SOCIEDAD

La historia del periodista que fue víctima en Cromañón

Luis Santana tenía 28 años y un hijo de 9. Trabajaba en Crónica TV. Su familia lo recuerda como un joven sensible, brillante y soñador. Antes de morir logró salvar a su novia.

¿Cómo hablar de Luis Santana? ¿Como de quien soñaba imitar el recorrido hecho por el Che Guevara en su juventud por América latina? ¿Como de quien puso a su hijo Fidel, de 9 años, en honor al líder cubano? ¿Como del que recibía a los chicos de la villa que iban mal en el aula para darles clases de apoyo? ¿Como del que dentro de un año se iba a recibir de profesor de Historia para ir a enseñar a una escuela rural? En el comedor de la casa de Monte Chingolo, Lanús Este, donde se crió, su familia cuenta a Página/12 quién era el periodista de Crónica TV que dejó su último suspiro en República Cromañón dando su vida por los demás, como lo hizo en los 28 años que vivió. Entre su recuerdo cálido y la bronca hacia los que liberaron ese humo que se lo llevó, su familia acaricia los cuatro libros inéditos que dejó y se prepara para cumplir el deseo más fuerte que tuvo el joven: publicarlos, algo a lo que no llegó porque le restaba ahorrar unos billetes para la edición independiente.
Por estos días, Luis debería haber viajado a Entre Ríos con sus padres para avanzar con otro de sus proyectos que quedaron truncos: hacer un cine comunitario en el que los chicos pobres puedan ver La Patagonia rebelde o La noche de los lápices, dos de sus películas favoritas. “Era inteligentísimo”, dice Valentín, su padre, colectivero de la línea 33 y entrerriano. “Le podías preguntar lo que quisieras que te lo iba a responder”, asegura Nélida, su mamá.
“Siempre lo veías con zapatillas rotosas –recuerda–. Para crotos, era el primero. Para él lo primero era comprar libros.” En casi todas las habitaciones de la casa quedan sus libros. Los escritos del Che cohabitan con Shakespeare, Amado Nervo y Federico García Lorca. “El primer libro que leyó fue un diccionario, a los 8 años. No se sabe cómo salió así”, comenta su madre. “Para él, antes que nada estaban los valores de su educación”, agrega Rodolfo, su tío, con quien cursaba el profesorado de Historia en el Joaquín V. González.
Su madre, orgullosa, pone sobre la mesa las remeras que usaba Luis. El se encargó de estamparles las imágenes de sus ídolos: Mariano Moreno, Manuel Belgrano, Julio Cortázar, Leopoldo Marechal, José Artigas y Emiliano Zapata.
Luis llegó a escuchar Callejeros interesado por la mística cultural generada por la banda. En su pieza quedan todos sus discos: “Vas a encontrar de todo menos cumbia. Escuchaba desde Gardel (cuya infaltable imagen cuelga de su pared) hasta Sumo”.
El 30 de diciembre, otro de sus hermanos, Sergio, esperaba que Luis lo llamara para encontrarse e ir al recital. “Iba a ir con mi novia y tres pibes del barrio –relata Sergio, de gorra y con más tatuajes que Daniel– Luis me dijo: ‘Dejá que yo consigo las entradas’. Quedamos en que me llamaba, pero se hacía la hora y el teléfono no sonaba.” Pensó que no las había conseguido. Por eso, cuando a las 24 vieron por TV la noticia del incendio en Cromañón, no se preocuparon. “Lo llamé al celular pero no atendía”, recuerda su madre. “Se habrá ido con Carla”, se calmaron. Carla Ricchioti, compañera de trabajo en Crónica TV y su novia desde hacía dos años, fue la primera persona a la que logró sacar del local, antes de volver a entrar al menos tres veces. Hoy se recupera en el hospital.
El 31, Valentín se levantó como siempre a las 3 para ir a trabajar. Por el hospital Argerich era casi imposible pasar, tal era el tráfico de ambulancias. A las 7.30 volvió a la empresa y vio en la tele los nombres de los internados. Figuraba el de Carla. Desde ese día hasta el 2 de enero a las 15, cuando volvió de enterrar a su hijo, Valentín no durmió.
“En el canal no lo había visto nadie. En la calle, ninguno de sus compañeros. A lo mejor sabían y nos quisieron cuidar del golpe”, señala su padre. Hasta el primer día de 2005 a las dos de la tarde, cuando lo hallaron en la Chacarita, lo habían buscado por todos los hospitales. Acompañado por sus hijos Daniel y Sergio, Valentín fue a consultar las fotos de los que habían muerto. “Había uno parecido, pero tenía barba. Miramos bien y vimos que era humo negro alrededor de la nariz y de la boca”, cuenta Daniel. Los hermanos se convencieron de que era Luis. Valentín no. Hasta que lo llevaron a ver el cuerpo. Tenía una sonrisa imborrable, recuerda.
“Lo que vi adentro no me lo olvido más”, cuenta Valentín, que para volver a reconocer al cuerpo de su hijo entró al edificio. “Abrieron las puertas de atrás y se acercó uno de delantal que dijo ‘pasalos’. Hacían deslizar las bolsas por el piso. Atrás de un cortinado de nylon se veía cómo hacían las autopsias a los pibes. Y ahí estaba mi hijo.”
Cuentan que vienen a seducirlos agrupaciones políticas de derecha y de izquierda para sumar el rostro de Luis a sus banderas. “El no era de ningún partido; por eso, si vemos en una de sus banderas el nombre de Luis, la incendiamos”, asegura Sergio. Para su hermano, la política era una religión de amor al prójimo que cumplía con fervor de monje. Ese amor a marginados, trabajadores pobres, adictos, pibes chorros, pueblan su trabajo literario. Habló de ellos con escritura humilde y dura, como el barrio en el que creció y dejó sin haber terminado de crecer. En Los carreritos y la yerba vieja, una suerte de autobiografía, eligió empezar con una cita de Albert Camus: “El mundo en el que vivo me repugna. Pero me siento solidario con los seres que sufren en él”. “Hizo historia, como quería él”, lo recuerda su tío Rodolfo.

Informe: Sebastián Ochoa.

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Luis se iba a recibir de profesor de Historia y dejó como legado cuatro libros inéditos.
 
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