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Domingo, 10 de julio de 2016

ENFOQUE

Recalculando la gran recuperación

 Por Claudio Scaletta

El primer semestre ya paso, el segundo no llegó y los analistas económicos del establishment corrieron sus fracasados análisis de fines de 2015 exactamente un año hacia adelante. Al parecer, luego de las “correcciones inevitables” realizadas en el primer semestre, inevitabilidad que indujo una verdadera crisis económica en tiempo record y provocó fuertes transferencias de recursos entre clases sociales, el nuevo consenso sostiene ahora que la gran recuperación ocurrirá otra vez en el segundo semestre, pero de 2017.

Estos analistas son casi los mismos que en los dos últimos meses de 2015 dijeron, junto con el nuevo gobierno, que los precios de todas las cosas ya estaban alineados con un dólar a 15 pesos. También casi los mismos que a comienzos de 2016 explicaron que el shock tarifario no sería inflacionario, llegando incluso al ridículo de publicar que la “corrección” de las tarifas sería incluso deflacionaria. Todos fueron apóstoles del “shock de confianza” según el cual la mera aplicación acrítica de los postulados del mainstream ortodoxo provocaría que el mundo de los negocios, local y global, descargue la ya legendaria lluvia de dólares, todo previo pago cash a los fondos buitre, otra inevitabilidad. También insistieron a coro en que la salida de las restricciones cambiarias, con una devaluación del 40 por ciento y una estabilidad de la divisa basada en tasas astronómicas y endeudamiento acelerado, fue “exitosa”. Entre lo menos grueso afirmaron que intentar una política monetaria contractiva bajaría la inflación. Prometieron reducir el déficit, pero solo contrajeron ineficientemente al mínimo la ejecución presupuestaria y aceleraron la recesión, con lo que el déficit no sólo no se redujo, sino que aumentó. Y el peor vaticinio de todos, la promesa más incumplida de la historia económica local, la devaluación no tuvo impacto en las exportaciones, sólo efecto riqueza para los exportadores y pobreza para los asalariados.

El contraste entre los augurios de comienzos de año y la realidad efectiva es simplemente catastrófico. En cualquier otra ciencia significaría el completo desprestigio de los pronosticadores, pero en el mundo de las consultoras económicas fue un verdadero éxito. Ayudaron a mantener bien arriba las expectativas por un futuro venturoso entre la población no politizada, mientras se producían fantásticas transferencias de riqueza hacia los sectores más concentrados de la economía. Porque de eso se trata, de legitimar un régimen. Para eso cobran. La técnica que tanto enarbolan, un pequeño puñado de silogismos contables disfrazados con algo de matemática, es apenas un detalle de adorno. Su producto es una de las patas del mix entre la creación de expectativas falsas y “son todos chorros” que por ahora continúa funcionando como eje articulador del discurso público oficial.

La pregunta, mirando hacia el futuro, es cuáles son los nuevos argumentos del consenso. Lo primero que aparece es un baño de realismo. Ya no están presentes sólo las fantasías mainstream sobre la cantidad de dinero, el déficit fiscal o el regreso al mundo, sino que comenzaron a tallar los factores que realmente guían el comportamiento de la economía. Si antes bastaba con la mejora en las condiciones de rentabilidad de las empresas para que la economía pegue el salto –ofertismo a full– ahora se mira con cariño a los componentes de la demanda. Se destaca sin fisuras que la irrupción de los “salarios nuevos” post paritarias ayudarán a recuperar el consumo. Aunque esa recuperación siga por debajo de la inflación siempre será mejor que el derrape del primer semestre, con caída pico desde mayo. Un concepto nuevo surgió de hacer necesidad virtud. Parece que para que lleguen las inversiones no bastaría con una macroeconomía neoliberal, sino que se necesita la certeza de que las nuevas condiciones se mantendrán en el tiempo. La caída en la imagen presidencial a medida que la población advierte que el cambio tiene poco que ver con las promesas de campaña, sumado a la furia que provoca entre los sectores medios meritócratas la llegada de las nuevas y desorbitantes facturas de servicios públicos más una inflación que no cede, encendieron la luz de alarma en el ala política de la coalición gobernante. La voz de mando es clara: “hay que ganar las elecciones de 2017 como sea”, lo que significa nada más y nada menos que pausar el ajuste.

La gran promesa, además de recuperar la caída del consumo, sería el postergado reinicio de la obra pública, promesa siempre acechada por la fábula del pastorcito mentiroso. La idea sigue siendo financiar obras en todo el territorio con pesos a cambio de dólares vía endeudamiento, dólares que de paso servirán para otro objetivo superior, la contención de la inflación. Con el déficit desbordado, volvió a mirarse con cariño la famosa ancla cambiaria: seguir aprovechando la posibilidad de tomar deuda tanto para satisfacer la demanda de divisas para todos los fines, por ejemplo la remisión de utilidades y la fuga, como para mantener un dólar relativamente planchado que modere los precios y mejore ingresos reales.

El factor del que ya nadie espera que tire del carro son las exportaciones, mientras que la inversión privada se remitió a una utopía post 2017, cuando haya certezas de continuidad. El Brexit sirve de nueva excusa, pero como recordó la consultora Contexto en su último informe, la globalización se encuentra otra vez en retracción. Luego de crecer el 1 por ciento en 2015, en el primer semestre de 2016 el volumen del comercio mundial se contrajo el 1,7 por ciento. No parecen tiempos para desdeñar el mercado interno, o para afirmaciones zonzas al estilo “nuestro modelo es India”.

El gran problema para la Alianza PRO es que comprendió la necesidad de buscar la sustentabilidad política de su modelo económico, pero no parece ocurrir lo mismo con la sustentabilidad económica de largo plazo. Podría suceder, aunque la predicción demanda más información, que el aumento del consumo y de la inversión pública frenen la caída del Producto hacia mediados de 2017 y, dada la debacle de los números en 2016, que pueda exhibirse incluso una leve recuperación en términos interanuales. Sin embargo, el modelo no es consistente en el largo plazo. Por dos razones centrales. Las deudas en divisas hay que pagarlas. Sólo el nuevo endeudamiento tomado hasta mediados de 2016, un proceso que apenas se inicia, supone pagos adicionales de intereses de entre 2500 y 3000 millones de dólares en 2017. Luego, la asunción por parte de la Anses de nuevas obligaciones equivalentes a más de 8000 millones de dólares anuales, auguran la profundización del déficit público. No se ven en el horizonte cuales podrían ser las fuentes de recursos y de divisas para hacer frente a los nuevos compromisos, salvo seguir comprometiendo flujos pasados y futuros de activos públicos, es decir; más privatizaciones y endeudamiento.

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