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Lunes, 11 de marzo de 2013

TEATRO › GABRIEL CHAME BUENDíA ESTá PRESENTANDO DOS ESPECTáCULOS EN LA CARTELERA PORTEñA

La historia de un clown con su valija

El artista que inauguró la era de los payasos argentinos en el Cirque du Soleil vive entre París, Madrid y Buenos Aires. Y a los 53 sigue innovando: Othelo es una versión libre del clásico shakesperiano y Llegué para irme es un unipersonal que reflexiona sobre el estrés.

 Por María Daniela Yaccar

Gabriel Chame Buendía es el Sri Sri Ravi Shankar de los aprendices de clown. Cuando viene a Buenos Aires –su vida se distribuye entre París, Madrid y esta ciudad–, sus espectáculos se colman de amantes de la nariz roja. Y muchos quieren asistir a sus talleres, que son como maestrías para especialistas en los que caben sólo dieciocho discípulos elegidos por él. Sin lugar a dudas, Chame es un referente de la movida clownesca. Las razones: en los ochenta fue uno de los fundadores del Clú del Claun. Luego inauguró la era de los payasos argentinos dentro del Cirque du Soleil. Y a los 53 sigue innovando con propuestas delirantes. En Othelo (jueves a las 21 en La Carpintería, Jean Jaurés 851), como director, indaga en el choque entre lo cómico y lo trágico a partir del clásico shakesperiano. Y en Llegué para irme (sábados a las 21 en Timbre 4, México 3554), su unipersonal, exorciza uno de los grandes traumas de la humanidad posmoderna: el estrés.

¿En ese unipersonal –que ya mostró en esta ciudad en 2010– estará hablando de él? Porque la verdad es que este payaso de rizos dorados siempre llega para irse. “Tengo cuatro casas, mujer ninguna, bastantes amigas. Y dos amantes: Sevilla y Berlín”, relata. Literalmente, la suya es la historia de un clown con su valija: lleva veintidós años viajando adonde lo lleve su trabajo, desde las épocas del Clú. “He amado y odiado mi modo de vida –admite–, pero lo que destaco es que es muy enriquecedor. Lo positivo es conocer diferentes culturas. Me gusta tener el horizonte abierto, ver que las cosas son relativas.”

“En mayo voy a un encuentro de clowns al sur de Francia. Nos encontramos los más conocidos de mi estirpe, es decir, los que no somos ultracomerciales pero tenemos un renombre. ¡Me encanta que me inviten los clowns franceses!”, se entusiasma Chame, quien, con tantos años de oficio aquí y allá, puede sacar conclusiones jugosas sobre las maneras del payaso en las diferentes culturas. “En Francia la gente está acostumbrada a vivir de lo que hace. Entonces los clowns son más técnicos, fríos y perfeccionistas. Tienen más conciencia de lo que debería ser un gran efecto teatral. Pero les falta la sangre, la espontaneidad, el riesgo y la locura argentinos. Nuestra cultura es muy humorística e irónica”, compara. Ya está moldeando nuevos proyectos, junto a Osqui Guzmán, Guillermo Angelelli y Julieta Díaz. En 2014 estrenará un unipersonal en el Cervantes, The last call.

Esta vez en Buenos Aires, Chame está mostrando sus tres facetas: la de actor, la de director y dramaturgo. Aunque Llegué para irme no es una novedad, reapareció en Timbre 4 con los cambios que el paso del tiempo imprime en los espectáculos más flexibles (cuando la subjetividad de un clown cambia, entonces cambia también lo que hace). Y Othelo es un verdadero desquicio. Chame pasó cuatro meses traduciendo él mismo la historia del moro de Venecia y buscándole la forma para contar lo que quería contar. Generó una poderosa combinación entre el gag –del cual tiene una visión casi matemática– y la tragedia, sin modificar en absoluto la trama del texto de Shakespeare. La poesía del dramaturgo inglés convive con expresiones bien argentinas del tipo “las pelotas” y con las virtudes del lenguaje clownesco que tan bien manejan cuatro jóvenes actores: Matías Bassi, Julieta Carrera, Hernán Franco y Martín López. También, con los recursos visuales más alocados para construir paisajes como las playas de Chipre.

–Con el Clú del Claun también estaban obsesionados con los clásicos. ¿Por qué la burla al lugar que el clásico ocupa en el mundo del teatro?

–Hay una especie de burla, pero no creo que ésa sea la mejor palabra. La cambiaría por desafío. Es mentira que el teatro clásico es solemne: la gente de la literatura lo convirtió en eso. No son plomazos los clásicos, sino los que traducen, que ponen palabras insoportables e imposibles de ser dichas por actores. Los artistas clásicos, como Shakespeare o Lope de Vega, eran tipos que estaban de la cabeza como nosotros. No decían: “Oh, hago un clásico”. Eran unas bestias a las que les encantaba el arte y escribían como locos. Tenían muchos problemas de integración al sistema. Y tuvieron que pelear mucho para resistir con el tiempo. Después de su muerte el mundo dijo que eran geniales. Amo a Molière, a Shakespeare, a Chéjov. Me siento muy cercano a ellos.

–A diferencia de muchas de las puestas que retoman clásicos en Buenos Aires, usted mantuvo tal cual la trama. ¿Por qué?

–No quería aporteñar la obra. A nivel temático lo que más me tira de Othelo es la violencia doméstica, la muerte de Desdémona. Aunque tenía una conciencia sobre eso, no quería que el espectáculo lo remarcara. Me parecía demasiado ideológico. Los clásicos nos enseñan de estructura. Lo que falla en la Argentina y sobre todo en el ámbito clownesco es eso: logran hacer numeritos, pero no una cosa de hora y media. En los ochenta y en los noventa hacía que el clown destruyera el espectáculo, que agarrara el Rey Lear e hiciera lo que quisiera. Cuando en Europa empecé a ver que grandes maestros como Peter Brook, Ariane Mnouchkine, Robert Lepage, Complicite y Bob Wilson hacían el clásico a su manera pero manteniendo la historia, me pareció interesante. Es más aburrido porque tenés que seguir la linealidad, pero es atractiva la conexión entre el teatro del pasado y el contemporáneo. Nos sentimos en conexión con los viejos. Con Othelo estoy diciendo eso, más allá de que decimos cualquier cosa... Bueno, a los actores les voy a decir que paren de contar cualquier cosa (risas). En el estreno hicieron el comentario del comentario del comentario... Yo pensaba: “Están locos”. La profesión de director es de una frustración absoluta.

–Al tener un buen margen de improvisación debe ser difícil para el clown no caer en la tentación de querer hacer reír, ¿no?

–El clown tiene una escucha alucinante con el público. Va surfeando. Pero es negativo estar tan pendiente de él. Hay que dejar respirar al espectador y no alucinar con que si no lo hacés reír se va a desconcentrar. Como director me siento un artesano, no un cirujano. Voy observando cómo vive el espectáculo, detecto lo que no está bien, y saco y pongo. Es una poda, no una operación quirúrgica, que puede ser muy peligrosa. Lo que vengo descubriendo es que la convivencia entre lo cómico y lo trágico no queda burda, sino que funciona muy bien.

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“Es mentira que el teatro clásico es solemne: la gente de la literatura lo convirtió en eso.”
Imagen: Guadalupe Lombardo
 
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