SOCIEDAD › LOS LUGARES EN LA CAPITAL Y EL CONURBANO DONDE SE CURAN LADRONES HERIDOS DURANTE UN ROBO PARA NO TERMINAR PRESOS

Hospitales de campaña

Son salas de primeros auxilios montados en la pieza de una casa. O quirófanos en el comedor. Allí se mezclan jeringas con balas, juguetes con bisturíes. Son los únicos sitios a los que pueden acudir ladrones que vuelven de un robo con un balazo o de una pelea con un cuchillazo. Aquí, el relato de quienes atienden y quienes son atendidos.

 Por Alejandra Dandan

¿A cuánta distancia está Irak de estos lugares? No son hospitales de campaña tradicionales pensados para atender casos de catástrofes. Sin embargo, así los llaman las hinchadas de fútbol y así, también, los mencionan las crónicas policiales. En estos peculiares hospitales se atienden heridos de bala o los que escapan de la Justicia con algún corte. Funcionan encerrados en bunkeres protegidos con una cadena de silencios rigurosa y necesaria. Son estructuras precarias, montadas en el corazón de cada barrio de emergencia de la capital o el Conurbano. Se arman en cuartos o en piezas donde una jeringa y una bala suelen convivir con carpetas de escuela o con el agua preparada para el mate. Hace unas semanas, la Federal desbarató uno de esos sitios en las fronteras de la Villa 31. En medio de un megaoperativo con tropas, gendarmes y helicópteros sus voceros anunciaban aquel hallazgo como el resultado de una de sus mejores batallas. Del hospital de campaña –así lo llamaron– se llevaron instrumentos quirúrgicos y tal vez hasta uno de esos pares de guantes parecidos a los que ahora usa Raúl, uno de los enfermeros que ha reconvertido su casa en una suerte de morada contra el poder de las balas: “Quiero que quede claro una cosa –explica–. No soy un malandra, ni tampoco un cobertor de malandras. Simplemente los conozco, nací con estos pibes y directamente, bueno, los atiendo”.
Raúl conoce esas historias por su doble función: es enfermero de día en uno de los centros sanitarios de los alrededores y está de guardia durante el resto del tiempo en su casa, uno de los lugares estructurados a la fuerza como los hospitales de campaña. Allí, entre los libros de sus hijos, el equipo de música y los adornos acomodados en los muebles, guarda sus municiones: anestesia, desinfectantes, jeringas y tres restos de bala. –Llegan, golpean y acá estoy –dice–: y hay que ver cómo trabajás con esto, ¿me entendés? Si una bala entró, entró rompiendo y fractura, yo no tengo un quirófano, trabajo a ciegas.
Lo esencial no son los restos de bala.
–Lo importante –dice– es que no haya intervención policial. Y ponele que no puedo sacar la bala, bueno, que quede ahí, que no se note.
Los lugares como éstos son una respuesta para quienes por cuestiones obvias necesitan escaparse de las instituciones legales donde una denuncia puede dejarlos presos. Los hospitales o los centros sanitarios funcionan en ese sentido como usina policial: los médicos están obligados a denunciar los casos de heridos de bala como ocurre con nacimientos o con muertos.
Raúl, enfermero
Raúl se convirtió en una solución para el barrio de Moreno donde vive desde hace años. Creció entre la gente, más tarde entró como administrativo a la Municipalidad y terminó en una de las salas sanitarias. Ahí, poco a poco, se apoderó de esas fórmulas químicas que más tarde le permitirían meterse con las balas que se iban estancando en el cuerpo de su gente.
–Y... en estas zonas la cosa es ésa: todos, del choreo hacen un laburo ¿me entendés? –dice–. Y yo lo hago porque sí, ¿Qué les puedo cobrar si son capaces de pagarme con un porro?
O con una computadora robada o con algunas ruedas para el auto o con la protección, y a veces con eso basta. La casa de Raúl está al lado de sus potenciales heridos, de los lugares donde se organizan las salidas que terminarán abasteciendo a los desarmaderos de la cuadra y su trabajo de algún modo se convierte también en un buen salvoconducto. Sobre todo en los momentos más críticos. En eso mismo pensaba el otro día, cuando volvía con una de sus hijas después de elecciones. A pocas cuadras de su casa seencontró con una de las bandas. No había ni desconocidos ni invitados, lo único distinto era la luz, demasiado escasa para que pudieran reconocerlo.
–Por eso cuando estoy cerca de los lugares donde se juntan las bandas parezco Rodríguez Saá –bromea–: ando con la sonrisa de oreja a oreja, como dando la voz de aura para que me escuchen.
Aquella vez la estrategia funcionó. En el barrio saben que lo necesitan vivo, cerca y disponible. Lo sabe Julio, uno de los de treinta y pico, que le cambia tubos de luces por emparches de heridas y lo sabe Sardi, otro de los heridos de 26 años que se repone de su última salida. Sardi en estos años se convirtió en uno de sus superhéroes favoritos: siempre se recupera de milagro. Tiene un tiro en la ingle de un revólver calibre 38, una herida de una 9 milímetros, un moretón en la cola por una bala que nunca entró, fracturas de los machetazos con los que lo corrió una de sus víctimas, rotura de tabique, de arco... “O sea –dice Raúl–, está hecho bolsa.” El otro día llegó a pedirle ayuda: “Estaba borracho, quería que lo curara porque había volcado con un carro. ¿Cómo había hecho para volcar un carro? ¿Me querés decir cómo hizo?”
El Chapu, costurero
Durante estos años, Raúl se hizo depositario de los secretos del barrio. Y aunque no es el único, es uno de los pocos que accede a las medicinas. Puede encontrarlas en el centro sanitario o las recibe de la caridad de los médicos. Mientras tanto, y para resolver cuestiones menores, el resto de la gente también aprende. Normalmente prefieren curarse solos y lo hacen así, no por desconfianza, sino porque están entrenados para eso. Las fórmulas para calmar los dolores, para sacar las balas, para pescarlas o cortar con las infecciones se van pasando de generación a generación, de hermanos a amigos y la información se organiza y se guarda como los planes de un complot destinado a salvarles la vida.
–¿Y cómo te vas a curar? –pregunta ahora El Chapu, uno de los pibes del barrio–. Con las medicinas, con yodo, cicatrizante: todo lo que mate virus. También la antitetánica, si vas a pedir a una farmacia te vende. ¿Quién no te la va a vender? Te vas, te ponés la antitetánica y después vas y te curás.
El Chapu está ahora en su casa, sentado sobre el esqueleto de lo que alguna vez fue una silla. Alrededor hay una mesa, algunos baldes con agua y un tarro de pintura invertido para las visitas. En la radio suena fuerte algo de rock nacional y a esta hora su casa está plagada de chicos, sus cuatro hijos volvieron de la escuela y juegan con las camperas puestas mientras espían las historias que va contando papá.
–¿El plomo? –pregunta El Chapu–. Bueno, si podés zafar, zafás. Si no, lo dejás adentro. También te lo podés cortar vos mismo porque salta pa’fuera o te queda adentro, bien adentro. Si está bien afuera lo sacás con un bisturí como el del médico: apretás la bala y listo.
Desde hace un tiempo, en esa misma habitación falta una mujer. Su esposa murió de tuberculosis hace cinco meses. En este momento, al Chapu se le escapan unas lágrimas, y tal vez sean más dolorosas que las balas.
–Qué te va a importar el dolor de la bala, ¿no? ¿Qué te va a importar en el momento? Cuando la bala brota para afuera no duele tanto, duele cuando te lo meten, ahí empieza a quemarte por adentro. Pero vos tenés que rescatarte. Listo, y aguantás.
El Chaca estuvo preso dos meses. Aprendió a defenderse con la obsesión de los que pasan 24 horas sobre 24 horas acorralados en un campo: “Y peleaba –dice–, tenés que estar así. Y peleás, peleás con mano o con faca”.
Y sigue:
–Y no perdonás: perforás una vez, perforás dos veces, tres veces.
Ahora en la casa no hay más ruidos que su voz.
–Y tenés que pegar, pegás puñaladas. Sino, te pega el otro y el otro también tiene un fierro así.
Desde hace unos meses sostiene la casa con cierta legalidad: logró uno de los planes Jefas y Jefes que se distribuyen en el barrio, unos 150 pesos que se hacen agua antes de que termine la primera semana del mes. Durante estos años se hizo instalador electricista, aunque nunca le quedan reservas para comprarse las herramientas. Entre tanto, subsiste, así como sabe:
–Eso es lo peor: la puñalada, es más jodida que la bala. La bala me pasó de lado a lado de la pierna. Pero la puñalada no, la puñalada me cortó adentro. Yo no quería ir al hospital, me quería poner una gotita, ¿viste? Pero me tocó la boca del estómago y, listo, perdí: me la banco.
Terminó con un tajo en la panza después de un duelo en el barrio. Quiso defenderse, pero de pronto lo encerraron. Cuando se escapó no se dio cuenta de la herida, comenzó a notarlo con los escalofríos.
–En Viven, la película –explica ahora–, dicen que se comían unos a otros: y esto es así, así es la vida en la calle.
Ave César, el primero
Los tres se conocieron de chicos. Raúl era el del medio, llegó al barrio cuando a su padre lo despidieron de una fábrica en Haedo. El Chapu siempre fue el hermano de El Roni, el más pesado del barrio. Y El Ave César era eso, el más grande, el más serio, el que se pasaba las tardes estudiando en la casa después de la escuela.
Durante años estuvieron separados. Raúl se hizo político, trabajó de administrativo en la Municipalidad. El Chapu estuvo preso y El Ave César entró en un hospital como enfermero.
–Lo peor –dice ahora El Ave– es cuando les pegan en el estómago, del cuello para abajo. Con las extremidades más o menos zafás. Pero si le pegan al estómago con una 22 es terrible: ya sabés de entrada que hay que cortar intestinos.
Pero lo peor no es eso, es lo que sigue:
–Cuando les decís que vayan al hospital no van. Para los pibes no hay otra cosa. Prefieren morirse en la casa y no en la cárcel.
En ese tiempo, entre las heridas, las balas y la necesidad de pactos secretos, los tres volvieron a encontrarse. Por un traslado, Raúl terminó en el centro de salud y en los ratos libres, El Ave fue pasándole lecciones de primeros auxilios. Las prácticas se hacían con los amigos, desde El Chapu, que sigue vivo, hasta los otros, los que no volvieron al barrio: o están presos o están muertos.

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“No soy un cobertor de malandras. Simplemente los conozco, nací con estos pibes y, bueno, los atiendo”, explica el enfermero.
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