Domingo, 25 de enero de 2009 | Hoy
ENFOQUE
Por Javier Lindenboim *
El término de un año suele traer aparejado el rito de la celebración. Generalmente, también se formulan deseos de eventual concreción futura. Pero no todos los aniversarios son motivo de festejo. Algunos provocan tristeza, más aún cuando la justificación no alcanza a entenderse. Hace dos años, aproximadamente, el Gobierno nacional tomó una desafortunada iniciativa. Inicialmente se trataba “solamente” de modificar el registro de dos o tres precios incluidos en la canasta que conforma(ba) el Indice de Precios al Consumidor: el más ostensible fue el ligado con la medicina prepaga, que implicó una modificación de los contratos establecidos entre usuarios y prestadores al solo fin de tener una excusa para no computar el aumento que, efectivamente, se había operado.
De allí en más la distorsión fue en aumento y muchos investigadores, usuarios y ciudadanos comunes supusimos que en ocasión del acto electoral de octubre de 2007 se procuraría un remedio a tamaño desatino. El recambio presidencial se produjo, pero nada cambió.
Quienes apostaban por mantener una mirada positivamente expectante de la gestión oficial, pero no comprendían aquella decisión, optaron por atribuirle un carácter de error o, en todo caso, de impropiedad de escasa significación (estadística, económica, social, política). Así sucedió que tanto los dirigentes sindicales más notorios como los de menor relevancia tuvieran que hacer malabares para no expresar con palabras claras que no podían considerar a esas estadísticas oficiales como base para la discusión en las convenciones colectivas de trabajo. De ahí la expresión acuñada en estos años, que podría parecer risueña: “Vamos a utilizar el índice del supermercado”.
Sin embargo, casi no se reparó en lo negativo de la presunta humorada. Se estaba desnaturalizando una de las expresiones esenciales de la posición del Estado como expresión razonable y equilibrada del interés común, sostenida, entre otras cosas, en la generación de un sistema estadístico. Tal sistema debe ser termómetro de la situación de la sociedad y de su desempeño, así como guía para la “celebración de contratos” entre las personas y empresas, y también para la definición de las líneas de acción del mismo Estado, a la vez que mecanismo idóneo para evaluar los resultados de dichas acciones.
El problema es aun mayor cuando se percibe que –como una mancha de aceite– inevitablemente la manipulación iniciada hace dos años con un inocente retoque no sólo requirió luego “inventar” un supuestamente nuevo IPC carente totalmente de seriedad y sustento, del que no se puede mostrar su metodología. Además fue imperioso para quienes tomaron tan errada decisión operar en otras direcciones. Ello como consecuencia (más allá aun de cualquier intención) de que en la sociedad moderna un sistema estadístico nacional es un conjunto articulado, en el cual violentar alguno de sus componentes termina evidenciándose en otras partes del sistema, para evitar lo cual no hay más “remedio” que ir extendiendo el manoseo a otros componentes.
Así, por ejemplo, no pueden compararse los índices de pobreza e indigencia del último bienio, pues la cuantía de la canasta está subestimada por la manipulación de los precios que la conforman.
Hay otras relaciones que no están tan a la vista. Mencionemos aquí apenas dos de ellas. Una parte de las estadísticas macroeconómicas requiere un adecuado deflactor para poder determinar la cuantía de la evolución “real”, entendiendo por ello aquello que resulta de eliminar lo que se denomina el “efecto precio”. Si las ventas en supermercados aumentan en un 30 por ciento en pesos y los precios medios en ese lapso subieron sólo 7 por ciento, entonces las ventas de ese sector habrían aumentado en términos reales un 23 por ciento aproximadamente. En cambio si el aumento de precios hubiese sido del 25 por ciento, el aumento real habría sido escaso. Este ejemplo sintetiza los impactos que la desafortunada decisión que está por cumplir dos años nos ha traído como consecuencia en algunas ramas. En otros componentes los mecanismos son más complejos.
La segunda es aún, por ahora, menos entendible y no se ven razones. Se trata que desde hace dos años no se ponen a disposición de los usuarios, incluidos los organismos estatales que los requieren, las bases de datos correspondientes a la Encuesta Permanente de Hogares. Sólo los lacónicos comunicados trimestrales con los escasos datos que incluyen (tasas de actividad, de ocupación, de desempleo, de subocupación, etc.) pretenden llenar el vacío. Pero no sabemos qué pasa con la composición del empleo asalariado sin planes de empleo en cuanto a trabajo protegido o no; no se puede saber la evolución sectorial y territorial de la ocupación, no se puede analizar la remuneración de los subconjuntos relevantes de ocupados. En fin, estamos a ciegas.
Y entonces se multiplican afirmaciones (oficiales y no oficiales) carentes de sustento. Esta carencia se origina en la falta de información debido a que hay manipulación o ausencia de publicación, por el lado oficial. A su turno, no hay analista privado mejor intencionado que pueda sustituir lo que es una obligación irrenunciable del Estado: la de proporcionar para sí mismo y para la sociedad toda información veraz, relevante y disponible con la oportunidad que corresponde. Porque para los ciudadanos esto es parte de sus derechos.
* Investigador principal del Conicet. Director del Ceped (FCE/UBA).
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