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Domingo, 25 de julio de 2010

CHICOS › RECORRIDA POR LA CALLE CORRIENTES Y PLAZA ITALIA EN MEDIO DE LAS VACACIONES

Una temporada en el invierno

La oferta de espectáculos infantiles y las aglomeraciones en los shoppings hacen de estos días un pandemónium digno de ser observado. De la fiebre consumista a la caza de los galanes teen, pasando por los hits de los buscavidas, he aquí una crónica de una tarde de julio.

 Por Facundo García

La mitad del año plantea para las familias una suerte de “superfindesemana”.
Imagen: Bernardino Avila.

Habrá que ver si la escena es de comedia o de tragedia. Al ser real, tal vez admita la lectura en ambas claves. Transcurre en un cine multisala, en algún momento de esta primera semana de vacaciones que va terminando. Hay pochoclo en el suelo, filas con hermanitos peleándose y, hacia el fondo, un letrero que no da tregua. Las letras rojas aclaran que la sala donde dan Shrek para siempre está llena. La de Karate Kid: llena. La de Toy Story 3: llena. Rematando toda esperanza, el letrero informa que además “se agotaron los tickets para las proyecciones 3D”. La situación se repite en diferentes puntos de la ciudad; impulsada por el hecho de que en estos días de frío y dibujitos full time los papás intentan convencerse de que ni las separaciones, ni las horas extra ni las cuotas del televisor comprado para el Mundial son excusa para no dedicar un rato –y unos cuantos pesos– a parecer más buenos. Y los tiranuelos aprovechan, señalando caprichos con sus índices diminutos y haciendo que “comprame”, “quiero” y “me está molestando” se conviertan, de la noche a la mañana, en las palabras más temibles de la lengua castellana.

Cerca hay unas aparatos que –a juzgar por el semblante de los que aprietan los botones– expenden alivio. Son las máquinas que usan los que compraron entradas por Internet. Pero incluso esos padres tech dan la impresión de estar sobrepasados por la fiebre infantoconsumista. El gastadero de plata les mete presión a los minutos y la felicidad transitoria, amén de convertirse en casi una obligación, se plantea como vara para medir el retorno de lo invertido. Lo confirma el oficinista Diego Ferraro mientras ataja a sus cuatro nenas, que van rumbo a las butacas con un trotecito de amazonas enanas. “Con lo que estoy gastando, más vale que la pasen bien”, dice el tipo. Las chicas corren y a Diego le cuesta imponer autoridad con el kilo de pochoclo que tiene que cargar en cada mano. “Después nos iremos a comer, supongo”, suspira. Desde los tarros de pop corn, el burro de Shrek asegura que “moriría por unos waffles”.

Todo esto ocurre en el Sho-pping del Abasto. En mitad de un pasillo, hay una publicidad que contrasta con la clientela habitual. La imagen pone a un chico morocho bajo el título “bienvenido”, y una leyenda donde se asegura que con la Asignación Universal por Hijo hay un 25 por ciento más de inscripciones en las escuelas. Ahora esa cara aindiada se ve menos insólita, porque las familias de los barrios más humildes se arriman a los centros comerciales y arañan –a fuerza de destrozar alcancías o aguinaldos– un día de clase media, con globos de helio y cajita feliz incluidos. La brecha social se disimula, con ayuda de detalles dispuestos con vistas a que el toma y daca del consumo resulte menos abrupto. Hay, por ejemplo, una “guardería” para que los pibes se entretengan rodeados por dibujos de Pixar, amontonándose de a docenas para probar la consola de videojuegos Wii. Hasta está la opción de introducirse en una réplica del paquete que envuelve a los muñecos articulados de Disney, y así permitir que los adultos –el papá suele ser fotógrafo oficial del grupo– retraten a los niños “empaquetados” ahí dentro. Es decir, vestidos de producto.

Alrededor, las escaleras mecánicas transportan más carne infantil. No cuesta mucho recordar la película The Wall: sólo que acá el aula es la vidriera y en vez de desgajarse en la picadora de carne los nenes caen en negocios, entre berrinches que impactan de lleno en sus tutores adultos. Es Julio y cada reclamo es inmediato: no hay Papá Noel ni Reyes Magos a quienes derivar los pedidos.

Casi demonios

Un niño ocioso es capaz de llorar y sonreír en proporciones más o menos equivalentes. Ninguna de las dos actividades excluye el ruido. Por eso es que cruzar 9 de Julio a la hora en que el público infantil sale de los teatros transmite la sensación de enfrentarse a un ejército de gnomos con hidrofobia. Metros más allá, cerca de las puertas del Teatro Gran Rex, Karina Franco –treinta y pico, saco oscuro y el pelo teñido por alguna enemiga– se apichona junto a su hija en la esperanza de que “salgan a la vereda” (¿?) los chicos de Casi ángeles. Karina cuenta que se fue a vivir a Madrid durante la crisis del 2001, y que dejó a Cintia prácticamente recién nacida con la abuela. La ve crecer por Skype y cuando puede viene a visitarla. “Con la compu le pregunto qué cosas le gustan. Qué programas ve, qué canciones escucha. No quiero perder contacto”, detalla la mujer. Lo que le gusta a Cintia, y con locura, es Thiago, uno de los varios personajes de la serie que vende Cris Morena. “Sé cuál es porque ella me mandó unos links por chat”, explica la mamá, y reemplaza el doble click por el abrazo.

Como rituales que en el fondo son, las vacaciones tienden a ser repetitivas. Eso explica la falta de riesgo en las obras invernales; y basta una somera lista de lo que ofrece la calle Corrientes para testear la tendencia. Pipo Pescador está con El Sapo Pepe (artistas invitadas: ¡Las Pepas!) ¿Más propuestas revolucionarias? Están El Ratón Pérez, La Cenicienta, La Bella y la Bestia y una versión de Anastasia interpretada por Lorena Paola. Y el Show del Chavo, por más que a la larga el mundo sea de los Ñoños y los Quicos. Ante los ojos de la mayor parte de los paseantes esta falta de innovación no es molesta. Lo sintetiza un joven correntino al paso: “No es que no me guste lo original, es que te dan ganas de conocer a los que ves en la tele”, resume. Ahí están, para el que lo dude, las aglomeraciones que se forman cada cinco o diez minutos frente a los carteles de Fortuna: historia de vida, el engendro en el que Ricky Fort sigue tratando de encontrarse un talento.

“Lo fundamental es estar con los pibes y que ellos la pasen bien”, repiten los entrevistados. La mitad del año plantea una suerte de “superfindesemana” en que se pone a prueba la consistencia de los afectos. Y si hace décadas que cae en picada la cantidad de comidas, viajes y juegos que se comparten en familia, el receso escolar plantea la oportunidad de empatar el marcador de las ausencias y hacer la ficción de que el partido empieza de nuevo. De ahí que en las filas de altura irregular que se forman para entrar a los espectáculos también tallen los abuelos y los papás de matrimonios separados. “A ver, marcame para llamar a tu mamá. Quiero avisarle que llegamos bien”, pide una señora con acento cordobés, mientras le pasa el celular a su nieta que anda por los quince. Otras chicas que ensayan la adultez procuran desmarcarse, por lo menos gestualmente, de esos parientes escrachadores. Se reúnen en grupo, se pintan la cara, llevan banderas, levantan posters. A veces un “grande” se ocupa de cuidar a seis o siete amiguitas y, como la quilmeña Julia Díaz, se sorprende de la ironía que representa el haber dedicado tantas horas al rock progresivo “para terminar acá”. “Bueno, a mi viejo tampoco le gustaban los grupos que escuchaba yo”, reflexiona. No alcanza a analizar su falacia porque las muchachitas, rebeldes, se le alejan. “¡Vengan, por favor, que entre tanta gente no las veo!”

La salida de las funciones obstruye el tráfico. Como es costumbre, los galanes teen generan un merchandising múltiple y pregonero y Mum-Ra es uno de los vendedores ambulantes que anda haciendo malabares para ganar el mango entre el gentío. El apodo que le han puesto es certero. Pero a pesar de que la fisonomía del comerciante repite las líneas del villano de los Thundercats, su talento para el autobombo es innegable. “Chicas, chicas, acá hay fotos, sti-ckers, vinchas”, repite, y se destaca entre la marea de púberes gritadoras. Si por casualidad pasa un gringo, Mum-Ra interrumpe sus transacciones y maximiza con un “Esquiusmi, ser ¿guan peso plis?”.

Gajes del oficio

“Eh, gato, a vos te vamos a dar.” La gastada viene de dos adolescentes que van con cumbia saliendo de sus celulares. El aludido no oye: está inmerso en su traje de Pantera Rosa, cercado por veinte o veinticinco infantes que junto al motor de los colectivos que cruzan plaza Italia, en Palermo, elevan el ruido ambiente sólo unos puntos por debajo del nivel Boeing 747. Por ahí andan, asimismo, algunas cámaras de la tele, y se nota que el hombre que está detrás del hocico de peluche muere por aparecer un ratito ante las cámaras. No va a ser fácil, porque hay competencia. Ya se acercó un colega disfrazado del astronauta Buzz Lightyear (Toy Story) y un niño travestido con el disfraz de una Chica Superpoderosa.

La Pantera Rosa es en realidad Gonzalo Cuitiño. Gonzalo está en la secundaria y con esa changa se gana unos pesos que le sirven el resto del año. Su tarea es reunir chiquitines, entretenerlos y cuidarlos mientras pasean en uno de esos trenes-colectivos llenos de luces y temas cantados en voz aguda. Apenas empieza a hablar con Página/12, tercia su patrón. “Vos andá a laburar que yo me ocupo”, ordena. Vista desde atrás, la silueta de la Pantera recién silenciada da un poco de pena. “Veintiocho años hace que me dedico al trencito”, sienta bandera desde su gorra a cuadros Juan Carlos Provenza. Está los sábados, domingos y feriados entre abril y diciembre y en el verano se va a la Costa. “Sin embargo, venimos en baja. En los ochenta llegamos a poner cinco trenes. ¡Actualmente tenemos dos!”, agrega. Allí la máxima menemista se cumplió dolorosamente, “ramal que para, ramal que cierra”.

Los conductores de mateos y los dueños de los ponis relojean buscando clientes. “La última vuelta en barco es a la cinco”, grita un guardia en el zoológico. Gente, gente, más gente. Ni el subte se salva de la psicosis. En el túnel, un afiche promociona viajes a la Costa. “Descanso para vos, diversión para ellos”, miente. No importa. Para el castigado optimismo del argentino –y más específicamente para el porteño– las vacaciones ofrecen la oportunidad de recobrar, aunque sea de modo ficticio, algo de fe y una pizca de la inocencia perdida.

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