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Miércoles, 3 de noviembre de 2010

TEATRO › NORBERTO GONZALO HABLA DE SU PUESTA DE DESFILE DE EXTRAñAS FIGURAS

“El tango se transforma en memoria”

El actor se hizo conocido a través de la televisión, pero tiene su refugio en La Máscara, la sala de San Telmo convertida en uno de los templos del teatro independiente porteño y donde presenta una obra que involucra como figura central a Carlos Gardel.

 Por María Daniela Yaccar

El rostro de Norberto Gonzalo es bien conocido. Para los actores, la televisión funciona como una gran caja de resonancia capaz de multiplicar el reconocimiento del público. A Gonzalo se lo recuerda por sus participaciones en alguno de esos unitarios valorados por su calidad, como Vulnerables o Culpables. Quizá también por cantidades de aparición, puesto que su currículum incluye a Poliladron, Resistiré y Los simuladores, entre otros éxitos televisivos. Sin embargo, ese camino visible y masivo es paralelo a otro en el que es posible manifestar las propias ideas, ya no sólo como actor sino también como director: el teatro independiente. “Mi refugio”, lo define él en la charla con Página/12. Da a entender que es su bandera, la que iza toda vez que se abren las puertas de la sala que inauguró “a pulmón” en plena crisis, La Máscara, y donde presenta Desfile de extrañas figuras, de Carlos Pais (viernes a las 21).

Su espacio –y el de todos los que lo acompañan, pues entiende el teatro como “hecho colectivo”–, que funciona en un edificio del Suteba (el sindicato de docentes), acaba de cumplir una década, y se lo ve contento con los resultados. “Ya está instalado en San Telmo”, festeja. No es casual que La Máscara, ubicado en Piedras 736, lleve ese nombre: es un homenaje al movimiento del teatro independiente nacional. Sí que sabe de eso este hombre de rostro conocido, eterno militante, al frente de la Asociación Argentina de Actores (AAA) durante años. “Tenía 20, 25 cuando empecé en Teatro Abierto”, recuerda. Corría la época nefasta. “Me tocó compartir sustos, miedos, amenazas, desaparición, exilios de compañeros.” Y sin embargo, de la oscuridad, Gonzalo rememora un haz de luz: “Miraba de cerca a los grandotes: Federico Luppi, Juan Carlos Gené, Héctor Alterio, Tito Cossa. Son nuestros iconos. Estar con ellos en una asamblea, participar al mismo nivel, era tocar el cielo con las manos”.

Gonzalo es un también un hombre con memoria. “En mis épocas de alumno de primaria y de secundaria era el mejor en Historia”, relata. Y se corrige: “¡Ah, no! También era bueno en literatura”. Como director, demuestra que ese interés se ha mantenido en el tiempo. Desfile de extrañas figuras es un texto que el fallecido Carlos Pais escribió a principios de los ’90. En esta obra, olvido y memoria son fuerzas que pugnan en una vieja cancionista de tango, Violeta Echagüe (Marcela Fernández Señor). Aparentemente, la mujer tuvo un amor apasionado con Carlos Gardel (Angel Rico), quien reiteradamente entra en escena. En contraposición con ese orden fantástico, Violeta está acompañada por Beba (Liliana Lavalle), la mujer que limpia en su casa y que la hace bajar a la realidad. En un momento, pasado y presente se fusionan y estallan: sucede cuando entra en escena un falso periodista que viene a recordarle a Violeta la historia de una hija que desapareció en la última dictadura militar.

“Conocí personalmente a Pais. De su abundante material, siempre le tuve ganas a esta pieza. No se daba, pero habíamos hablado de hacer esta obra. Se dio ahora, a un año de su muerte”, explica Gonzalo. De manera que Desfile... se plantea como un homenaje al autor. Y claro, también a Gardel, a 75 años de su fallecimiento. “Quería una obra que tuviera que ver con la memoria, los símbolos y las fantasías. Y sobre todo en la que las fantasías se corporizaran, es decir, se relacionaran personajes de fantasía con otros reales”, detalla.

–En la escenificación de la vida interior de los personajes es muy importante la puesta. ¿Por eso se hizo cargo de la iluminación?

–Compartimos ese trabajo con Alejandra Dziewguc, responsable técnica de La Máscara: yo dejé planteado lo que quería y con ella fuimos a lo argumental. Lo técnico es un resultado de eso. Trabajamos mucho con claroscuros, mezclas, color. En la obra, Gardel tiene una zona de color muy típica, que toma vida cada vez que él la toma. Los rubros técnicos, como la luz, el sonido y la escenografía, siempre deben tener un correlato absoluto con lo que sucede en la obra. Si no, desafinamos. Acá había que respetar que aparecen dos planos: fantasía y realidad. Todo lo técnico está al servicio de eso. Hay un lenguaje que transita la fantasía para que el espectador se pregunte si eso sucedió o no.

–La obra no sólo mezcla dos planos, realidad y fantasía, sino que también reúne dos historias: por un lado, la relación de Violeta y Gardel, y por el otro, las secuelas de la dictadura. ¿Qué fue lo que más le interesó?

–La memoria. Y cómo está en el transcurrir de la obra: el “qué nos pasó” está casi subyacente. El público se divierte hasta la mitad sin imaginar que lo que viene es una búsqueda muy profunda, un buceo hacia algo doloroso de una etapa reciente. Está disimulado, en la alfombra, hasta que la alfombra se corre y aparece. Y me atrajo que el tango aparece de manera muy potente en escena: se viste de memoria.

–¿En ese punto se cruzan las dos líneas argumentales?

–Casi todo lo que comparte Violeta con Gardel son recuerdos, pero de los lindos. Ella tiene otra parte que está subsumida, porque duele. Hacia el final, entona “mi corazón una mentira pide”. Cuando el corazón necesita una mentira es porque la verdad duele. Por eso alternan el icono de Gardel, que termina siendo un aliado de Violeta para recuperar la memoria, y Beba, con la que ha pactado un “de eso no se habla”.

–¿La historia de Violeta se equipara a la de la sociedad argentina? ¿Al argentino le cuesta la memoria, por dolorosa?

–Hay un sector que asumió el dolor de la memoria y lo ejerce todos los días. En madres, abuelas y padres es el germen que hace resurgir y pelear. Hay otro sector en que el dolor ha hecho efecto en un “no te metás”, en olvidar. No hablo de sectores mal interesados, de la derecha que defiende la no memoria. Hablo de un sector pequeño que piensa que metiendo el dolor bajo la alfombra duele menos. Cuando el dolor se transforma en acción, convicción y derecho aparece una cosa potente: la decisión de ir en contra de lo que lo produjo. Eso es la memoria. Hemos avanzado miles de kilómetros. Este gobierno ha avanzado en derechos humanos y convicciones ideológicas. Podés estar en desacuerdo con la política económica o aspectos del hecho político. Pero que hoy existan Teatro x la Identidad o el ECuNHi no es porque sí. Y la cultura debe plantear claros estos mensajes para que el sector que quiere olvidar sea cada vez menor.

–¿Desde la dirección se siente mayor responsabilidad en la creación de sentidos?

–Sí. Y a veces cuesta pelear con el ego y la responsabilidad, porque uno se hace más cargo de lo que debiera. Sin embargo, tengo claro que no soy nada sin los actores. El director es un provocador: tiene que lograr que el actor reaccione, contraponga e incluso se enfrente con la propuesta original. Lo comparo con el fútbol: el buen técnico es el que aprovecha a cada jugador donde mejor se desempeña. Ellos son los que van a sacar esto adelante. La mirada del director está antes, también durante, pero la verdad de la milanesa arriba del escenario es de ellos. Me gusta dirigir desde el actor y no ubicarme desde una superestructura. No he dejado de ser actor. Por eso, como director busco sentir o hacer sentir que me expreso a través de otro. Y me gusta el teatro que entiende al público y no tiene que explicarle nada. Que también lo expresa a él.

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“Me gusta el teatro que entiende al público y no tiene que explicarle nada”, dice Gonzalo.
Imagen: Guadalupe Lombardo
 
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