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La mil caras de la miel

En invierno, la miel reaparece cada año como sinónimo de calor y suavidad, pero en la historia no siempre fue asociada con un té para aliviar una garganta dolorida. Entre los musulmanes, por ejemplo, se la conoce como afrodisíaco.

 Por Soledad Vallejos

Blanquecina como la espuma, dorada y con reflejos, firme y para comer a cucharadas, líquida y a punto de deslizarse en la taza, pocas cosas pueden ofrecer tanto abrigo como la miel en una tarde de invierno. Clásico entre clásicos de las recetas de generaciones de abuelas de cuentos infantiles y de las otras, es tan común asociar la miel a lo hogareño que hoy resulta un poco difícil imaginar, por ejemplo, a 105 cocodrilos en filita, degustando sendos pasteles de miel. Que ha de haber sido una cosa digna de ver aunque disfrutada, qué pena, por pocos, porque no cualquiera entraba a los recintos sagrados del Antiguo Egipto cuando se le presentaban ofrendas al toro Apis. Pero que era, era, o al menos eso aseguran los egiptólogos que significan esos cientos de abejas retratadas en las paredes de las tumbas faraónicas. Y es que la miel, mucho, muchísimo antes de que las corrientes naturistas y saludables la redescubrieran como maná salvadora de la intoxicante vida urbana, ha tenido algunos papeles no digamos pintorescos, pero sí, cuanto menos, poco relacionados con su humilde función de redentora sanitaria.
Los estudiosos juran y perjuran que el ser humano, en cuanto aprendió el valor de la caza, no hacía diferencias entre bicho con cuatro patas y animalitos voladores, por más insectos que parecieran, que de algún modo en sus tempranos orígenes se había percatado de esa delicia que podía conseguir dándoles de palazos a las colmenas. Claro, como ofrecen las pinturas rupestres paleolíticas sobre explotación de miel de la Cueva de la Araña (en Valencia) a modo de prueba, pues habrá que mirar las fotos y creerles, lo mismo que con el tráfico de miel que habían iniciado los fenicios, lo suficientemente avispados (perdón por el chiste malo) para desarrollar la apicultura y cargar con las vasijas repletas hasta las mismísimas puertas de Babilonia. De la ciudad de la perdición a la tierra del Nilo, bueno, la distancia era mínima, y nada les costaba a los mercaderes seguir un poco de camino y hacer llegar la buena nueva. Es que en Egipto todo marchaba sobre ruedas, al punto que la miel era prácticamente una sustancia multifunción: adivinen, sino, cuál era uno de los ingredientes básicos a la hora de momificar los cuerpos de algunos personajes de renombre; o en qué cobraban, a falta de bonos provinciales, parte de su sueldo los funcionarios de Ramsés II; o cuál es el ingrediente que más veces figura entre las recetas contra todo tipo de enfermedades del Papiro Ebeus, el primer libro de medicina del mundo. En Grecia, esa mitología a medio camino entre el poderío divino (que no omnipotente) y las perdiciones terrenales decía que Zeus había crecido tan grande y fuerte porque cuando niño se había alimentado casi exclusivamente de miel. Los niños obedientes, apenas abandonaban la leche materna, claro, pasaban a la miel; los atletas prácticamente no comían otra cosa antes de una competencia o un entrenamiento intensivo. Y como marketing hubo siempre, no sólo los filósofos pitagóricos (que la adoraban como fuente de longevidad y bienestar), sino también cualquier ciudadano más o menos acomodado sabía que lo más era tener en casa miel de Himeto, la “miel de los dioses” por lo exquisita que era. Todavía no se sabe si fue ésa lavariedad en que se sumergió el cuerpo de Alejandro Magno para conservarlo más allá de la muerte.
Los cargamentos de la provincia de Hispania alentaban la mielmanía en el Imperio Romano lo mismo que las cosechas de Hibla (Sicilia), y ahí la cuestión ya se había profesionalizado un poquito más. La inocencia de la hidromiel (una mezcla de agua y miel habitual en el campo), por ejemplo, había dado paso por uno de esos descuidos históricos que se convierten en leyenda gastronómica, al agua mulsa inveterata, que venía a ser la misma bebida pero fermentada con un sabor parecido al del vino blanco, y la mellitites, otra bebida fácilmente convertible en alcohólica. Los perfumistas no perdían ocasión de inmiscuir algún aroma de miel en aceites de tocador; los médicos, siguiendo un saber ya entonces antiguo, mantenían su uso en enfermedades respiratorias, pero también en casos de mordeduras de animales venenosos o de intoxicación.
La Torá promete 18 veces que el pueblo judío llegará a una “tierra que mana leche y miel”, tal vez por eso es que parte de los tributos que debían pagarse al gobernador de Egipto consistían, claro está, en abultados cargamentos mieleros. O tal vez por lo difícil que debía resultar obtenerla, encerrada como estaba en esos enjambres silvestres que colgaban de las peñas. En cualquier caso, la Biblia suele identificarla con la sabiduría y la ciencia.
En el mundo árabe, históricamente ha sido considerada... como excelente afrodisíaco, pero por supuesto que no libertinamente hablando, sino más relacionada a una suerte de reglamentación de moral y buenas costumbres sexuales. A fin de cuentas, también para Alá el sexo no debía ser otra cosa que reproducción: junto con los demás afrodisíacos (como las especias, el huevo, los frutos secos y las cebollas), se consideraba que estimulaba la potencia sexual masculina, lo que, de alguna manera, hacía más higiénica la procreación. Es de suponer que las abuelas que recomiendan té con miel no sabían de eso.
¿O sí?

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