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Viernes, 28 de marzo de 2014

CULTURA › OPINION

Estado, mercado y embajadores culturales

 Por Diego Fischerman

Violetta y Tan Biónica son embajadores culturales de Buenos Aires, por decisión del gobierno de esta ciudad. Y, por iniciativa de un legislador del partido gobernante, la Tota Santillán fue nombrado “Personalidad destacada de la cultura”, a partir de lo cual, en estos días, La Cultura se rasga las vestiduras. Como suele suceder, se están discutiendo dos cuestiones diferentes a un mismo tiempo. Los prohombres de la Cultura no son los mismos que los hombres de la cultura del PRO y, en rigor, no están hablando de distintos conceptos sobre una misma cosa sino de diferentes cosas. El problema es que ni unos ni otros lo saben.

Tal como se informa en la nota complementaria al artículo de Eduardo Fabregat publicado en este mismo diario el miércoles 26 (“El Top Ten argentino”, adjunta a “Música virtual, dinero real”), según la Cámara Argentina de Producciones Fonográficas, entre los diez discos más vendidos de este país, en cualquier soporte, Violetta aparece con cuatro títulos diferentes en primero, tercero, quinto y séptimo puesto. Y Tan Biónica es noveno, con Destinología. De más está decirlo. Ni Luis Alberto Spinetta ni Johannes Brahms, ni Mauricio Kagel ni Atahualpa Yupanqui, ni Astor Piazzolla ni Tom Waits ni Keith Jarrett ni la orquesta de Aníbal Troilo figuran en lista alguna.

Respetar la cultura del otro, cuando el otro es muy otro –digamos un pigmeo o un chorote–, lo hace cualquiera. El asunto es cuando es un “apenas otro”, cuando vive en el mismo edificio pero escucha una música que nos repugna, por ejemplo. En ese sentido, la unción como embajadores culturales de Violetta y Tan Biónica es irreprochable. Esa es la cultura real. Hay gente que prefiere las fiestas con cumbia y globos amarillos antes que los ciclos de la Sala Lugones, y andar en bicicleta con su botellita de agua mineral a cuestas en lugar de sentarse a leer Girondo en el bar La Paz. Eventualmente, mucha gente. Y, por primera vez, un gobierno les da entidad. No los trata como in-cultos (que, además, deberían corregir su falta), sino como sujetos hechos y derechos. Los desplazados, aquellos para los que no hay ninguna duda acerca de la superioridad de Raúl Barboza o Ricardo Piglia o Pablo Mainetti –que no son embajadores culturales– por sobre Violetta, discuten las decisiones gubernamentales en la materia desde una idea de “calidad”. De “altura artística”. Y allí es donde se equivocan. Porque el error de la gestión del ingeniero Macri es otro. Y más grave, en tanto significa desconocer algunas de sus responsabilidades como gobernante.

La palabra “cultura”, como se sabe, quiere decir dos cosas. Para el sentido común –y para las secciones “culturales” de los medios de comunicación–, aun con sus vaguedades fronterizas, es un sinónimo de artes y espectáculos. Para la antropología, según la clásica definición de Edward Burnett Tylor, significa “aquel todo complejo que incluye el conocimiento, las creencias, el arte, la moral, el derecho, las costumbres y cualquier otro hábito o capacidad adquiridos por el hombre en cuanto miembro de la sociedad”. La decisión de Macri (o de su equipo de gobierno), aunque sea inconscientemente, responde a esta segunda definición. No juzga la calidad artística de Violetta. Simplemente observa un fenómeno y lo reconoce formalmente. Como haría un antropólogo. El problema en que un gobernante –que no está mal que conozca la antropología y que pueda tomarla en cuenta para sus decisiones– no sólo no es un antropólogo sino que, por definición, no debería serlo jamás. Un científico debe esmerarse para no alterar la realidad. Y un gobernante, muchas veces, debe hacer lo contrario.

Desde un criterio etnológico, es imposible discutir la superioridad de Violetta sobre Brahms o sobre Troilo. O lo contrario. Podría decirse que cada uno de esos objetos culturales es bueno para diferentes cosas, en todo caso. Y que un “grasita” tiene tanto derecho a ver respetada su cultura como un pigmeo. Pero desde el punto de vista de las políticas culturales (que en este caso debería referirse con precisión a las artes y a lo que se identifica corrientemente como “patrimonio cultural”), que son responsabilidad de los gobiernos, la situación es muy otra. Los funcionarios de la cultura (que no es un ministerio antropológico) deben tener en cuenta que las industrias culturales masivas –y sus intereses– tienen un peso considerable en la conformación de esa cultura “real” en la que el “patrimonio cultural” está ausente. Es decir, en esa cultura observada etnológicamente falta, por lo menos en el ámbito cercano a las artes, todo aquello que no es negocio (un dato a tener en cuenta es que, entre esos diez discos más vendidos, cinco llevan el sello Walt Disney Records). No están ni la orquesta de Caló ni Francini, ni Sívori ni Berni ni Roberto Arlt. Y ni siquiera (o por lo menos como lo merecerían) Spinetta o Javier Martínez. En el campo de las artes plásticas, están los museos. En el de la letras, aun cuando las editoriales prefieran la autoayuda y la seudohistoria, no han abandonado del todo la literatura. Y en el de la música de tradición académica, más allá de errores e inconsistencias, se destina un importante presupuesto oficial a la difusión del patrimonio. En el área de las músicas artísticas de tradición popular, en cambio, si se exceptúan los festivales de jazz y de tango de la Ciudad, y la programación de la Usina, hay una orfandad significativa.

Las políticas culturales deben favorecer, si no la imposible igualdad de oportunidades para aquel patrimonio que los negocios no tienen en cuenta, por lo menos su máxima difusión posible. Las políticas culturales –y estas embajadurías, con su posible función propagandística, son parte de sus instrumentos– no deben clonar al mercado, algo innecesario, sino buscar compensarlo. No hay por qué faltarle el respeto a Violetta y a los que gustan de ella. No es que Ginastera o Troilo sean superiores a ella (en todo caso, ésa es otra discusión). De lo que se trata es de que si el Estado no hace nada para garantizar el derecho de la población a conocer (y a disfrutar con ello, si quieren) su “patrimonio cultural”, renuncia a algo que sólo él puede –y debe– hacer. Un Estado que hace suyas, de manera acrítica, las verdades del mercado es, tanto en este campo como en otros, un Estado que no cumple con su misión como tal: velar por aquello –y por aquellos– que el mercado no mira ni mirará jamás.

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