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Domingo, 6 de julio de 2003

EL BAúL DE MANUEL

Baúl I y II

 Por Manuel Fernández López

 

Circulación
Las ideas económicas son fruto de la actividad intelectual. Pero su eficacia social, tanto para provocar la producción de otras ideas como para su empleo en el mejoramiento (o empeoramiento) de la sociedad, dependen de su circulación, esto es, de su transferencia a otros. Al menos así lo entendía Belgrano, que debía redactar anualmente un escrito acerca de los problemas económicos del virreinato: como no había máquinas de escribir ni fotocopiadoras, el modo de hacer conocer sus ideas a otros, era escribir una y otra vez el texto completo de dichos escritos, tarea que se confiaba a esclavos africanos, adiestrados como copistas. Ello acontecía a fines del siglo XVIII. Otro recurso, pero al alcance de muy pocos, era publicar en la imprenta, que entonces se limitaba a la de Niños Expósitos. De sus prensas salió, en 1796, el primer tratado de teoría económica producido en Buenos Aires, los Principios de la Ciencia Económico-Política, una traducción de Belgrano de dos textos fisiocráticos. El siglo XIX trajo consigo una novedad: los semanarios. El primero apareció en 1801, dirigido por Francisco Cabello y Mesa, y en él se publicaron algunos escritos y discursos de Belgrano y Cerviño. Aunque conocido comúnmente por una abreviatura de su nombre, su título completo era Telégrafo mercantil, rural, político-económico e historiógrafo, lo cual revela que la preocupación por lo económico ocupaba un lugar eminente. Duró apenas dos años y en 1802 fue sustituido por el Semanario de Agricultura, Industria y Comercio, título que, no casualmente, indicaba el orden en que se invertían los capitales en una nación, desde sus comienzos hasta la madurez. Su editor, Juan Hipólito Vieytes, era fanático de Adam Smith, y llegó a publicar en su Semanario algún artículo propio donde citaba ampliamente a Adam Smith, y aun insertó durante doce números consecutivos un epítome de la Riqueza de las Naciones, del gran pensador escocés. El Semanario cerró en 1807 y recién en 1810 fue reemplazado por el Correo de Comercio, cuya organización le había encomendado el virrey a Belgrano: dedicó su primer número a explicar qué es el comercio, copiando o glosando extensos párrafos de la obra de Adam Smith. Vieytes no parece haber sido ajeno a su redacción, sobre todo cuando Belgrano inicia su campaña militar, ya que el Correo dejó de aparecer cuando Vieytes es confinado en Luján.

Textos
Parece imposible transmitir una ciencia sin empleo de textos. Sin embargo, cuando Rivadavia en 1812 anunció la creación de un “establecimiento literario” (que para él era sinónimo de “universidad”), en el que se enseñaría Economía Política, entre otras disciplinas, no tenía previsto texto alguno. De haber prosperado aquella idea en su momento, tal vez la materia se hubiera enseñado por el Tratado de Economía Política de Juan Bautista Say, obra que tanto España como Francia se encargaban de imprimir traducida en castellano y en gran número para su lectura en Iberoamérica. Pero no ocurrió así. La Asamblea del Año XIII envió a Rivadavia y Belgrano en misión diplomática a Londres. Rivadavia no dejó de visitar a su queridísimo Jeremy Bentham, a través del cual conoció el pensamiento utilitarista, o radical-filosófico, o “clásico”, producido por los amigos de Bentham: David Ricardo, Thomas Malthus y James Mill. Luego pasó a París y allí sumó otro texto, el Tratado de la voluntad de Destutt de Tracy, que aunque por su título no parezca, era un tratado de economía. De regreso, en 1821 fundó la universidad porteña, en 1822 confió a Juan M. Fernández de Agüero enseñar la “ideología” de Destutt, y en 1823 puso a Pedro José Agrelo a enseñar ciencia económica según los Elementos de Mill. No contento con eso, dispuso imperativamente que cada profesor habría de redactar el texto de su cátedra, y en el caso de Economía Política, incluyendo la historia de la ciencia y sus aplicaciones a la hacienda pública y la estadística. Como suele ocurrir tantas veces, estaba la ley pero todos miraban para otro lado, y el texto no se escribió. Agrelo duró poco y tras dos años fue sustituido por D. Vélez Sarsfield, quien se negó a usar a Mill y en su lugar empleó el de J. B. Say “porque lo entendía mejor”. Cerrada la cátedra por Rosas, se reabrió en 1855, a cargo de un juez italiano de Cúneo, Estados Sardos, quien también se negó a usar a Mill y pretendió sin éxito imponer el texto de su maestro en Italia, Antonio Scialoja. Cerrado ese camino, redactó un texto propio, basado en clásicos como Verri. En la segunda mitad del siglo 19 todos los profesores de economía de la UBA –Avellaneda, Zavaleta, V. F. López, Lamarca, Lagos García, Terry– escribieron algo o dejaron que sus alumnos les tomasen y publicaran apuntes de clase. El primer tratado formal apareció en 1898, escrito por Félix Martín y Herrera.

 

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