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Buenos modales

De los modales ingleses y franceses, enfrentados como siempre, a los decretos imperiales para que los soldados usaran servilletas, el acto de comer se transformó gradualmente en algo más que ingerir alimentos. Hubo que superar escollos, como eso de que usar tenedores era una mariconada.

 Por Soledad Vallejos

“Deberán presentarse con uniformes limpios, no deberán llegar medio borrachos, no beber después de cada bocado, limpiarse la boca y los bigotes antes de tomar la copa, no escupir en el plato, no sonarse la nariz en el mantel.”
Lindas escenas se deben haber visto en la corte imperial de Austria en 1624, para que el pobre emperador se viera en la necesidad de emitir semejante ordenanza con tal de levantar en peso a sus oficiales poco antes de un banquete en honor del archiduque. Los muchachos deben haber sido bravos a la hora de sentarse a comer, pero bueno, hay que entender que en esa época las cortes reales se negaban a transigir hasta con el uso del tenedor (esa costumbre tan afectada y poco viril con que había sabido deleitarse Bizancio, a tal punto que inclusive los ingleses, tan afectos en los últimos siglos a disponer de cuanto gesto de modales ande suelto por ahí, se negaban al susurro de “¿para qué usar tenedor cuando Dios nos dio manos?”, y sólo a partir de 1897 la Real Marina los permitió), así que del resto ni hablar.
Evitemos los detalles escabrosos, y digamos que cualquiera de esos almuerzos hubieran provocado la desesperación de Mirtha Legrand y la angustia infinita (discretamente disimulada) de Eugenia de Chikoff. El asunto es que, lejos de lo que cualquiera con infancia (“no pongas los codos sobre la mesa”, “¿cómo que pelotitas de miga de pan?”, “el tenedor en el ojo de tu hermano no”) podría creer, algunas historias del comer dicen que el surgimiento de los buenos modales, en realidad, no tiene tanto que ver con el gustito por convertir a la vida de sociedad en algo más o menos elegante y agradable sino con una necesidad un poquito más elemental: mantenerse con vida.
Explicaría un manual de etiqueta (sí, por supuesto que existen) que hay básicamente dos maneras de disponer una mesa, una al estilo francés y otra al estilo inglés, y que las dos se diferencian por las ubicaciones de las presidencias (las cabeceras, los lugares donde se ubican los anfitriones). Métodos originarios de las dos clásicas cortes archirrivales europeas, en el primero las presidencias están situadas a la mitad de la mesa, una frente a la otra, mientras que el británico es el típico que se usa en las películas para escenas burlonas de comidas extremadamente formales, es decir, una cabecera en una punta, y otra en la otra.
¿Por qué a alguien se le tuvo que ocurrir alguna vez codificar todo lo posible un acto tan cotidiano como una comida y que hasta bien entrado el medioevo se desarrollaba en climas que podían ser cualquier cosa menos altamente ritualizados (exceptuando, claro está, a las mesas de comunidades religiosas)? Simple: la comida templaba los espíritus, la bebida los achispaba, los cuchillos (que siempre estuvieron a mano; de hecho, en algunas cortes era de buen tono que cada comensal concurriera al convite munido de su daga favorita) podían cobrar vida fuera del plato y la velada terminaba convertida en una faena inenarrable.
Cuenta la leyenda, además, que en Francia se estilaba ubicar las mesas cerca de una ventana. Por la ventana podía meterse, de un minuto al otro, algún enemigo del anfitrión. Es más, podía atacarlo y fin del banquete, pero básicamente del anfitrión. Ergo, el señor de la casa (la cabecera principal siempre era de un hombre) debía sentarse de cara a la ventana, para estar alerta ante la posible llegada de intrusos, tener tiempo a desenvainar la espada y defenderse. De allí viene, también, la costumbre de ceder la ubicación a la derecha al segundo invitado en importancia, por lo general, una persona de extrema confianza que pudiera ayudar en la defensa. Claro que todavía resta preguntarse por qué no había problemas en que la anfitriona estuviera todo el tiempo de espaldas a la ventana, aunque la razón tradicional pretende ser sensata: para vigilar la entrada del servicio y asegurarse de que sirviera el plato indicado en el momentojusto. Algo parecido puede decirse del método inglés, aunque la cabecera principal, en este caso, no estaba en función de la ventana, sino de la puerta por la que ingresaban los invitados.
Fue mucho después, bien entrado el siglo XIX, cuando las costumbres empezaron a refinarse sólo por amor al arte pero especialmente por ambición snob y necesidad de inventar algo como la distinción, capaz de diferenciar a la buena sociedad del populacho que empezaba a crecer y cambiar los paisajes urbanos. Sólo hacia 1838, por ejemplo, pudo Robert Beauchemp afanarse en su Guía de buenas familias para dictar algunas máximas: “Es sabido que el placer de la buena mesa, propio de cultas mentes y espíritus refinados, no consiste en la simple ingestión de manjares y bocados exquisitos. El marco en el que eso acontece es tan importante como la vestimenta para distinguir al señor del plebeyo. Los finos manteles de nobles tejidos, la lujosa vajilla que alberga el banquete y, sobre todo, los delicados y artísticos instrumentos de cubertería con los que tomamos los apetitosos bocados constituyen estos elementos que diferencian al caballero del resto de los mortales”. Pero ésa, la de los cubiertos, es otra historia.

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