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Conciencias sin cepos

Marta Riskin afirma que mientras los grandes medios concentraron el diseño global de estrategias y agendas que impiden a las clases medias trascender el pensamiento binario, la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual es hija de la reflexión crítica y permitirá abrir nuevas calles.

 Por Marta Riskin *

Desde Rosario

“¿Cómo puede conciliarse la afirmación de que la base psicológica del nazismo se hallaba constituida por la vieja clase media con aquella otra según la cual el nuevo régimen funcionaba en favor de los intereses del imperialismo alemán?”

El miedo a la libertad, Erich Fromm.

Aunque los nazis no fueron los primeros en utilizar las, allá por entonces, flamantes herramientas del condicionamiento pavloviano y el conductismo, ya disponían del exclusivo dominio de una nueva tecnología.

Con el anónimo imperio del “tambor de la tribu”, como llamó Mac Luhan a la radio, impusieron montajes como “La Noche de los Cristales Rotos” e invisibilizaron a los beneficiarios del régimen.

La vigencia de la pregunta de Fromm señala que las respuestas continúan vinculadas con la naturaleza humana, el formateo ideológico de los grandes medios y con las manipulaciones emocionales de aquellos operadores profesionales capacitados para azuzar al “rebaño desconcertado” que, en palabras de Lippman, “brama y pisotea” a favor de la hacienda ajena.

El arte comunicacional ha refinado sus técnicas de seducción y consenso, y hoy provee consignas de paz y edulcorado amor junto a apelaciones al miedo e incitaciones al odio, sobre cientos de aplicaciones inmunes a las contradicciones. Un manto de “objetiva neutralidad” también permite armonizarlas, mediante elaboradas racionalizaciones, con aquellos valores, intereses y obsesiones que supieron vender a aquellos sectores de la clase social a la cual cree pertenecer la amplia mayoría.

La clase media es una categoría elusiva en términos económicos, sociales y políticos, y en crecimiento desde el siglo XVIII. Su espectro ideológico congrega desde aquellos que leen el descenso de la pobreza como un agravio a sus derechos y privilegios a quienes lo impulsan como un avance hacia la inclusión y la equidad.

No es casual, entonces, que los creativos comunicadores de los imperios enaltezcan “la paz” durante las dictaduras e insistan en dividir las aguas de la democracia entre una barbarie populista y una minoría civilizada. O que enfrenten a las propuestas políticas inclusivas con campañas de mentiras y desconfianza, desalentando acercamientos o debates, para reforzar ideologías contrarias a la participación popular y refractarias a la solidaridad.

El diseño de sus productos comunicacionales precisa del monólogo, tanto para imponer el monopolio de sus productos industriales como para fortalecer los hábitos de lectura e interpretación de la realidad que relacionen frustraciones con conflictos sociales e inciten, si fuese necesario, a canalizar las angustias personales hacia algún chivo expiatorio.

Disponen de una larga lista de prejuicios y discriminaciones como recurso de dominación.

Para quienes lucran con la infelicidad humana, los enfrentamientos entre blancos y negros, árabes y judíos, musulmanes y cristianos, según época y región, resultan más o menos funcionales para dividir con el miedo y separar por el odio. Delegarán en la “prensa independiente” asumir la autoridad, en forma de “opinión pública”, para sumergir al público en “una insoportable sensación de soledad e impotencia” y suministrarle, en el momento propicio, el alivio de culpables unívocos y líderes llave en mano.

Los grandes medios concentraron el diseño global de estrategias y agendas que impiden, o al menos dificultan, a las clases medias trascender el pensamiento binario. En la actualidad, el despliegue globalizado de pesadillas reparte disyuntivas categóricas, reinstala las confrontaciones del viejo mundo bipolar y opone la bárbara intolerancia del adversario progresista al civilizado manejo de conflictos de las corporaciones, astutas para banalizar desde los cuentos zen y jasídicos hasta la respiración Pranayama.

Por el contrario, la ley de medios audiovisuales es hija de la reflexión crítica y sus actuales desafíos no pueden prescindir de ella; entre otros buenos motivos, porque las nuevas calles se ganarán desarticulando temores infundados, con trabajo y sin soberbia.

Vivimos una oportunidad histórica que demanda el ajuste más refinado de la percepción, una planificación sensible –dónde, cómo y cuándo se participa– y la conciencia de que los debates no ponen en riesgo al proyecto, pero desarman mentiras, revelan intereses y exigen estudiar y documentar argumentos, profesionalizando, en el mejor sentido, la comunicación.

La distribución de la palabra y los bienes culturales respaldan las acciones del poder popular y demuestran, con Fromm, que “no sólo debemos preservar y aumentar las libertades tradicionales, sino lograr un nuevo tipo de libertad que permita la realización plena”.

* Antropóloga Universidad Nacional de Rosario.

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