SOCIEDAD › FALLECIO FRANCIS CRICK, UNO DE LOS DESCUBRIDORES DEL ADN

Adiós a un prócer de la doble hélice

Junto a James Watson, Crick descubrió en 1953 la estructura de “la molécula de la vida”, que abrió el camino de la genética.

Por Federico Kukso y Leonardo Moledo

“Pensamos que estas ideas pueden dar lugar a desarrollos interesantes.” Así terminaba el paper de apenas una página, titulado: “Estructura molecular de los ácidos nucleicos” en el que Francis Crick y James Watson, el 25 de abril de 1953, anunciaban en la revista Nature el descubrimiento de la estructura en doble hélice del ácido desoxirribonucleico (ADN). A la muerte no le importó un comino que estos dos científicos hayan dado con la bella y simple forma de la “molécula de la vida” y mediante un penoso y largo cáncer de colon se llevó de un tirón, el miércoles a la noche, al soberbio (pero grande al fin) Francis Crick, a los 88 años, en el hospital Thornton de la Universidad de California, San Diego, Estados Unidos.
Cuando se escriba la historia de la ciencia del siglo XX, y aun la Historia en general, los nombres de Crick y de Watson figurarán en uno de los múltiples centros de atención y, sin duda, como uno de los hitos de la segunda mitad del siglo, como los que establecieron de una vez por todas el punto de partida de una de las disciplinas claves del momento: la genética, que ya transformó (y probablemente transformará muchísimo más) la cultura y la sociedad, y dio y seguirá dando lugar a infinitos debates éticos, filosóficos y religiosos (además de científicos). Al fin y al cabo, fueron ellos dos quienes dieron con los secretos de la molécula del siglo, la que codifica todas las instrucciones de la vida. Como correspondía, Crick y Watson compartieron (junto con Maurice Wilkins) el Premio Nobel de Medicina en 1962.
Crick nació el 8 de junio de 1916 en Northhampton, Gran Bretaña, estudió física en el University College en Londres y tras haber obtenido el título inició estudios de doctorado que fueron interrumpidos por el estallido de la Segunda Guerra Mundial, en 1939, durante la cual se dedicó a diseñar minas magnéticas y acústicas para la Armada británica. Después de la victoria se encontró a la deriva. No sabía muy bien qué hacer, pero, como él mismo dijo más tarde, “todavía ignoraba mucho de muchas cosas y entonces podía hacer lo que quisiera. Pero me guiaba por la ‘técnica del chismorreo’. Esto es, aquello de lo que yo andaba chismorreando, es lo que tenía que hacer”. Y así fue como el chismorreo lo llevó a iniciar, en 1947, sus estudios en investigaciones biológicas en el Laboratorio Strangeways, de Cambridge, sin saber casi nada de biología o química orgánica, cuyos fundamentos tuvo que aprender sobre la marcha. En 1949 comenzó a trabajar en el laboratorio Cavendish, adonde llegó, en 1951, un joven investigador norteamericano: James Watson.
Fue, por cierto, un encuentro feliz. Watson y Crick funcionaron como un acorde consonante y armónico (aunque con gotas de dodecafonismo); utilizando los trabajos de difracción de rayos X llevados a cabo por Rosalind Fran- klin (la gran olvidada por los Nobel, que no pierden cierta tendencia a la discriminación por género) y Maurice Wilkins, Crick y Watson estudiaron los ácidos nucleicos, y en especial el ADN, donde se almacena toda la información genética. En una competencia cabeza a cabeza con Linus Pauling, que en esos momentos también andaba tras la esquiva estructura del otro lado del Atlántico, los dos “payasos de Cambridge”, como los llamaban, ganaron finalmente la carrera con la formulación de un modelo en doble hélice compuesto por azúcares y cuatro bases orgánicas (citosina, adenina, timina y guanina), cuatro “letras químicas” que bastaban para escribir las instrucciones de la vida. Habían comenzado la genética y la biología molecular.
El día en que, finalmente, visualizaron la estructura definitiva, según contó Watson en su libro La doble hélice, entraron al pub de Cambridge donde solían almorzar e hicieron solemnemente el anuncio histórico: “Hemos descubierto el secreto de la vida”.
No tanto como “el” secreto de la vida, pero sí el cofre donde se guardan las claves de la herencia: del anuncio de Crick en el pub inglés a los problemas relacionados con el desciframiento del genoma humano, la clonación, la reproducción artificial y quién sabe qué cosas más, pasaron sólo cincuenta años.
A medida que el ADN ganaba protagonismo, Crick y Watson, como es de suponer, se convirtieron en una especie de ídolos vivientes, aunque, en realidad, no hicieron demasiado más (cosa comprensible). Crick se dedicó, como él decía, a la “biología teórica”, y se interesó, principalmente, por la neurología y el viejo problema occidental sobre la relación entre pensamiento y cerebro, y la formulación de una teoría del estado consciente (cosa que no consiguió, desde ya), pero que esbozó en libros como La hipótesis increíble: la búsqueda científica del alma. Trabajó también sobre el papel que juega el sueño REM en la economía cerebral y, en general, abordó esos problemas que algunos definen como la última frontera de la ciencia. El miércoles a la noche, también él cruzó la última frontera.

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Crick era físico, pero recibió el Premio Nobel de Medicina en 1962, por su descubrimiento.
 
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