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Domingo, 9 de septiembre de 2007

CLAVES PARA LA REFORMA NECESARIA DEL ABL

Suelo y edificación

El actual esquema de ABL no favorece la redistribución de la riqueza. La diferencia entre el valor fiscal y el de mercado es mayor en las zonas ricas que en el resto de la ciudad.

 Por Luis Baer *

Fueron varias las reacciones que surgieron a partir del aumento del ABL que propuso el gobierno porteño. Gran parte de la polémica giró en torno de las motivaciones políticas que habrían llevado a Jorge Telerman a impulsar un decreto que, de antemano, parecía estar condenado al fracaso o, al menos, a su suspensión. La discusión sobre las razones y los alcances de una eventual reforma del ABL no brilló por su riqueza. Es un tema que no sólo concierne a la política fiscal, sino también a la política urbana.

¿Cuál es el sentido que tiene el impuesto a la propiedad inmueble? Es decir, ¿para qué sirve gravar la tenencia del suelo o lo edificado sobre él? Al igual que la mayoría de los tributos, el impuesto Inmobiliario tiene como finalidad generar ingresos para cubrir gastos públicos, entre ellos, los relacionados con la provisión de servicios urbanos tales como el alumbrado y el mantenimiento de las calles. Pero lo cierto es que el costo de tales servicios es mucho mayor a lo que se recauda con este impuesto. En los últimos años, los fondos generados por el ABL perdieron importancia relativa en la estructura general de los ingresos de la ciudad, pasando del 18 por ciento en 2002 al 10 por ciento en 2006. Así, el rendimiento del impuesto Inmobiliario porteño no sólo está lejos de los estándares internacionales, sino también del rendimiento que tiene en provincias como Córdoba, Entre Ríos y Santa Fe donde la participación del impuesto Inmobiliario en los ingresos tributarios llega a promediar el 22 por ciento.

Otro hecho a destacar es que el cobro del ABL se estipula a partir del valor fiscal de las propiedades y no por el costo de las contraprestaciones, por ello se habla de impuesto y no de tasa. Esto plantea dos cuestiones. En primer lugar, que no existe relación entre lo que se paga y lo que se consume por servicios urbanos. Por otro lado, que los contribuyentes de mayores ingresos estarían pagando más. Planteado en estos términos, da la impresión de que el ABL atiende otro cometido de los impuestos a la propiedad, el de redistribuir la riqueza. Pero en la práctica ello no ocurre, más bien todo lo contrario. Precisamente porque la diferencia entre el valor fiscal y el valor de mercado de las propiedades es groseramente mayor en las zonas ricas que en el resto de la ciudad. Por ejemplo, en barrios como Núñez, Belgrano y Palermo el valor fiscal suele ser 200 veces menor que el valor comercial, mientras que en la zona sur, en barrios como Villa Lugano, la misma diferencia se estrecha a 60 veces. Una parte de este problema radica en la falta de actualización de los valores fiscales, más aún si tenemos presente que el aumento del valor de mercado de los inmuebles fue en los últimos cuatro años notablemente mayor en las zonas privilegiadas de la ciudad. Por ello, la progresividad del ABL no se lograría solamente aumentando la alícuota en los barrios más cotizados, ello no tendría sentido si la propiedad está tan subvaluada en términos fiscales. En suma, el reavalúo inmobiliario (tan aclamado como necesario por casi todo el arco político) debería considerar un ajuste de los valores fiscales a los actuales valores de mercado.

¿Pero qué es en concreto lo que debería actualizarse según este criterio? Si se observa la boleta del ABL se comprueba que la valuación final del inmueble está compuesta por el valor del suelo y el de la edificación que lo ocupa. También se puede cotejar que para el fisco el suelo representa una ínfima parte del valor del inmueble, lo contrario de lo que ocurre en el mercado, especialmente en las zonas más cotizadas donde la incidencia del valor suelo en el valor final del inmueble es cada vez más significativa. Se trata de otra “falencia técnica” que arrastra serios problemas de inequidad. Como el valor del suelo es insignificante, el valor fiscal de los inmuebles (la base imponible) está determinado en su mayor medida por el valor de la edificación. La metodología valuatoria también vulnera aquí todo principio de equidad. El fisco les otorga valor a las edificaciones mediante un sistema de puntaje que pondera las cualidades arquitectónicas de los edificios. Las inconsistencias son tan elocuentes que un baño común suma lo mismo que un baño sauna. Asimismo, el valor del m2 de un edificio con pileta puede ser el mismo que el de otro sin ella. Y los ejemplos desatinados abundan.

Como el suelo está tan subvaluado, el fisco desconoce implícitamente la localización como factor de valorización de un inmueble. Al depender de la localización, el aumento (o disminución) del valor del suelo es ajeno al esfuerzo individual de los propietarios, es decir, al trabajo o capital que éstos puedan involucrar en el terreno. ¿De dónde surge entonces el valor del suelo urbano? Del incremento de la demanda (cuando aumentan los ingresos, la población o los hogares sobre un bien tan escaso e inelástico como es el suelo) y de la intervención del Estado (cuando modifica la normativa urbana y provee servicios e infraestructura). Al subvaluarse el suelo en el impuesto Inmobiliario, el Estado transfiere así a los propietarios el valor del suelo que se genera con recursos públicos. En otras palabras, regala la renta que la comunidad produce con su esfuerzo. El debate no debería entonces reducirse a un problema de política fiscal, estamos también ante una pregunta que siempre retorna. Se trata de quién produce y se apropia de la renta del suelo urbano.

* Investigador del Instituto de Geografía (UBA).

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El suelo está subvaluado y el fisco desconoce la localización como factor de valorización.

Debate

La discusión sobre las razones y los alcances de una eventual reforma del ABL no brilló por su riqueza.

Es un tema que no sólo concierne a la política fiscal, sino también a la política urbana.

Los fondos generados por el ABL perdieron importancia relativa en la estructura general de los ingresos de la ciudad, pasando del 18 por ciento en 2002 al 10 por ciento en 2006.

 
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