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Lunes, 5 de noviembre de 2007

TEATRO › LA MUERTE DE JEAN-PIERRE REGUERRAZ

Todas las virtudes de un actor

 Por Hilda Cabrera

La noticia de la muerte de Jean-Pierre Reguerraz conmueve. Era de esos actores que cualquiera fuese el papel que componía, destacaba como el mejor. Un artista cuyo trabajo, aun el más complejo, parecía haber atravesado todos los filtros para llegar claro y pleno de sentidos al espectador. La enfermedad le permitió actuar hasta no hace mucho tiempo en teatro y cine, ámbitos en los que se lo valoró desde que decidió establecerse definitivamente en la Argentina. Por el contrario, fue “un bicho raro para los productores de televisión”, donde se lo vio en contadas ocasiones. Argentino de padres franceses, vivió en Europa diez años, hasta que a los veintiocho decidió probar suerte en Buenos Aires. Entonces ya vivía con su abuela materna, pues sus padres habían partido a España. En Francia estudió teatro y debutó con una obra de Marcel Achard, quien cultivó la comedia de boulevard. En el regreso al país, estrenó Opus a Buster Keaton, en el Teatro Payró, junto a Robertino Granados, el mismo que en los años ’60 integró el Grupo Lobo y presentó en 2003 Aullidos en América, en el Centro Cultural Rojas. En el Payró que dirigía Jaime Kogan, Reguerraz actuó en montajes que generaron polémica: una versión de La tempestad, en 1978; Marathon de Ricardo Monti, e Ivanov de Anton Chejov, las dos en 1982. Más tarde se destacó en Rayuela, adaptación realizada por Monti sobre la novela de Julio Cortázar.

Participó tanto en espectáculos de gran producción como modestos, y en muy diferentes circuitos. Fue convocado para actuar en Madre Coraje y La resistible ascensión de Arturo Ui, las dos dirigidas por el georgiano Robert Sturúa. En La resistible... –parábola “sobre el triunfo de la escoria humana”, según Bertolt Brecht– compuso al asistente del Anunciador y al quebrado Sheet, obligado a vender su astillero a precio vil antes de ser asesinado. En Shylock –una particular versión de El mercader de Venecia, de William Shakespeare– compuso a Gobbo, Tubal y Chus, mostrando un arte poco común para componer al derrotado y al soñador, al reflexivo y a personajes que cultivan un humor desesperado. Esta multiplicidad desorientaba, sobre todo en piezas muy estructuradas. Reguerraz rompía moldes, y así se lo conoció en espectáculos tan diferentes como Ana y Haroldo (Ana Frank y Haroldo Conti), de Alfredo Zemma; e Israfel, de Abelardo Castillo; Batalla de negro y perros, de Bernard Marie Koltès; y en la hiperrealista De cirujas, putas y suicidas, sobre textos de Roberto Cossa, Martha Degracia, Carlos Pais y Roberto Perinelli; y en varias obras de los ciclos Teatro por la Identidad, como en la reciente El confín, de Patricia Zangaro, dirigida por Daniel Fanego.

De aquella Francia a la que regresaba como visitante, recordaba épocas de desazón y de cambio, sobre todo aquel Mayo Francés de 1968, al que calificó de “pura ebullición”. Simplemente porque –según apuntó en un diálogo con Página/12– “todo se fue muriendo, y después, creo, se convirtió en carnaval”. De esos viajes a Francia, lo estremeció uno de 1978. Lo había invitado la Unesco, y allí, lejos de la Argentina, tomó conciencia plena de lo que estaba sucediendo en el país.

Este artista –que dijo haber recibido influencias del teórico Jerzy Grotowski y de la estética retadora, contestataria, del Living Theatre –hizo también su aporte al cine, convocado por directores de trayectoria, como Eliseo Subiela (Hombre mirando al sudeste y El lado oscuro del corazón), y realizadores debutantes. Se lo vio en cortos y largometrajes, como Moebius y El armario; Marechal o la batalla de los ángeles; El día que Maradona conoció a Gardel; De amor y de sombra y De eso no se habla; Camila; El amor y la ciudad; Chicha tu madre; Derecho de familia; Eva Perón; Garage Olimpo; y La vida por Perón. Intentando superar su dolencia, Reguerraz animó un último personaje en Luisa, opera prima de Gonzalo Calzada que protagoniza Leonor Manso.

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