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Sábado, 21 de febrero de 2015

DANZA › EMPTY MOVES, POR LA COMPAÑIA DIRIGIDA POR ANGELIN PRELJOCAJ

De la barbarie a la civilización

Casi cuarenta años median entre las Empty Words que concibió John Cage y estas Empty Moves que propone ahora una de las compañías más festejadas de la escena de la danza francesa actual. Los años que van de las palabras vacías a los movimientos vacíos.

 Por Diego Fischerman

Desde París

Palabras vacías. Movimientos vacíos. Entre estas dos enunciaciones median, entre otras cosas, casi cuarenta años. La primera corresponde a una especie de performance combativa de John Cage, en Milán, en 1977. La segunda al civilizado estreno, en el Théàtre de la Ville, de una de las compañías de danza más festejadas de la escena de la danza francesa actual, la que dirige el coreógrafo Angelin Preljocaj. Las une la banda de sonido. Y, podría pensarse, poco más.

En 1977 Cage ya era una institución. Sus célebres 4’33” en que un instrumentista no hacía nada durante ese exacto lapso salvo convocar los sonidos aleatorios de los concurrentes al concierto o, en el mejor de los casos, aguzar su sentido de la escucha (y es que el silencio no existe, finalmente) habían sido estrenados, con módico escándalo, un cuarto de siglo antes. No obstante, esa lectura silábica, monocroma, balbuceante, apenas acentuada en algunas consonantes, de La desobediencia civil, de Henry David Thoreau, despertó la ira de los italianos. Una ira, quizá, calculada. Y hasta provocada, si se piensa que el resultado, gritos, insultos y arengas incluidas, fue grabado en su totalidad y titulado –algo así como ponerle número de opus, al fin y al cabo– como Empty Words. Durante dos horas y media Cage continúa imperturbable con su monodia mientras la audiencia, que sin embargo allí se queda, grita, chifla, insulta, intenta cantar o aplaude tratando de conseguir, infructuosamente, el silencio del músico/lector. Uno de los asistentes arrebata el micrófono y dice que se trata de una provocación y que reaccionando como lo hacen conceden lo que John Cage desea. Otra voz, presumiblemente de uno de los organizadores, informa, enérgica, que el espacio que el público tiene reservado es otro y que ese sector –y ese micrófono– son de Cage. Y hasta se escucha con claridad –y con orgullo patriótico– un sonoro “hijo de puta” y un grito de “Argentina, Argentina”.

En una París atravesada por el síndrome Charlie Hebdo y donde la tolerancia –o su apariencia– está en boca de todos, el efecto de esas palabras (casi) vacías y de los movimientos (completamente) vacíos de Preljocaj no podrían estar más lejos del desafío estético original. Si lo de Cage era un concepto, el envejecimiento natural por un lado y el ablandamiento –y para peor la falta de cohesión en el enfoque general– del coreógrafo han logrado un producto enlatado, autorreferente y apenas apto para el aplauso veloz de una audiencia autocomplaciente y autocomplacida con su comprensión –mucho mayor que la de los italianos– de las vanguardias. Poco importan las cuatro décadas de sacralización y embalsamamiento de esas vanguardias. Lo cierto es que el público, al aplaudir, se aplaude. Y lo que festeja es la cartesiana civilización con que ha tolerado las dos horas (Preljocaj ha sido condescendiente y ha cortado, para Empty Moves, unos veinte minutos de banda sonora) de falta de tensión –y de diálogo inteligente– entre una nada potente (la de Cage, capaz, por lo menos, de enfurecer) y otra frígida de irremediable frigidez.

Durante la primera hora la pieza coreográfica abunda en algo sabido, pero al menos lo sostiene. Cage, y su pareja Merce Cunningham, dejaron establecidas para siempre las reglas de la no evidencia en la relación entre movimiento y sonido. De hecho trabajaban, en ocasiones, sin saber nada uno del otro hasta que danza y música se reunían en el último minuto apelando, como en tantas otras composiciones de Cage, al azar. La idea es ya vieja. Pero es una idea. Los cuatro bailarines –dos mujeres y dos hombres– forman distintos pares de parejas. Y los movimientos de cada una de ellas son invariablemente duplicados por los de la otra.

Hay por allí una secuencia de movimientos de fluida belleza, una construcción abstracta y esteticista, que se repetirá cuatro veces a lo largo de la obra, cercada por acciones poco más que gimnásticas, algunas extraídas del repertorio de la danza clásica, en algunos casos levemente deconstruidas, a veces fragmentadas y en ocasiones transcriptas con literalidad. Hasta allí se trata de una obra cageiana aburrida y fuera de tiempo pero coherente. Pero Preljocaj comete un error garrafal. En un momento en que la protesta del público, en la banda de sonido, se vuelve ritmada, reproduce ese ritmo en el escenario. Y para peor los intérpretes colocan sus manos como orejas de burro para tomar partido, con cierto retraso, en aquella performance de 1977. El gesto podría pasar por un guiño para la audiencia actual. Una alianza de la civilización contra la barbarie. Pero más allá de la demagogia –y de su obviedad– basta para destruir lo poco que la obra había construido hasta el momento. De cageiana y aburrida se convierte en aburrida a secas. Y de sostener un concepto anticuado pasa a no tener ninguno en absoluto. El teatro de la Ville lleno hasta el tope –siempre un espectáculo en sí– ovacionó a los artistas. Cage, podría sospecharse, no hubiera grabado ni esta performance ni la reacción de este público. Los hubiera considerado, apenas, movimientos vacíos.

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Los cuatro bailarines forman distintos pares de parejas. Los movimientos de un par son replicados por el otro.
 
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