SOCIEDAD › KITESURF, UN DEPORTE EXTREMO QUE TIENE CADA VEZ MAS ADEPTOS

Surfeando con el viento

En Villa Gesell la actividad es incipiente, pero en Pinamar, los barriletes marinos y sus tripulantes van y vienen con la brisa.

 Por Soledad Vallejos

Desde Pinamar y Villa Gesell

“La mayoría de la gente lo ve en la playa y dice ‘¡woooow!’. Y un día vienen.” Así de sencillo y de complicado fue el proceso de las personas que ahora se dejan en andas del viento noreste, dice Tobal Saubidet, la piel curtida del sol y los anteojos negros ya convertidos en parte del cuerpo. Acá, al pie de los médanos de la playa ecológica de Pinamar, donde desde hace un par de años se radicó la escuela Tobal Kites, asociada al circuito de profesionalización de estas prácticas, algo más serio que una brisa levanta arenisca, pero allá, pasando la rompiente del mar, está la situación brava. A lo largo de cien, doscientos metros de playa, vuelan tres súper barriletes, que más que cometas tradicionales semejan pequeños techos móviles; los aprisionan correas que terminan en barras, que terminan en personas, que se reparten entre las que van caminando mar adentro o las que ya pueden “navegarlo” (es el término técnico) sobre una tabla.

Así de largo de explicar en palabras y de asombroso de ver en directo es el kitesurf, que ya dejó de ser moda de pocos para convertirse en una de unos cuantos. A pesar de ser un deporte extremo, de requerir unas cuantas horas para aprender desde cero y muchas más para lograr destreza, de exigir el uso de montones de elementos y elementitos, amén de atender medidas de seguridad, “el kite”, que durante el año copa la parada en las costas del río de la zona norte bonaerense, no se toma vacaciones. O mejor dicho, aprovecha el calor y la distancia para sumar adeptos.

Y eso que, sin resultar imposible de carísimo, volverse kitesurfista con equipo propio no es nada barato. En Villa Gesell, recién llegado de España junto con Kata, su mujer húngara, también instructora y deseosa, como él, de formar una escuela en la ciudad, hace las cuentas el argentino Alex Dacorte. “Un equipo todo nuevo te sale al menos tres mil dólares. Si lo comparás con una tabla de surf, que vale 500 dólares, bueno, es caro, pero en este caso son más elementos: la cometa, las líneas, la barra, la tabla, el arnés, el casco... Y además hay diferencias en la cometa: cuanto más grande, más cara.” Por eso, y porque recién llegan y no pueden creer que, a diferencia de lo que pasa en algunas ciudades de Europa, donde él pasó los últimos doce años y ella toda su vida, en la costa atlántica no haya “cultura del agua”. “Pasamos por Chascomús, ¡no podíamos creerlo! Tienen ese espejo de agua y no hay kayak, ni windsurf, ni kitesurf ni stand up paddle (una práctica que implica remar de pie sobre una tabla como de surf).” Por eso y porque no es Mar del Plata ni Mallorca, de donde Alex y Kata llegaron sin escalas, es que en Villa Gesell, creen, la pasión kitesurfista apenas tiene algunos adeptos ya iniciados, que se dedican a lo suyo. Pero de practicantes gesellinos y prácticas durante todo el año, poco y nada. ¿Por qué? “Eso digo yo: ¿por qué?”

En Pinamar al norte, en cambio, el paisaje es bien distinto. Aunque parte de la costa sea una seguidilla de 4x4 apiñadas con sus carpas como gazebos que, en el amontonamiento, desmienten la pretensión de exclusividad, la gente es poca. Por eso la costa está despejada, requisito primordial para desplegar el equipo, inflar la parte de la cometa que deberá elevarse, dejarse llevar por el viento y arrastrar en el camino a quien se haya atado al arnés, al cuerpo, a la barra, todo lo necesario. En el agua hay tres alumnos, cerca de la cabaña de la escuela aguardan otros dos, en los últimos minutos acaban de acercarse a preguntar al menos cuatro personas. “El año pasado, entre el 6 de enero y el 20 de febrero tuvimos un alumno por día. Hoy vamos en cinco, siete por día, ¡zarpado!”, dice Saubidet, que en los últimos años tomó nota del resurgimiento de la actividad que, “porque murió mucha gente” practicándola, había caído en desgracia por 2006. “Por suerte cambió el diseño del kite, el sistema de eyección, de seguridad, las líneas... y además ya no hay esa inconsciencia que había de meterse en cualquier lado, mirá cómo aterrizo sobre la camioneta. No. Hoy decís ‘no seas pelotudo, loco’. Por eso cuando volvió a funcionar pusimos de moda la seguridad.”

A fuerza de remontar barriletes, con el mar se entreveran unos cuatro jinetes de tablas que entran al agua acá y salen por allá, caminan cargando tabla y cometa, tanto menos etérea en tierra, y vuelven a meterse por allá. Aunque se lea como lo contrario, es de todo menos rutina. Por ahora, como sucede con la mayoría de los deportes extremos, suele ser mayormente cosa de muchachos. Pero aunque “antes no venían”, dice Saubidet, ahora la demanda femenina por el kitesurf se encuentra en crecimiento. “¿La verdad? Porque escucharon que les tonifica la cola, les fortalece los abdominales, hace bien a las piernas... ¡pero es en serio! Vienen por eso. Es un deporte elástico, no como el windsurf, que te pone los caños así, zarpados, de patovica. Acá vienen porque practicándolo se sienten reinas, hacen como sentadillas mucho tiempo, trabajan los tríceps.”

–Pero cuando vienen, ¿preguntan esas cosas?

–Sí. Y cuando empiezan, se copan.

Por eso, también, el público crece, aunque más entre los treintañeros (y más) que entre los jóvenes que, de todos modos, cuentan con una ventaja insuperable para aprender rápido: “Son inconscientes”. “En cambio, con gente como nosotros –explica Saubidet, refiriéndose a los jovencísimos adultos– necesitás más que cuatro horas, que lo único que hacen es dejarte caliente como una pava, decís woooow, quiero más. Al pendejo, vos le decís subí acá, derecha, izquierda, volvé, derecha otra vez, y no te pregunta nada. En cambio, gente más grande empieza: ‘¿Y eso por qué?’, ‘¿y no me hará mal?’. Tardás más, ¿viste?

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Imagen: Sandra Cartasso
 
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