SOCIEDAD › EL BOSQUE, EL MAR Y LAS ESTRELLAS

Mar de las Pampas un paraíso para pocos

Aunque en los últimos dos años los complejos turísticos se multiplicaron por ocho, el lugar mantiene su perfil exclusivo y ecológico, sin asfalto, luces de mercurio ni carteles publicitarios.

 Por Carlos Rodríguez

Desde Mar de las Pampas

En Mar de las Pampas, todo lo que reluce es oro. Desde la bellísima solidez de las casas de madera y piedra, con techo a dos aguas, hasta la magia encantada y encantadora del tupido bosque de pinos, cipreses y eucaliptus que en algunos casos llevan cuarenta años en pie. Ni hablar de la luna, que en los albores del cuarto creciente es una gema que aparece colgada de los árboles. En las noches, las constelaciones se ven como en el Planetario porque los vecinos, celosos de toda tecnología que atente contra el paisaje, reniegan de un alumbrado público a luz de mercurio que por las noches opaque el brillo de la Vía Láctea. Los caminos son de tierra y arena, porque tampoco hay lugar para el asfalto, para los carteles publicitarios, el smog ni los ruidos molestos. “Los que llegan, no bien llegan, se olvidan del auto y hasta se sacan los zapatos”, alardea Esteban Palavicini, dueño de Casas de los Pinos, un lugar donde el canto de los pájaros hace de despertador, según asegura el anfitrión. “El que vuelve es porque entendió el espíritu”, redondea Luis Mazzoni, dueño de Cuatrocasas, otro de los complejos que dan hospedaje a los viajeros. Mar de las Pampas es un paraíso para unos pocos: en el lugar viven en forma permanente 140 familias y en verano llegan, por tandas, unos pocos miles de turistas de alto nivel adquisitivo.
En las rutas de acceso a Mar de las Pampas quedaron en pie apenas cuatro carteles que indican cómo llegar a este sitio inaccesible para bolsillos flacos. “Todos los propietarios habían colocado carteles en la ruta de acceso para promocionar sus negocios, pero los retiramos, por consenso, porque provocaban una gran contaminación visual”, explica Mazzoni, que de la industria automotriz pasó al turismo, sin escalas y sin ser un experto en el tema. “Un alto porcentaje de nosotros no venimos de la hotelería ni de la gastronomía; nuestra propuesta es desde el lugar del usuario y eso determina, en buena parte, que este lugar sea diferente al resto de la costa argentina”, insiste el dueño de Cuatrocasas. En las calles, sobre todo en los días de lluvia, el tránsito suele ponerse pesado, a pesar de todos los recaudos, pero los discretos letreros tallados en madera le advierten al automovilista que tiene reminiscencias de Buenos Aires: “Estamos caminando, velocidad máxima 30 kilómetros por hora”.
En los últimos dos años, el crecimiento de Mar de las Pampas fue importante. De diez complejos se pasó a los 85 que hay en la actualidad, y ya son 80 las familias que viven en forma permanente, la mayoría de ellas compuestas por parejas jóvenes con chicos en edad de la primaria y matrimonios mayores, cuyos hijos ya están casados y viven en Buenos Aires o en La Plata, las dos ciudades que más aportaron gente a la comunidad que crece junto al mar. Lo que no se estiran son las cifras de los balnearios concesionados: hay uno solo, que se llama El Soleado. Los miembros de la Sociedad de Fomento y de la Asociación de Emprendedores, que reúne a los dueños de unos 30 complejos turísticos, no quieren “ni más cemento ni más carpas” que le pongan biombos al espectáculo de la naturaleza.
La calle Alfonsina Storni, de una manera para nada trágica en este caso, conduce al mar, pero hasta que el caminante choca contra los médanos de unos diez metros de alto, los escala y llega a la cima, con algún esfuerzo, es imposible divisar ni siquiera escuchar el movimiento del Atlántico. Son como dos mundos intercomunicados pero separados: por un lado el mar y la arena, y por el otro, el bosque y las casas, a cual más elegante. La pequeña ciudad tiene varios shoppings, restaurantes y negocios de todo tipo, un anfiteatro para recitales de entrecasa, pero no hay ninguna disco. Juan Mazzoni, el adolescente hijo de Luis, es un típico exponente de los chicos que vienen a Mar de las Pampas: “Nada de baile, mucho de sol y playa, guitarreadas en la arena, reuniones en casas de amigos”. En la playa, la arena es fina y suave como harina. No hay piedras, salvo en el lugar donde está el único balneario concesionado. “Gracias a Dios tenemos sólo uno”, insiste Palavicini, un hombre sin pelos en la lengua, pocos en la cabeza y un estilo frontal. Uno de los empleados del restaurante, “Manuel, el hermoso mozo”, según se presenta, recuerda que están allí desde hace tres años. De las 90 carpas, apenas unas 20 están ocupadas. El resto de los veraneantes se agrupa sobre la arena, con displicencia, como si fuera el patio de su casa. Hay muchas 4x4 en todos lados, menos en la arena. El médano ecológico es una frontera infranqueable.
La limpieza es una de las grandes preocupaciones. La basura es retirada por camiones que vienen de Villa Gesell, en cuyo partido está Mar de las Pampas. Los vecinos organizados se encargan de mantener limpio el bosque, con la misma devoción que los enanitos de Blancanieves. Lo único que necesitan, con cierta urgencia, es “una autobomba permanente (dependen de Gesell) y un destacamento policial, para prevención, porque por ahora no tenemos problemas de seguridad”. Hay quejas que se mantienen en reserva contra el municipio. Uno de los problemas que salta a la vista son los cortes de luz, que comenzaron en diciembre. Lo delatan las velas que están alertas en todos los lugares públicos y en las casas. En enero, a pesar de todo, la ocupación es plena y nadie se queja.
Hasta ahora, las cosas “han funcionado muy bien, en forma comunitaria”, aunque empezaron a surgir algunos problemas por falta de consenso, dado el crecimiento de la población estable y de los complejos turísticos. “No es lo mismo diez complejos, que ochenta y cinco”, recuerdan. Otro de los desafíos es “cómo romper la estacionalidad del lugar”, coinciden Anna Bianco, de Amorinda, uno de los restaurantes más famosos; Víctor Borgia, de Miradores del Bosque; Irene Montenegro, de Posada Piñen, y el representante de los vecinos, Mariano Churio. Todos charlaron con Página/12.
En invierno apenas quedan las 140 familias estables, sobre todo las que tienen hijos en edad escolar, que concurren a escuelas de Gesell. Otros, como Adriana Mazzoni, la esposa de Luis, viven “seis meses en la Capital Federal y seis meses acá”. Ella dice que es una “muy buena alternativa” tener “un poco de esta paz y un poco de ruido, de estrés, de cines y teatros”. En los meses de frío, los restaurantes abren los fines de semana “y cualquier día de la semana si es necesario”, porque siempre hay algún turista valiente que se le anima a los vientos costeros. “Si no, nos queda el ocio creativo”, bromea Palavecini, pero lo desmienten. “Vienen menos turistas pero algunos llegan, y el personal se reduce, de manera que el trabajo se mantiene casi igual.” Este verano, las tres mil camas disponibles están todas ocupadas y aunque nadie lo dice, todos esperan que el crecimiento se detenga. Para ellos “es muy bueno evitar el asfalto, los balnearios llenos de carpas que impiden visualizar el mar, los carteles de neón y el alumbrado público que nos va a dejar sin ver el espectáculo de las estrellas”. Ellos encontraron su paraíso, caro pero “el mejor del país en su tipo” (ver aparte), y lo quieren salvaguardar para un grupo pequeño “que vuelve o viene por primera vez, porque la propaganda se hace de boca en boca: ‘Andá que te atienden de lo mejor’”.
Mar de las Pampas está a sólo tres kilómetros de Gesell y tiene como vecinos dos sitios todavía más tranquilos. Uno de ellos es Las Gaviotas y el otro Mar Azul, donde vive desde hace casi diez años el remisero Rubén Zabala. Nacido en Castelar, maneja un remís en verano y en invierno se dedica a pintar casas y a tareas relacionadas con la construcción. “Me vine solo y hoy tengo mujer e hijo”, dice con evidente orgullo. “Al terreno lo compré a 1500 pesos, pagando 70 pesos por mes; hoy vale muchísimo más”, redobla la apuesta, como para dar envidia. En Mar Azul las casitas son más modestas y vive gente que realiza tareas de servicio. De todos modos, la naturaleza es igual de generosa y el mar tiene el color que indica su nombre.

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Los médanos, de unos diez metros de alto, separan dos mundos, por un lado el mar, por el otro, el bosque.
 
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