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Sábado, 16 de septiembre de 2006

TEATRO › MARTA BIANCHI, NOEMI FRENKEL Y “UN MISMO ARBOL VERDE”

“El arte ofrece un lugar”

Las actrices protagonizan desde hoy en el Payró una obra en la que una madre y su hija, descendientes de armenios, tratan de llevar adelante su relación acosadas por el genocidio turco y las desapariciones argentinas.

 Por Hilda Cabrera

El derecho a conocer la verdad sobre un genocidio mantiene despierta a Silvia, la hija abogada, argentina descendiente de armenios. Su madre, Dora, también insomne, no olvidó ese genocidio y menos todavía uno cercano sobre el que guarda silencio: el de la última dictadura militar argentina que se llevó a su otra hija, Anush. La acción de Un mismo árbol verde, obra de la premiada Claudia Piñeiro que se estrena hoy en el Teatro Payró, retrata la conflictiva relación de madre e hija a partir del secuestro y desaparición de Anush. Protagonizada por Marta Bianchi y Noemí Frenkel y dirigida por Manuel Iedvabni, la obra metaforiza datos reales. Se basa en la demanda que ante la Justicia argentina promovió Gregorio Hairabedian, argentino, descendiente de armenios asesinados por el Estado turco durante la feroz represión desatada entre 1915 y 1923. Gregorio, hijo de Hovannes y de Luisa Barsumian, obtuvo una resolución favorable, en la que se aplicó el principio de jurisdicción universal “para la investigación de un delito de lesa humanidad cometido fuera del territorio argentino”. La obra guarda así relación con hechos violatorios que aún se encubren. “Mi personaje es el de una madre fijada en esa hija que le arrancó la dictadura. Dora está como ausente, muerta. No es una Madre de Plaza de Mayo que salió a pelearla”, apunta Bianchi. En el papel de Silvia, Frenkel destaca otra dolorosa realidad: lo difícil que resulta compartir el duelo.

–¿Qué significa aquí compartir dolor y ausencia?

Noemí Frenkel: –Compartir es siempre un desafío personal y social. Aquí es hacerse cargo de un hecho doloroso y al mismo tiempo encontrar maneras para seguir adelante junto a los otros. Algunos controlan el dolor negándolo. Dora se aparta. No admite que el otro pueda ser un estímulo para vivir a pesar de esa ausencia.

Marta Bianchi: –Es como poner afuera el dolor para elaborarlo y hallar respuestas.

–¿Se niega el dolor por autocompasión, afirmándose en la idea de que ningún otro sufre tanto?

N. F.: –No sé si es autocompasión. Dora niega. Cree que, callando, sufrirá menos. La suya es una actitud tortuosa.

M. B.: –En esta obra se reflexiona sobre la violencia que el humano ejerce sobre su especie por diferencias raciales, culturales o por cualquier otro motivo. Esto es consecuencia del autoritarismo y de la intolerancia que tienen su base en la rapiña. El robo es una constante en la historia universal y siempre en perjuicio de los más pobres, de los débiles y distintos. En el genocidio armenio de comienzos del siglo XX se aniquiló a un millón y medio de personas; después se exterminó a judíos y las matanzas siguen hasta hoy por distintas cuestiones. La violencia se contagia. Por eso es tan importante no olvidar. La comunidad judía ha sabido manejar muy bien esto de la memoria activa.

–¿Alcanza con la memoria o se necesita además poder?

N. F.: –Silvia se afirma a pesar de los obstáculos, porque está reivindicando algo superior, como el derecho a la verdad y a descubrirla como sea. Las Madres no tenían poder cuando enfrentaron la dictadura.

M. B.: –Las Madres demostraron que también se puede persistiendo. Porque lo que el mundo sabe sobre las víctimas de la última dictadura militar se lo debemos fundamentalmente a ellas. El poder es el amor a los hijos, que es el amor a la vida, y el deseo y la búsqueda de justicia.

N. F.: –Mi personaje también lo hace por amor a los suyos. No busca vengarse, pero tampoco quiere ser cómplice. Por eso, presenta la demanda por sus antepasados armenios. Olvidarlos sería darles doble muerte.

–¿Cuál es en este punto el poder del arte?

M. B.: –No se puede revivir al muerto, pero sí darle un lugar. El arte nos ofrece un lugar: les pone una cara al sufrimiento y a la tristeza. Nos compromete de otra manera. Nos acompaña. Es tremendamente doloroso llorar en soledad.

N. F.: –A través del arte, la gente no sólo toma conocimiento de lo que se le quiere transmitir; también lo vive.

–¿Cuánto influye en el actor una pieza que se basa en hechos tan fuertes como los genocidios?

M. B.: –Una siente que cumple una función total, porque un intérprete no es solamente el transmisor del mensaje del autor. Una es responsable de lo que selecciona y genera con su trabajo.

–¿El intérprete aporta siempre?

M. B.: –Sí, absolutamente.

N. F.: –Manuel Iedvabni trabaja desde los actores. Es su estilo. En el teatro argentino es raro que venga alguien muy autoritario a decir “esto es así y quiero que lo hagas de esta manera”.

M. B.: –Quizá porque nunca hay dinero para grandes puestas, donde lo primero es sorprender al espectador, pero entre nosotros el intérprete es el centro de la escena. El director ayuda en la investigación y trata de descubrir qué le sirve de cada uno.

N. F.: –He visto espectáculos de gran despliegue a los que les faltaba el peligro que los intérpretes sentimos al entrar en escena, y saber que debemos estar pendientes de lo que va a hacer el otro.

M. B.: –Eso es importantísimo y es mi manera de entender este trabajo. Interactúo permanentemente y crezco en esa relación.

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