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Viernes, 22 de agosto de 2008

MUERTE EN LA GRANJA, DE JONATHAN KING, CON PRODUCCION DE PETER JACKSON

Cuando las ovejas dejan de ser vegetarianas

Con terror sanguinolento, pero nunca exento de humor, el film neocelandés se ríe de sus propios iconos nacionales.

 Por Luciano Monteagudo

7

MUERTE EN LA GRANJA
(Black Sheep, Nueva Zelanda, 2006.)

Dirección y guión: Jonathan King.
Fotografía: Richard Bluck.
Música: Victoria Kelly.
Edición: Chris Plummer.
Dirección de arte: Simon Bright.
Intérpretes: Matthew Chamberlain, Nick Fenton, Sam Clarke, Eli Kent, Nathan Meister.

Considerando que estadísticas confiables informan que en Nueva Zelanda hay cerca de 40 millones de ovejas pastando mansamente en sus verdes praderas, no cuesta demasiado entender cómo al director debutante Jonathan King (con una vasta experiencia en el campo del videoclip y el cine publicitario) se le ocurrió imaginar la amenaza que podría llegar a significar que todos esos rebaños se enojaran y dejaran de ser vegetarianos. Algo de esto es lo que sucede en Muerte en la granja, título local que viene a reemplazar al original Black Sheep, mucho más sugerente y gracioso, teniendo en cuenta que aquí no hay una única “oveja negra”, sino unas cuantas, y todas sedientas de sangre.

Con el respaldo de la compañía de producción y de efectos especiales de Peter Jackson (Weta Workshop), Black Sheep propone una suerte de regreso al cine de los primeros tiempos del ahora Rey Midas de Oceanía, cuando con Mal gusto y Braindead se dedicaba a retozar en el cine de terror clase B aderezado con abundantes dosis de ketchup y vísceras de utilería, género que los anglosajones llaman splatter, por su capacidad de salpicar con sangre hasta la platea. En el film de King hay algunos momentos de este tipo, como para no faltar a la tradición en la que deliberadamente se entronca, pero al mismo tiempo Muerte en la granja se preocupa por no ser tan salvaje y cuidar un poco más las formas.

Este gesto de mesura no le impide las dosis de humor que ahora parecen imprescindibles en el género. A diferencia de otras épocas, cuando el humor era involuntario –como en Night of the Lepus (1972), que describía como algo muy serio una invasión de conejos asesinos–, aquí todo está tomado en solfa desde el primer momento, cuando el bueno de Henry (Nathan Meister) vuelve a su solar natal y, en un ataque de pánico, refugiado en el asiento trasero del taxi, intenta una comunicación de urgencia con su psicoanalista, porque el auto acaba de ser rodeado por un rebaño de ovejas. “¿City boy?”, le pregunta con sorna el taxista. A lo que el héroe de la película responde, temblando: “No, ovinofobia...”.

El joven Henry, sin embargo, no ha vuelto al campo precisamente para enfrentarse a sus miedos más profundos, sino para resolver con su hermano Angus (Peter Feeney) la división de bienes de la generosa estancia familiar. Pero tal como están las cosas no le quedará más remedio que entregarse a una terapia de urgencia. En la hacienda Oldfield están ocurriendo cosas raras, como que Angus –con la complicidad de una suerte de doctora Frankenstein de la ciencia veterinaria– está aplicando ingeniería genética de avanzada a sus ovejas, con resultados que no son los esperados sino otros, bastante preocupantes, por cierto.

A la situación, ya de por sí confusa, no contribuye en nada una pareja de fervorosa militancia ecologista que llega al imperio Oldfield con las mejores intenciones –fotografiar lo que allí sucede, informar a las autoridades– y termina involucrada a tal punto que el muchacho no tardará en convertirse en un mutante, mezcla de zombi y cordero, a quien la única forma de detener su voracidad carnívora es recordarle que, antes de que le crecieran pezuñas, solía ser un vegetariano a ultranza.

Como corresponde a los cánones del género, la chica en cambio pasará a ser la heroína de la película y el interés romántico de Henry, a quien atormenta con toda clase de lugares comunes del dogma verde. Mientras tanto, el director también se divierte con algunas citas cinéfilas, como esa que remeda una famosa escena de Los pájaros, de Hitchcock, pero aquí jugada por unas criaturas bastante más grandes, mullidas y lanudas.

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En la película de King todo está tomado en solfa, desde el comienzo.
 
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