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Domingo, 29 de mayo de 2011

DANZA › BALLET CONTEMPORANEO DEL SAN MARTIN

Con permiso para volar

Para el primer programa 2011, Mauricio Wainrot convocó a Ana Stekelman, Elizabeth de Chapeaurouge y Mabel Dai Chee Chang, quienes le dieron forma a un triple programa de altísimo nivel.

 Por Carolina Prieto

Diversa, ecléctica, con gran despliegue técnico y con pasajes muy poéticos. Así fue la apertura de temporada del Ballet Contemporáneo del Teatro San Martín. Para el primer programa del año, Mauricio Wainrot convocó a coreógrafos con trayectorias muy distintas. Elizabeth de Chapeaurouge, nombre clave de la comedia musical local, el jazz y el tap; Mabel Dai Chee Chang, talentosa y arriesgada creadora joven, y la gran Ana María Stekelman, con años de experiencia en danza moderna y una especial capacidad para articular con el tango. El triple programa montado en la Martín Coronado se inicia con Gershwin, pieza de Chapeaurouge que combina un lenguaje clásico y un jazz pulcro y delicado. Es la primera vez que esta artista trabaja con este cuerpo estable. La música –fragmentos de Gershwin, con Jorge Navarro y Baby López Furst al piano–, las luces azulinas de Eli Sirlin y el impecable vestuario de Renata Schussheim conforman un marco despojado para el despliegue de los bailarines, que ratifican una técnica depurada y una buena dosis de expresividad en los encuentros entre hombres y mujeres, coqueteos e insinuaciones. Una obra grácil y jovial, enmarcada en la tradición del jazz.

La sorpresa llegó con Como el agua que fluye, de Dai Chee Chang. La primera imagen ya sugiere un clima atractivo, corrido de lo real. Los intérpretes, casi invisibles, manipulan unas persianas hechas de maderas finitas de casi un metro de largo. Ellos están detrás, sentados o arrodillados y las mueven, las estiran formando una suerte de oruga que se extiende en el escenario. Todo bañado por sonidos sugestivos e hipnóticos. Poco a poco, los intérpretes emergen y remiten a un mundo extrañado, animal, salvaje. Esa oruga se de-sarma, cada bailarín manipula su persiana y la transforma en distintos elementos: una pollera, la cola de un pavo real, las alas de un insecto. El vestuario no fija el sentido: no lucen como animales, sino que llevan ropa algo deshilachada. Nada de líneas rectas ni formas rígidas. La música sigue esa línea: fragmentos de La rosa de los vientos, de Kagel, temas de Nino Rota, una improvisación del Chango Spasiuk y música original de Marcelo Martínez intensifican una sensación de irrealidad y ensueño. Sirlin juega con las luces, vira al color y así destaca con rojos y ocres este puñado de seres que parecen habitantes de algún estanque. Se mueven cerca del suelo y, cuando se incorporan, se transforman en aves, insectos, criaturas juguetonas o despiadadas. A diferencia del alto grado de estilización de Chapeaurouge, aquí los movimientos se rompen, se ensucian y ganan en poder metafórico. Es más, no hay pasos bailados, más bien acciones, desplazamientos.

Sobre el cierre llega Beethoven B, de Stekelman, miembro fundadora del Ballet Contemporáneo y directora artística en dos oportunidades. Para trabajar con este elenco que conoce bien, eligió el Cuarteto de cuerdas N° 1 en Fa mayor Op. 18 del gran compositor alemán. Comienza con una altísima bailarina de vestido negro, largo y ampuloso, con diminutas luces en la pollera y en sus muñecas. Mueve sus brazos siguiendo la música, sincronizada y a gran velocidad, en un juego de sombras y luces de alto impacto. Luego la paleta de colores se amplía: el fondo se pinta de verde rabioso, ingresan los bailarines con sus trajes de colores y elementos escenográficos como cajas, aros y una mesa en la que recrean una situación de bar. Un ambiente vivaz, con ritmo y alegría para jugar al son de Beethoven que, cuando vira a un tempo más lento, el elenco sabe acompañar generando un clima de mayor densidad. Hay pasajes de humor, como cuando la bailarina de tutú y zapatillas de punta se embala en un solo de piruetas y se burla de la ortodoxia del ballet. Sobre el cierre regresa la dama de vestido negro, enigmática, y vuelve a jugar con su tronco superior y sus brazos para delinear una última imagen de luces ínfimas y sombras.

Este primer programa dejó en evidencia el rigor y el virtuosismo de los bailarines, como también el deseo de Wainrot de dar cabida a distintas vertientes de la danza contemporánea y satisfacer gustos diversos, algunos más conservadores y otros más abiertos a la experimentación. En este sentido, la propuesta de Dai Chee Chang resulta un bocado tan delicioso que deja con ganas de mucho más.

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Como el agua que fluye, de Dai Chee Chang, notable.
 
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