SOCIEDAD › UNA CAUSA DE UNA BANDA MIXTA A PUNTO DE IR A JUICIO REVELA COMO FUNCIONA LA COMPLICIDAD POLICIAL EN EL ROBO DE AUTOS

Caso testigo

Son siete policías de Moreno y cuatro civiles acusados de integrar una banda de robo, desguace y venta de autos. Su caso es paradigmático sobre las relaciones de la policía con el delito. Aquí, cuáles eran los roles policiales, cómo cajoneaban las denuncias sobre autos que ellos robaban, cómo vendían un auto robado y se lo secuestraban al comprador para revenderlo.
Y cómo usaban a un chico de 10 años para garantizar la inimputabilidad.

 Por Alejandra Dandan

La mujer vivía muerta de miedo. Aun así, hace un año, hizo una denuncia que disparó una de las investigaciones más graves sobre las fuerzas de seguridad de la provincia de Buenos Aires. En este momento, una de las fiscalías de Mercedes terminó la acusación para elevar el caso a juicio oral. Entre los acusados hay siete policías de Moreno, dos de la Brigada de Investigaciones de General Rodríguez. Todos ellos formaban parte de una banda mixta de venta y desguace de autos y producción de papeles falsificados. La banda –que hasta vendía los autos robados y luego acusaba al incauto comprador por la tenencia de un auto trucho, se lo secuestraba y lo volvía a vender– estaba compuesta por otras cuatro personas, dos hermanos, un mecánico y un informante de la policía. Todos, excepto uno, están detenidos. Aquella mujer ahora es testigo de identidad reservada. Los policías habían captado a su hijo de diez años con métodos de las organizaciones sectarias. En su cuerpo escondían ganzúas que poco después les servían para “levantar” autos. Le enseñaron a manejar y a trabajar en los robos y lo usaban como escudo de impunidad. A cambio, le prometían un caballo de regalo. Su historia está en el expediente con los fundamentos de la acusación. Página/12 revela ahora esos fundamentos, que muestran metodologías, disposiciones, organización y funcionamiento de las bandas que operan y se mueven con la protección y participación de la Policía Bonaerense.
Aquella mujer fue la primera que habló. No hizo una denuncia formal, no fue a la fiscalía ni a la comisaría del barrio. Buscó otro canal, un contacto con Miriam Rodríguez, una de las fiscales de Mercedes que terminó como impulsora de la investigación. “Aquella mujer –dice la fiscal– estaba muerta de miedo, ni siquiera quería venir a la fiscalía, tenía miedo de que la viera algún policía.”
El encuentro entre ambas mujeres se hizo en una estación de servicio, en los alrededores de Trujuy, uno de los barrios de Moreno castigados por la pobreza y el abuso policial. “Me fui con mi notebook, me senté y empecé con el testimonio”, dice Rodríguez antes de hablar de aquel caso donde lo policial vuelve a mezclarse con lo institucional en un contexto distinto, con una historia donde aparecen rasgos de perversión en la imagen de un nene de diez años reclutado como escudo protector.
Aquel niño era una de las claves en la estructura de la banda. Su presencia era una coartada, les permitía librarse de cualquier tipo de condena si alguno de los robos salía mal. El chico estaba con ellos cuando monitoreaban las zonas en busca de algún auto; en su cuerpo escondían las ganzúas que más tarde usaban como llaves para abrir los coches. Cuando el auto quedaba abierto, el nene no se iba, para eso le habían enseñado a manejar: “Lo hacían conducir a lo largo de una cuadra –dice la fiscal– por si pasaba algo, o alguien los veía. Después, recién después –repite– cambiaban al nene por algún otro miembro de la banda”.
A Paco, llamémoslo así, lo conocieron en el barrio. Hasta ese momento, él no sabía nada de ganzúas, nada de autos y tampoco que le gustaban los caballos. “Primero se lo llevaban a andar a caballo”, dice nuevamente Rodríguez, recordando ahora algunos de los mecanismos de seducción que los policías pusieron en marcha para conquistarlo. Cuando Paco sintió ganas por los caballos, le prometieron que le darían uno de regalo. A cambio, claro, tendría que acompañarlos. A partir de ese momento, cada vez que salía de la escuela, Paco se encontraba con uno de ellos. Por las tardes ya no estaba en su casa y después de algunos meses ya podían sacarlo de la escuela sin autorización de su mamá: “La mujer estaba desesperada –dice la fiscal–, sentía que estaba perdiendo la patria potestad sobre su hijo”.
En ese momento, Paco ya estaba instruido, formado y preparado. Y con él, la banda parecía eternamente protegida: “Si en medio de un robo se producía un disparo era el chico quien aparecía con el arma; si en cambio alguien los veía, era el chico quien transportaba las ganzúas: inimputables totales”, exclama la fiscal todavía con sorpresa.
La inimputabilidad completa no la daba Paco sino los bonaerenses. La banda estaba formada, integrada y organizada por once personas. Siete eran policías. Los siete tenían funciones distintas, estaban quienes integraban las dos células de robos, quienes se encargaban de la provisión de papeles para blanquear los autos que saldrían a la venta como autos mellizos, quienes hacían la conexión con el mecánico para que modificara los números del motor y del chasis y quienes los mandaban a cortar, los cortaban o los sacaban a la venta en el país o en Paraguay. Entre la estructura, contaban con armas de guerra y depósitos que funcionaban en dos quintas de Moreno. Las dos quintas eran usurpadas. Los dueños de la usurpación eran policías.
Los inimputables
La escuela de Paco estaba cerca del punto que funcionó como vínculo entre los policías y las cuatro personas que están acusadas de asociación ilícita. Ese punto de contacto era la comisaría de Trujuy, en Moreno. Allí trabajaba Gustavo Méndez, un subinspector que formaba parte de una de las dos células dedicadas al robo de autos.
La comisaría estaba frente al kiosco de los hermanos Hassel, dos de los detenidos en la causa. Cristian Hassel siempre estaba allí; Marcos, en cambio, también era remisero. Los dos están acusados de encargarse de los robos de autos. Según la acusación fiscal, cuando ellos no lo hacían, lo hacía el subinspector Méndez de Trujuy o un personaje aún difuso: Gustavo Fritzler, alias Gatcher. Gatcher es el único que sigue prófugo. Era uno de los chicos de la calle que de pequeño encontró refugio en la comisaría, donde terminó criándose. De grande siguió conectado a la seccional, pero como informante. Gatcher fue el primero que se conectó con Paco, y el único que más tarde conseguiría escaparse.
Estas relaciones estaban marcadas por la cercanía con la comisaría. Marcos Hassel, durante su declaración, dijo que su familia “le hacía la comida a la policía de esa seccional”. En ese triángulo formado por los Hassel, Gatcher y la comisaría comenzaban y terminaban los robos de autos, pero esa misma línea abrió el camino de la investigación para conocer, más tarde, al resto de los integrantes de la banda.
Ahora ese camino, en realidad, se convierte en una radiografía de un sistema de operaciones que excede a la comisaría de Trujuy, que excede a la banda detenida y que da cuenta de los mecanismos que se activaron en todas aquellas regiones de la provincia que derivaron con la explosión de los negocios de los desarmaderos.
Los autos de Gatcher, Méndez y de los hermanos Hessel tenían dos tipos de destinos, de acuerdo a la acusación de la fiscal: la reventa a través del sistema de duplicación de papeles o los desarmaderos. Los primeros entraban a un taller mecánico, el taller de Germán Miguel Molina, alias Maicol, otro de los detenidos. Maicol, según consta en el expediente, borraba la numeración original del chasis y del motor, condiciones esenciales para la duplicación, la inscripción de un nuevo número y de nueva patente. Si la opción, en cambio, era la reventa por piezas, el sistema que ha alimentado a los desarmaderos del Conurbano durante los últimos años, la operación era distinta. Los autos no pasaban por el taller sino que pasaban a manos de Gatcher, encargado de ubicarlos en los mercados de autopartes.
Por el taller de Maicol pasaba Gatcher, los Hassel y también el subinspector Méndez. Pero el policía no sólo pasaba por ahí. Su trabajo más importante estaba en la comisaría, cuando llegaban las denuncias o los expedientes judiciales por alguna investigación: “Méndez estrangulaba las denuncias”, dice la fiscal de Moreno: eran denuncias que hacía la gente que nunca se enviaban a la fiscalía.
Eso sucedió, por ejemplo, el 5 de julio de 2001. Aquel día desapareció en la zona el auto de Jorge Acosta, un Peugeot 504. Para entonces, Gustavo Méndez trabajaba en la comisaría de Trujuy. Meses después, el expediente de aquella denuncia apareció en su quinta. Durante la indagatoria, la fiscal le preguntó por ese asunto. “Que no recuerda si fue comunicado el hecho –respondió, de acuerdo a la terminología del expediente– y que el sumario estaba en su domicilio porque no recuerda en qué fecha vino una inspección de La Plata y entonces el comisario Poli le dio orden de que limpiaran la comisaría”. El comisario Poli, según la declaración, “le dio permiso para trasladar a una de las casas de la quinta que habita, todos los elementos que le fueron incautados, varias motocicletas y varias bicicletas”. Las cosas fueron enviadas, según explicó, “con el patrullero por personal de la comisaría de Trujuy”.
En esa ocasión, la fiscal le preguntó por otras siete cédulas de identificación de vehículos que aparecieron en su quinta. En ese caso, el policía dijo: “Que estaban en los cajones de la oficina de coordinación de la comisaría y ante la inminencia de la inspección se limpió toda la comisaría”. Pero la excusa no llegó demasiado lejos. El comisario Poli también declaró en la causa, mencionó la inspección, pero negó las órdenes de los trasladados de sumarios o, incluso, de las armas de guerra que la fiscalía encontró escondidas en el altillo de su quinta.
La conexión
Para la época de Paco, la banda ya no trabajaba sola. La comisaría de Trujuy tenía aliados en Las Catonas, dentro de aquella subcomisaría que el año pasado despertó la furia de los vecinos que estaban convencidos del encubrimiento sobre los desarmaderos de la zona. También en Las Catonas, la fiscalía se encontró con un metódico sistema de desaparición de papeles y estrangulamiento de denuncias. Esta vez, en manos del jefe de calle Juan Carlos Muñoz alias Burrito, un oficial inspector de 32 años, “casado, instruido y habitante de Merlo”.
En julio del año pasado, Burrito quedó detenido. En su quinta había un maletín con 32 denuncias y causas derivadas del Poder Judicial. Para ese entonces, Burrito tenía un auto: un VW Gol bordó, que también era robado. La fiscal preguntó por Burrito en varias ocasiones. Una vez le preguntó a Marcos Hassel. Hassel dijo que lo conocía de Trujuy, “que lo ha visto en muchas oportunidades charlando con Gatcher”.
Gatcher y los Hassel eran informantes de Burrito en Las Catonas y de la policía de Trujuy. Además eran mano de obra de los hombres de la brigada de la zona. Ese fue el caso de quienes eran, tal vez, los dos peso pesados de la banda: Jorge Daniel de Armas y Félix Daniel, según aparece en el expediente. Los dos eran inspectores oficiales de la unidad de investigaciones de General Rodríguez. En la causa existen cruces telefónicos entre los Hassel y De Armas, comunicaciones que incluyen pases de datos, de opciones de venta, una oferta por cuatro cubiertas e incluso un aviso para que uno de ellos escapara.
El inspector de la brigada, Jorge Daniel De Armas, les daba cobertura y recibía la información de los hermanos o de Gatcher. Pero además, era otro de los policías conectados al taller mecánico de Maicol. La fiscal pudo probar que comercializaba los autos robados con ventas dentro y fuera del país. En ocasiones lo hacía solo, en otras trabajaba con un socio: otro policía de rango inferior, también de la brigada. El policía era Claudio Fernández, un cabo primero del grupo operativo de De Armas. Los dos se encargaban “de efectuar los contactos con el Paraguay para la comercialización de las camionetas doble tracción”, dice el expediente. Entre los detalles rastreados en la causa, aparecieron pruebas sobre “operativos truchos”: “Allanamientos relacionados con la tenencia de droga y cigarrillos de contrabando y coimeaban al imputado para no labrarle las actuaciones”. Esos operativos los hacían tres personas: De Armas, Fernández y el informante Gatcher.
Otra vez el informante. Y otra vez una metodología que excede a esa única banda. El policía convocaba a sus informantes como testigos para los procedimientos que organizaba. Entre ellos alternaba entre Gatcher o los Hassel. El expediente dice: “Que asimismo Gatcher vendía un auto robado y luego les avisaba a los policías quienes le hacían una causa a quien había adquirido el auto robado”. El auto era secuestrado, y otra vez entraba en el circuito de venta y comercialización. El día del allanamiento, en su casa encontraron un equipo de música, una compactera y parlantes. De Armas aseguró que eran regalos, en la causa aparecen como objetos robados.
Los resultados de los primeros meses de investigación se hicieron públicos el año pasado. El 15 de julio, la Procuración de la provincia anunció las detenciones en una conferencia de prensa. Desde ese momento, los policías siguen en prisión. Sólo Méndez tiene prisión domiciliaria a raíz de una enfermedad. Gatcher todavía está prófugo. Marcos Hassel, su hermano Cristian y el mecánico Maicol también están detenidos. La semana pasada, el programa “Periodistas” de América TV difundió los resultados de la investigación y tramos de las escuchas. Entre los resultados están los cargos contra los once imputados. La fiscal Miriam Rodríguez pidió la acusación como partícipes primarios de una asociación ilícita, encubrimiento habitual, tenencia ilegal de arma y munición de guerra, violación de los deberes de funcionario público y ocultación de objetos destinados a servir como elementos de prueba. El resto de la historia continuará en el juicio oral.

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El caso de Moreno desnuda los pormenores de la trama de complicidades entre la policía, los ladrones de autos y los desarmaderos.
 
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