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Viernes, 15 de julio de 2011

TEATRO › LA OBRA TEATRAL EL CIRCULO, ANALIZADA POR SUS INTERPRETES

“Lo que está bien contado suele volverse universal”

El grupo que dirige Agustín Alezzo está compuesto por los actores Lizardo Laphitz, Néstor Ducó, Cecilia Chiarandini, Cristina Dramisino, Francisco Prim, Carolina Alliani y Bernardo Forteza, que dan cuenta del desafío que implicó hacer la pieza de Donald Margulies.

 Por Facundo García

Los actores de El círculo, que se puede ver los viernes y sábados en El Duende.
Imagen: Dafne Gentinetta.

Sin actores no hay teatro. Y si entre los actores existe una amistad de años, es más probable que las musas se acerquen a curiosear. En esas condiciones se gestó El círculo, de Donald Margulies, con dirección de Agustín Alezzo y Nicolás Dominici. Minutos antes de la función –entre cambios de vestuario, chistes internos y chocolates– el elenco se anima a mostrar los engranajes secretos de una obra que está llenando sala y que vale la pena analizar de cerca.

El círculo tiene una astuta sencillez. Gira alrededor de Eric Weiss (Lizardo Laphitz), un escritor que acaba de entrar a las listas de best sellers con una novela que describe los climas que enmarcaron su niñez en un barrio de judíos pobres. El padre (Néstor Ducó) está postrado en un hospital, al borde de la muerte. Tras el primer diálogo de ambos, el protagonista se lanza a “circular” a través de discusiones con su esposa (Cecilia Chiarandini), negociaciones con una productora de Hollywood (Cristina Dramisino), una charla con un galán de cine (Francisco Prim), el vacío de una fan calentona (Carolina Alliani) y la admiración de un amigo de la infancia (Bernardo Forteza). En cada una de esas estaciones, su personalidad se desbarranca más y más hacia una zona de angustias muy humanas, para proponer una reflexión sobre los orígenes y el precio del éxito.

A primera vista, el argumento “hombre de mediana edad que vuelve al barrio” amenaza con rozar las fronteras del lugar común, acosado por un ejército de tangos y por el canto de sirena que todavía emana de films como Cinema Paradiso (Tornatore, 1989). Pero Alezzo y los suyos mapearon cada segmento con miras a una orientación propia. “Y tuve tiempo, ¡es que a éstos no me los puedo sacar de encima!”, pincha el maestro cuando se refiere al grupo, que está compuesto por ex alumnos de su escuela. Si bien la broma es amistosa, se asienta en un dato real. En algunos casos –como en el de Forteza y Laphitz– la relación artística lleva más de tres décadas. De hecho debutaron juntos, en 1976. Elogios y complicidades dejan asomar la sospecha de que se está ante uno de esos equipos donde los jugadores conocen, además de las virtudes propias, las habilidades del que está corriendo al lado.

–La obra pertenece a un autor que ganó el Pulitzer, pero no es sencillo conseguirla en castellano. ¿Cómo surgió la idea de hacer la traducción y arrancar el proyecto? ¿Los convocó Alezzo?

Laphitz: –¡Ya estamos “auto convocados” hace años! (risas). No, pasa que una de nuestras compañeras del elenco, Cecilia Chiarandini, es traductora. Ella nos provee de obras interesantes...

Chiarandini: –En 2009 habíamos hecho Cena entre amigos, del mismo autor. Entonces se me ocurrió darle este nuevo texto traducido por mí a Lizardo y Agustín –que en aquella ocasión habían codirigido– para ver qué opinaban. Y se entusiasmaron.

A la semana, la troupe a pleno se entretenía pensando a quién le convenía cada personaje. Así nació otra de las puestas de El Duende, una sala capaz de coquetear con autores nacionales sin cerrar las puertas a los creadores de afuera. Por cuarta vez en su larga carrera artística, Alezzo aceptó codirigir: el elegido fue el joven Nicolás Dominici, que ya había participado como actor en El rufián de la escalera, de Joe Orton (2009).

–¿Intimida dirigir con un consagrado?

Dominici: –Fue un desafío. No sólo porque era mi primer laburo en codirección, sino porque tenía enfrente a actores que habían sido mis maestros. Sin embargo con Agustín todo fluyó. Dejó a mi cargo la mitad de la obra y al final fuimos dando retoques.

Prim: –Ayudó que Nicolás fuera un actor que respetamos mucho. El no tiene inconveniente en dedicarle a una situación la concentración y los ensayos que sean necesarios. Eso es lo que todavía te ofrece el teatro. Poder abordar una escena con colegas y laburarla al detalle, con pasión. Lo mejor es que los toques que ponía un director eran respetados por el otro. Entre los dos consiguieron una unidad.

Dramisino: –Eso es típico de Alezzo. A veces no notás dónde puso ese toque, porque es muy sutil en sus aportes. Igual intuís que en algún lado hizo de las suyas. Mirá, yo hace años que pertenezco a este colectivo, y sé que él nunca hace “locuras” porque sí. Va sobre lo sustancial, con una estética justificada. Aquí no se hacen explotar petardos para traer gente: la meta es que se vea un destilado de la vida.

Alezzo recoge el guante. “El mejor elogio que yo recibí lo hizo el director francés Oscar Fessler –rememora–. Vino a ver Clamor de ángeles y al final se acercó para decirme: ‘Lo que me fascinó es que tu mano no se percibe’.” Con ese objetivo, y sin miedo a las amalgamas generacionales, la dupla de directores consiguió dar consistencia a un texto al que se le hicieron modificaciones estructurales. Y lo que podría haber derivado en altibajos dramáticos se desplegó con solvencia. “Tal vez colaboró el hecho de que yo jamás me preocupo por lo que pueda pensar el público. Siempre sigo mi gusto”, especula el artista.

Aparte del nuevo título –la obra original se llama Brooklyn Boy– se decidió reubicar un tramo del final y encajarlo en el principio. Por lo tanto la muerte pasó al frente, impregnando al relato con esa pátina de nostalgia que invade lo cotidiano cuando un ser querido fallece o está por. Apuesta osada: sobre todo ante un autor estadounidense que, como tantos de su generación, enhebra a sus criaturas con gran conciencia de los efectos que busca y con toda una escuela de guionistas susurrándole al oído. De todas maneras el grupo coincide en que estaría bueno que Margulies viera lo que consiguieron rompiendo la linealidad. Están seguros de que la historia salió ganando.

En otros aspectos hubo menos vocación de riesgo. El lugar de la acción sigue siendo Estados Unidos y sus barriadas con judíos de clase obrera. El elenco y los directores consideraron que era complicado trasladar la cantidad de referencias culturales, sociales y económicas que se mencionan. “No sólo complicado: era innecesario. Lo que está bien contado suele volverse universal”, intercede Chiarandini, la actriz/traductora. “En el fondo –completa Dramisino– estamos ilustrando el regreso a lo que cada uno considera su barrio, que a lo mejor está únicamente en los sentimientos. El personaje nombra una panchería, suponete, y en mí resuena como el almacén de Doña Laura, que fue un ‘clásico’ de mi infancia.”

–¿Qué otras cosas comparten ustedes con este protagonista que se fue del barrio?

Laphitz: –Yo crecí en Corrientes y creo que en un punto también soy un Brooklyn Boy, como el protagonista que interpreto. No escribo, pero pude encontrar puntos en común en esa ansia por ir y ver qué se te perdió en el camino hacia la Capital. A la vez, me sintonicé con Weiss en la necesidad de distanciarse de su lugar para crecer, aunque con una sensación ambigua...

Forteza: –En El círculo yo encarno lo opuesto. Soy el amigo que se quedó. El típico amigo que te cruzás de casualidad y que vive en la misma casa, con la misma novia, con los mismos parientes y el mismo negocio. No obstante, creo que la obra deja en claro que no hay quien esté ciento por ciento fuera de eso. Te podés ir de los espacios que ocupaste, pero una parte tuya siempre se queda.

Dominici: –El texto no habla solamente de reencontrarse con lo que uno es. Porque después de ese reencuentro viene el tema de ajustarse a la verdad. Sé quién soy, ¿lo admito o lo escondo? El tipo ha escrito esta novela y todos sus conocidos de antes se identifican con lo que puso, pero él no quiere saber absolutamente nada con esas lecturas. Lo que asume o niega este escritor se superpone con la base indispensable para ser actor: hay que saber quién se es y cuáles son las propias limitaciones.

Partir o no partir. En la grieta de esa duda, El círculo mete sus preguntas a modo de cuña. Uno de los interrogantes tiene que ver con los ambientes “creativos”. Si –como Eric Weiss– se tienen orígenes obreros, hay un grado de displicencia o negación que se debe acreditar para conseguir chapa de “artista”. Un peaje emocional disfrazado de cinismo, talento impostado o excentricidad ¿Y qué se pierde? Weiss descubrirá que ha ido dejando que el vínculo con sus afectos y su pasado se reduzca a jirones. La evidencia se torna dolorosa, aunque –y esto es mérito de los directores y los intérpretes– el conflicto no dispersa cierto halo de ternura. Como cuando el padre recibe de su hijo el libro que éste acaba de publicar. “¿Me vas a decir que vos hiciste ese libro? –le pregunta el papá zapatero a su hijo literato, y remata con una pincelada brechtiana–: “Qué, ¿acaso vos lo encuadernaste? ¿Eh?”.

* El círculo se presenta los viernes a las 21.30 y los sábados a las 21 en El Duende (Aráoz 1469).

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