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Verle la cara al sol

En la Sala Prometeus del Centro Cultural Recoleta se exponen increíbles fotos
satelitales en las que el sol aparece en todo su misterioso
esplendor. Los
visitantes dejan
mensajes que
combinan la belleza astronómica y el
terrestre suspiro.

 Por Marta Dillon

Hay algunas palabras agradecidas en ese cuaderno que se destina a los mensajes de quienes asistieron a la muestra. Son de esas personas que parecen haber visto, más allá de las imágenes simétricas y ordenadas, cuadrados perfectos como soporte para la esfera luminosa del sol. Nuestro sol, dicen en el cuaderno, la estrella que nos da la vida. El padre, la madre, la unión sexual, escribe otro como si quisiera nombrar lo que le resulta fundamental para hacer una lista adecuada en la que incluir al sol. Hay un recogimiento de templo en la sala, un pasillo angosto, un túnel flanqueado por las fotos fijas de una violencia voraz, mutante, activa; domesticada sobre el papel para convertirse en unos cuantos colores. Es como si los que entraran allí adquirieran de pronto la súbita conciencia de un significado nuevo para algo mil veces repetido. A diario, el sol forma parte del inventario de las cosas cotidianas. La luz entra por la ventana cuando se es medianamente afortunado –y hay ventana y alguna chance de llegar al cielo–; los rayos hacen bailar las partículas de polvo y el ánimo se acomoda según la calidad de esa caricia que puede abrazar o abrasar, según la época del año o las ganas de maldecir a un día hermoso. Pero aquí, en la sala Prometeus del Centro Cultural Recoleta, el sol parece recoger sus haces brillantes como un general que reagrupa los ejércitos y hacer una demostración de fuerza en las evoluciones de la energía, bocanadas de dragón enfurecido, hongos de plasma capaces de derretir a la tierra completa con sólo acercarse unos cuantos millones de kilómetros.
¿Este es el sol verdadero o es cualquier otra estrella? Pregunta una niña a su madre, contorsionándose entre sus brazos para meter la nariz en una mancha negra en medio de una esfera verde brillante con lagunas de luz incandescente. Es el sol, nuestro sol, dice la madre, siguiendo con el dedo el trazado de las fulguraciones: unos espectros rojos que parecen bailar como calaveras en el día de los muertos. Estos son los fenómenos más violentos de emisión de energía, dirán los astrónomos, materia lanzada al espacio desde la regiones activas de la corteza solar que llegan a la tierra en forma de interferencia, chirriando en los oídos de los operadores de radio. ¿Este es el sol?, se preguntará imitando la extrañeza de la hija al comprobar lo que ya sabe. Ese disco blanco que a veces es posible ver tras el filtro de las nubes es una masa de energía en ebullición constante, unida porque es imposible de resolver la tensión entre lo que pugna por salir y lo que se devora a sí mismo. Entre un centro que retiene y una atmósfera díscola que escupe protuberancias, fulguraciones y eyecciones. Retazos de sol que se liberan de su abrazo y llegan a la tierra coronando los polos de aureolas boreales o interrumpiendo las comunicaciones. Y en estas fotos es posible verlo. Es fácil rendirse al asombro que genera que las cosas de todos los días enseñen su verdadera naturaleza.
Un millón y medio de kilómetros desde la Tierra viajó el satélite SOHO, el auténtico autor de esta muestra de fotos que devela la cara de un rey inaccesible. Hace cinco años que se aproxima cautelosamente al sol, con sus doce instrumentos y la curiosidad prestada en la Tierra parainvestigar la superficie del astro. En rojo se imprimen las temperaturas más bajas, las de la corona solar, ese halo rojo que puede verse durante los eclipses, desde donde se emite el viento solar, capaz de cambiar imperceptiblemente la órbita de los planetas. En azul se registran la capa de la atmósfera solar que levanta hasta un millón de grados centígrados. Por encima del millón y medio de líneas de un termómetro imposible el verde encandila y descubre fogonazos del núcleo, como si se descorriera fugazmente el velo que los cuece ahí dentro, donde el calor es inexplicable. Decir que se podrían medir en el centro quince millones de grados centígrados es lo mismo que nada. Un planeta íntegro podría consumirse en ese fuego.
Este es un viaje místico, escribió una mujer, Analía, en el cuaderno de los mensajes. Tal vez haya imaginado los telescopios ubicados en San Juan, en la pampa de El Leoncito, ese desierto de cielos límpidos y ninguna lluvia donde los astrónomos del Instituto de Astronomía y Física del Espacio tienen su laboratorio. Allí hay un ojo que mira al cielo, que guarda todo lo que ve, segundo a segundo. A veces incluso parpadea más rápido, para captar lo que surja del último círculo que rodea la superficie del sol, la corona solar. O tal vez se haya remontado a los principios de la humanidad, cuando los hombres y las mujeres se inclinaban agradecidos frente al disco de luz que volvía cada día por el mismo punto cardinal, calentando los cuerpos, haciendo crecer los frutos, reproduciendo su incendio sobre los pastos secos cuando una gota de agua servía de prisma.
Hay un silencio recogido en la sala. Un silencio de templo que sólo los adolescentes desafían, otorgándole al sol un gesto humano: el enojo, la furia, la generosidad. El asombro parece una señal de respeto. Este es el sol, su poder es tangible, puede trasformarte en unos cuantos minutos, el ánimo o la piel, da lo mismo. Es el sol, el que da la vida, el que permanece.

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