SOCIEDAD › CORRIDAS POR LA CRISIS Y EL CORRALITO, LAS PROSTITUTAS QUIEREN EMIGRAR

La calle, más dura que nunca

Los clientes fueron desapareciendo y las tarifas no dejan de bajar, hasta llegar al “a voluntad” que algunas usan. Las trabajadoras del sexo cuentan que les pagan en Lecop o en tickets de comida. Las extranjeras empiezan el regreso a casa y el resto sueña con juntar para el pasaje hacia otras tierras.

La Tongolele mira con desdén a la jovencita de minifalda y pelo lacio luciéndose a media cuadra, bajo la luz del cartel de un almacén. Estira la boca, el mentón hacia ella, y de esa manera la señala y la desprecia, apuntándola como a matar con ese grueso labio inferior pintado de un marrón profundo para esta noche de miseria. Deben ser como las cinco de la mañana ya; hasta despunta una luz violeta en el fondo de la calle Bacacay, en Flores, y la Tongolele no ha hecho todavía un solo cliente. Hace tres días que no lo consigue. La jovencita de la esquina ya trepó dos veces a un auto, aunque ese promedio es tan triste para ella como para la Tongolele. “La única es irte a España, pero nunca voy a juntar para el pasaje”, dice melancólica la envidiada Agustina, cansada de pasar noches enteras retocándose el maquillaje ante un pequeño espejo con marco de plata al que piensa empeñar esta semana –agrega– para que ya no la persiga el dueño de su monoambiente. Con una tarifa “dignidad” de diez pesos por un “servicio bucal”, que en las zonas más pobres baja a cinco, tres o “a voluntad” del cliente –y aceptando desde patacones hasta Luncheon Tickets– las trabajadoras sexuales padecen la recesión, el corralito, la falta de efectivo en la calle, como pocos en la apaleada economía nacional. Así como las travestis más producidas juntan para el boleto a Madrid, las peruanas y las prostitutas dominicanas que llegaron en masa durante los últimos cinco años comienzan el regreso a sus tierras, víctimas de la devaluación y del futuro negro de la Argentina.
Crisis, esa palabra remanida. Crisis, esa desazón por el dinero montado en un coche de alguien que atraviesa la estrechez de los mismos tiempos y no llega. “Desesperación”, define Cecilia, 23 y desde los 17 con el cuerpo esculpido: le ha puesto de todo y en buenas proporciones. Tiene un vestido de diseño exclusivo para travestis, con tiras de cuerina negra que le cruzan esa redondeada oferta de goce “para chongos pasivos en autos caros”. Esa inversión en cirugías y las dos horas de make up dan resultado aun en medio de la falta de efectivo más dura de la historia. “Yo en el tiempo de la libertad hacía 500 pesos por noche”, dice. Se refiere a los breves meses en que derogados los edictos policiales no se perseguía a quienes ofrecían sexo al aire libre, justo antes de que los legisladores porteños votaran la penalización de la prostitución callejera. “Con eso pasé a 300, y ahora con esta pobreza a veces llego a cien”, cuenta Cecilia, desde el poder que le otorgan la juventud y la belleza.
A Palma con la Nanis
Situación de cierto privilegio es la que vive Cecilia: cinco clientes en esta noche de miércoles, cuando son las cuatro AM. Es casi la única de las chicas visitadas a lo largo de la zona roja de Palermo en compañía de Nadia Echazú, que ostenta ese récord de trabajo. Se podría tomar su caso como el que ilustra lo que ocurre en un extremo de la pirámide social de la zona, entre estas excluidas que ven ralear el dinero hasta el hambre en los casos de las más pobres, más viejas, más cansadas, menos producidas. Así ocurre sobre todo en zonas como Constitución y Chacarita, donde “ya no hay precios porque el servicio lo están pagando a voluntad”. Cecilia, con sus cien pesos, se muestra preocupada por el futuro. Hace tres años que está en pareja y vive en un departamento con su novio, teniente del Ejército Argentino, 25 años, rubio y lindo, según define. “A él también le bajaron el sueldo”. Por eso ella se instalará con ayuda de su amiga “La Nanis” –una rubia como la de Caniggia–, dando un nuevo salto, para convertirse en inmigrante ilegal en Palma de Mallorca, bajo el permanente riesgo de la deportación inmediata, aunque llena de clientes y euros, y más temprano que tarde el ex teniente de vigilador de una disco. La fantasía de irse hacia mejores mercados no es exclusiva de las travestis. Las prostitutas más jóvenes fantasean también con la idea, y las dominicanas que comienzan una repatriación forzada y casi imposible.Cruzando la ciudad hacia el sur, ese clima de festiva impertinencia que a pesar de la policía y la miseria se vive entre “las trabas” se torna trágico al intentar diálogos con las trabajadoras del sexo mujeres, más acorraladas en sus esquinas, aferradas como a un estandarte a la cifra límite de la dignidad personal: los diez pesos. Hace años que una de las travestis de Palermo es llamada por las demás: “La Diez Pesos”. Se ganó el apodo a fuerza de ser la única que bajaba a tal extremo sus servicios. Pero esa tarifa ha dejado de ser la oferta que era. La mayoría de las chicas de la plaza Dorrego, de Chacarita, reconocen, en el reírse de sus siluetas desmedidas, que salen con un camionero por cinco, y que impera la “voluntad” del cliente. “Te quieren sacar por dos pesitos, por tres, te piden descuento y te pagan con Luncheon Tickets”, dice Marcela, de José C. Paz, una de las bonaerenses que se allegan a la zona del cementerio.
–¿Qué más te piden los clientes?
–Los tipos te piden todo –dice Marcela, monumental en sus casi dos metros–. Te piden hasta auxilio los tipos –y larga una carcajada de aullido–. ¡Socorro! te piden los chongos.
Mimí y los suspiros
Margarita, 58 años, trajecito celeste, blusa blanca, taco chino, espera y espera como una Magdalena a los pies de su cristo que los clientes de antaño regresen. Flores ha sido promisoria en las buenas épocas. Pero Margarita pasa el último codo de la madrugada parada junto a Marcela, usando un cerco de cemento como mesa para apoyar el termo, la yerba, el mate, algún bizcochito. Es duro sostenerse desde las ocho y casi hasta que amanece. “Después de 25 años de oficio, no puedo regalarme”, profesa. Ayer “hizo” un cliente a veinte, uno de esos hombres de cuarenta y tantos que la visita con cierta costumbre, y que reapareció en el medio de un ataque de angustia, desbordado. “Para muchos esto es un respiro, una manera de salir durante un rato de la locura que viven y nosotras tratamos de ser atentas con ellos, de hacerlos sentir cómodos, que no sea sólo un suspirar”, apunta Mimí, rubia de 47, con una cara llena de ángulos que desmienten el tiempo, enmarcados por el rubio madonna de su pelo.
Cuando la baja de clientes comenzó, hace más de un año, Mimí, reina en la parada de Bacacay y Artigas, pensaba que era algo personal, que eran los años, “que estaba gorda”. Algunas salían a cambiarse ropa para intentarlo, cuentan llenas de risa sus compañeras en el bar de la esquina. En el caso de Mimí, que pasó cinco años en España, desde la híper del 89 hasta el 93 –son varias las mujeres que se fueron con aquella crisis y regresaron con el fulgor menemista– su cotidiano está hecho una carrera de postas, que se sortean cada vez que consigue 50 pesos. “50 y pago la luz y el gas, 50 y el teléfono, 50 y voy al supermercado.” Mimí tiene tres hijos, uno grande, licenciado en marketing, y dos nenas en la escuela. Este verano van a una colonia de vacaciones que les paga su hermano, y están obsesionadas con el riesgo país. “Se fijan cada día cómo va y no me hacen caso cuando les digo que no importa, que ya no importa.”
Volver a Santo Domingo
Hacia Constitución la zona roja ya ha perdido los contornos. Se ha desplazado hacia las avenidas, en un intento de evitar la competencia. De esa manera San Juan, o los alrededores del Parque Lezama, son también ahora terreno para la oferta de sexo, aunque de fertilidad estén desprovistos como la ciudad entera. En una de las esquinas cercanas a la plaza las morenas se muestran sobre la vereda de un “bar de dominicanas”. Betzabel, escurridiza, ganadora, cada cinco palabras exige para continuar la conversación el pago de 20 pesos que incluiría una “encerrada en una pieza (de hotel) con fotógrafo y todo”. Es que no puede andar perdiendo el tiempo, más si de cerca la vigila un cafiolo en problemas. Con laexplosión del precio del dólar la estrategia de ahorro y supervivencia que las mantenía en Buenos Aires se ha hecho imposible. “Seguimos cobrando 20 el servicio, porque imaginarás que con este cuerpo no andaré yo haciendo descuentos aunque digan que todo está muy duro”, se pone firme. Pero, sin embargo, está en la lista de las que regresan. “Mayo, junio estoy volviendo, de a poco nos vamos a regresar todas las que no nos casamos, porque la única manera es que te hayas conseguido un marido y que no se haya quedado pelado después de este lío del corralito.”
Perú es otro destino para posibles retornadas. En la esquina de Pavón y Salta el grupo de muchachas es una rara mezcla de travestis argentinas, peruanas, y mujeres binacionales también. “Las peruanas acá siempre somos tratadas como las peores, como ladronas. Nos bancamos todo porque podemos mandar plata y vivir mejor que en Lima, pero ahora sí que ya no sé nada.” Giselle no sabe más nada después de lo que ha visto: “Una pendejita de 15 cobrando tres pesos por un bucal acá a la vuelta, atrás de un árbol”. Giselle habla con el cronista un rato, y se desplaza de dos trancos, hacia una ronda que negocia con dos clientes a unos metros, refugiados en la sombra de un puesto de diarios. Cuchichea, estira la mano en el montón y tantea las entrepiernas de ellos, dos adolescentes entrenados en pagar por sexo que vinieron a gastar 15 pesos desde San Martín. Va y vuelve. Va y vuelve. Hasta que se pierde caminando por el centro de la calle con uno a cada brazo hacia un hotel. Ha cerrado en quince su negocio. “Para colmo son siete con cincuenta”, se lamenta cuando vuelve, y guarda la moneda de centavos en un bolsillo invisible de la pollera negra.
Shirley, flaca, moderna, parece esa amiga de uno que hace cursos en el Rojas, un poco más alta, más pintada, más eufórica, quizá. “Estaba en el pasaje a la vuelta. ¿Querés que te lleve? –me pregunta el cliente–, yo camino, abro la puerta, la estoy moviendo y siento al lado de la pierna “pffffin!”. ¡Nena, casi me muero, era un tiro! El del coche salió corriendo y quedé ahí aterrada.” La sucesión de anécdotas sobre el permanente hostigamiento de las comisarías podría extenderse aún más que las de la propia crisis. Pero de alguna manera son comprensibles a partir de ésta. ¿Por qué? “Porque con esto de que no hacemos plata ellos no sacan plata tampoco. Los clientes no tienen y ellos no cobran como siempre. La malaria es para todos.” Las chicas describen el método: pasa un cliente en auto, las mira, hablan del precio. La policía viene en un patrullero atrás, despacio, con las luces azules apagadas. Lo dejan pasar. Lo dejan avanzar dos cuadras, y entonces, cuando nadie mira, se le acerca el auto policial y le pide la colaboración pertinente por andar pecando de semejante manera. Las llena de ira la soltura con que los clientes entregan el dinero a cambio de que no les hagan un acta. “A nosotras que les sacamos las ganas nos regatean diez pesos, nos quieren sacar por cinco. Y a estos hijos de puta les entregan a la madre la billetera completa. Hay que ver cómo son de giles”, dice Nadia y se da media vuelta, con la mano en la cadera, para gritarle: “¡Papito! ¡hermoso! ¡te voy a hacer mujeeeeeer!” a un rubio de cuatro por cuatro que sonríe y se detiene unos metros adelante de ella con cara de descuento.

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Nadia participó de los cacerolazos en Plaza de Mayo, pero no sólo eso: también cacerolearon contra una comisaría.
 
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