias?
–Lo segundo, sí. Yo me río de mis desafueros sexuales, de mi matrimonio y de mi relación con mis padres. Alguna vez esas mismas tensiones me llevaron a un intento de suicidio. Hoy me puedo reír.
–¿El humor fue el salvoconducto para liberar la angustia?
–Por supuesto que sí. Por supuesto que cuando a los 18 años descubrí que me atraían los chicos, no me dio risa, me sentí el más desdichado del mundo, fue devastador. Siempre hay formas alternativas de procesar el dolor.

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