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Domingo, 17 de agosto de 2014

TECNOLOGíAS Y EXPLOTACIóN DE RECURSOS NATURALES

Ecos del general Ludd

Hay algunos hilos conductores entre los viejos luditas y los nuevos. Uno de ellos es poner en el centro del análisis al artefacto, a la máquina, sin asumir la complejidad de las relaciones entre la tecnología y el sistema económico y social real imperante.

 Por Vladimir L. Cares *

La primera mención al término ludita aparece a fines de 1811, cuando grupos de trabajadores que protestaban contra el uso cada vez más extendido de las máquinas se señalaron a sí mismos como seguidores de un imaginario Ned Ludd o General Ludd. Para ese momento, la consolidación de la Revolución Industrial creaba las mejores condiciones para el desarrollo del capitalismo y el despliegue de Gran Bretaña como primera potencia mundial. Uno de los fenómenos más notorios del proceso en curso era la automatización de las fábricas (principalmente textiles), que traía como una de sus consecuencias la pérdida de fuentes de trabajo. Donde a mediados del siglo XVIII se precisaban ocho trabajadores para hilar ocho bobinas de hilo, ahora, con la ayuda de la máquina hiladora spinning jenny, se precisaba solamente de un operario. Las condiciones de vida de una parte importante de los trabajadores británicos se fueron deteriorando rápidamente y, por consiguiente, no pasó mucho tiempo para que empezaran a desarrollarse acciones directas de protesta. Sin embargo, no fue el propio sistema económico el directamente cuestionado; el capitalismo no fue alcanzado por la crítica de las nacientes organizaciones de trabajadores. El enemigo para los luditas eran las máquinas. Durante el bienio 1811-1812 numerosas máquinas fueron destruidas por los ataques de los iracundos seguidores del mítico Ned Ludd y, en algunos casos, también fueron muertos los propios dueños de los establecimientos fabriles. Para restablecer el orden fueron movilizadas tropas por el gobierno británico, en un número que superaba a los efectivos desplegados años atrás contra Napoleón en España. Pronto, la disparidad de las fuerzas en conflicto llevó a la derrota de los insurgentes. En paralelo, fueron sancionadas por el Parlamento diversas leyes que penaban duramente las protestas. Así, las leyes “The Frame Breaking Act” y “The Malicious Damage Act” castigaban con la pena de muerte el sabotaje industrial. Para 1813 los primeros juicios dieron sus primeros y amargos frutos: diecisiete luditas fueron ejecutados y un número importante fue enviado a Australia a cumplir prisión por crímenes contra la propiedad.

Si bien Gran Bretaña tuvo episodios similares durante al menos un par de décadas más, esta primera oleada de trabajadores rompe-máquinas quedó en la leyenda, de hecho el apelativo ludita ha persistido en el tiempo como un término que identifica a la persona que ve en los artefactos y maquinarias una amenaza que debe ser erradicada. No obstante, sería más acertado designar a aquella persona como tecnofóbica (partidaria del odio u horror a la tecnología), pero el uso común y académico ha instalado el término ludita como su sinónimo.

Como sucede muchas veces, la realidad muestra dos caras, a manera del dios Jano. Así como encontramos personas o grupos reticentes y abiertamente hostiles al desarrollo tecnológico, también aparecen aquellos adoradores acríticos de la maquinaria, los tecnofílicos. Embriagados por el progreso sostenido de la industria a lo largo de todo el siglo XIX, imbuidos de un optimismo sin límites, los amantes incondicionales de la tecnología como el ingeniero inglés M. Anderson podían vociferar que “... se nos ha dicho en nuestra juventud que el trabajo fue el castigo por la falta cometida por nuestro primer Padre. Si esto es verdad, los ingenieros son los grandes sacerdotes que han construido las máquinas para borrar la mancha del castigo divino”.

Esta manera tan dispar de entender y relacionarse con la tecnología se ha mantenido hasta el presente. Por ejemplo, el conocido activista norteamericano Theodore John Kaczynski –(a) Unabomber–, convicto de por vida desde 1995 por asesinato en los Estados Unidos, se dedicaba a enviar cartas-bomba a universidades y aerolíneas. Su objetivo radicaba en que importantes medios de prensa pudieran difundir su manifiesto “La sociedad industrial y su futuro”, como un requisito para frenar los atentados. El texto de Kaczynski, en donde se pinta un cuadro apocalíptico y desolador de una sociedad hegemonizada por la tecnología, es una muestra extrema de hasta dónde puede llevar la aversión por la tecnología. Personajes como Unabomber son catalogados por la literatura especializada como neo-luditas.

Una versión tardía y particular de ludismo, atemperada por el tiempo y la lejanía, se vio por estas latitudes unos años atrás. En 2005 la empresa Petrobras consideraba incorporar equipos de perforación automatizados. La nueva tecnología permitía reducir los tiempos de perforación y la cantidad de operarios de la cuadrilla, con la consiguiente reducción de costos (hasta un 65 por ciento del valor de una perforación estándar). Los equipos, fabricados por la firma italiana Petroven y denominados genéricamente como taladros G-102, se convirtieron en el blanco de las iras del Sindicato de Petróleo y Gas Privado. Su titular, el actual senador neuquino Guillermo Pereyra, en declaraciones al diario Río Negro manifestaba que el G-102 “moderniza las tareas de explotación pero elimina puestos de trabajo” (Río Negro, 19 de abril de 2005). El sindicato, movilizado con la consigna “afuera los equipos G-102”, realizaron numerosas asambleas, además de disponer el cese de actividades en yacimientos como Puesto Hernández, Chihuido de la Sierra Negra, Lomitas, entre otros. Asimismo, Pereyra, para despejar toda duda respecto del objetivo planteado, señalaba que “...echaremos a los equipos fuera de los límites argentinos... No los queremos en nuestro país, que se vayan” (Río Negro, 26 de abril de 2005).

Por otra parte, también podrían caracterizarse como luditas las diversas acciones llevadas a cabo por diversos colectivos, asambleas ciudadanas y ONG que buscan prohibir la explotación de los hidrocarburos no convencionales, por medio de la técnica de la fractura hidráulica (fracking), o limitar el desarrollo de productos y alimentos manipulados genéticamente. Pero, más allá de las diferencias entre los métodos explícitos de protesta y de contextos históricos existentes, hay algunos hilos conductores entre los viejos luditas y los nuevos. Uno de ellos es poner en el centro del análisis al artefacto, a la máquina, sin asumir la complejidad de las relaciones entre la tecnología y el sistema económico y social real imperante.

En el caso protagonizado por el gremio petrolero se aprecia que en momentos del conflicto por la G-102 ya se percibían claramente los síntomas de agotamiento del modelo neoliberal de gestión de la industria hidrocarburífera, hegemónico desde mediados de la década del ’90. En particular, esto se evidenciaba en el rol asumido por la española Repsol YPF, tanto en su reticencia hacia las inversiones para la exploración de nuevos horizontes productivos como también por su manejo orientado principalmente a satisfacer de manera desmesurada la codicia de sus accionistas. Además, la llamada relación estratégica de Repsol con el estado neuquino (motorizada por el entonces gobernador Jorge Sobisch), a su vez, llegaba a su fin por aquellos años, pero nada de esto aparecía como digno de mención en el discurso gremial de entonces. El enemigo, como hace 200 años, era la máquina.

En el caso de las huestes anti-fracking se advierte ante todo una deficiente caracterización teórica de la situación. En su crítica exacerbada hacia lo que ellos denominan extractivismo –como forma de caracterización de las sociedades latinoamericanas– se aprecia una confusión entre diversas categorías de análisis. Como señala Alvaro García Linera, vicepresidente boliviano y, además, reconocido sociólogo, “los críticos del extractivismo confunden sistema técnico con modo de producción, y a partir de esta confusión asocian extractivismo con capitalismo, olvidando que existen sociedades no-extractivistas, las sociedades industriales ¡plenamente capitalistas!” (A. García Linera, Geopolítica de la Amazonía, 2012).

Lo que era perfectamente entendible en momentos de la consolidación del sistema capitalista industrial –la lucha heroica, a veces romántica, llevada a cabo por el General Ludd y sus adeptos– no lo es hoy. Ha pasado ya mucho tiempo para que se siga confundiendo gato por liebre

* Ingeniero en Petróleo, Universidad Nacional del Comahue.

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Imagen: Télam
 
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