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Sábado, 15 de agosto de 2009

OPINIóN

Ver fútbol

 Por Eduardo Fabregat

Así es este amor
(no televisión)
Indio Solari, 1993.

Fue, claro, una semana empelotada, a los pelotazos, despelotada, llena de rebotes, corners, arrugues de barrera, tiros desde el punto penal. La GrondonAFA, el Gobierno, TSC, TyC y el Grupo Clarín, los presidentes de varios clubes que suspiraron por aliviar las arcas reventadas de tanto dislate, los medios gráficos, radiales, televisivos e internéticos, hasta las redes sociales y los blogs le dieron forma al partidazo que se jugó a lo largo de estos días. Estaba para cualquiera pero la suerte quedó echada, hubo varios que cantaron victoria pero al cabo el que ganó-ganó fue el dueño de esa cancha con forma de edificio en la calle Viamonte. No estuvo Javier Castrilli, pero echaron a un par de jugadores.

El fenómeno quizá sorprendería a un esquimal, pero la resonancia del asunto en la Argentina tiene toda la lógica. Hay un enorme número de gente que ama el fútbol, y eso no admite explicación ni entiende de las relativizaciones que esgrimen los ajenos a la pelota que ponen cara de superioridad asqueada ante la pasión de los otros. Es, y punto. Sí, 22 señores corriendo atrás de una pelota, Sr. Borges. Es cierto. Es encantador. Es bello.

La apreciación viene a cuento de qué es lo que está en la base de este negocio millonario (¿cuántas veces se leyeron, pronunciaron, sobreimprimieron esas palabras, en los últimos días?). Por qué el fútbol en una pantallita –esa aberración de acuerdo con los cánones más añejos del deporte– es un asunto de Estado, una puja entre funcionarios, políticos (incluyendo a un par de sátrapas que se pasan el día reventando pobres, pero se acordaron de la pobreza para fustigar al Gobierno), propietarios de multimedios, productoras y dirigentes de club. Porque nos gusta ver fútbol. Porque nos gusta ver fútbol por TV. ¿Por qué nos gusta ver fútbol por TV?

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En El garante, la notable miniserie dirigida en 1997 por Sebastián Borensztein y protagonizada por Lito Cruz y Leonardo Sbaraglia, hay una escena que resume una fantasía típica del amante del fútbol: en medio de su lucha con José Sagasti, el servidor del demonio que viene a ejecutar la garantía, el psicólogo Martín Mondragón aparece de pronto en una Buenos Aires desierta, y se mete en un bar. Allí encuentra la explicación a las calles vacías, y se da cuenta de que el suyo no es un desplazamiento espacial sino temporal: un grupo de parroquianos enfervorizados está siguiendo el Argentina-Inglaterra que se disputa en el Mundial de México. “Ahora el Diego va a hacer un gol con la mano”, dice ante la mirada extrañada y algo furiosa de los televidentes, que se vuelve total sorpresa cuando el Diez efectivamente se eleva, y eleva el puño y la manda a la red, y no hay protesta inglesa que valga. “Y no saben el golazo que va a hacer dentro de un rato”, descerraja Martín mientras sale del bar.

A sabiendas de lo difícil que es acertar los 13 puntos del alicaído Prode, pocas cosas son tan disfrutables como ponerla en el ángulo con un miserable pronóstico frente a la tele. Hace poco, este cronista se animó a tirar una de esas predicciones en la redacción, mientras comenzaba el segundo tiempo de la semifinal de la Champions League entre Barcelona y Chelsea. Con la mínima diferencia a su favor, el equipo inglés estaba siendo tan amarrete que se imponía tirar una expresión de deseos, un “Barcelona mete el empate en el minuto 47, y se van a querer matar”. Son incontables las veces en que esa clase de afirmaciones caen en saco roto. Pero a los 47 exactos Iniesta la clavó de media distancia y pareció que José Sagasti sonreía en la tribuna.

De esa clase de cosas está hecha la pasión por ver fútbol.

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Clavar los ojos en la verde pantalla es un fenómeno si se quiere nuevo. Hay clubes argentinos que sobrepasaron los cien años de vida, pero –tras experiencias más o menos aisladas– recién a comienzos de los ’80 se inauguró el rito dominguero con ese resumen apropiadamente titulado Todos los goles. Pero eran tiempos de canchas más llenas y violencia menos extendida, y el pequeño cuadrado catódico era un pésimo sucedáneo de la experiencia real, el vacío en el estómago al emerger de las escaleras, pisar la tribuna, alzar la vista y comerse la cancha con los ojos. Los hijos de uno viven el fenómeno al revés, lo natural es el sillón y el control remoto y el replay, y hasta las repeticiones por YouTube. Pero no está mal: el día que uno vence los temores de la madre y consigue llevar al niño al templo, sabe que ese vértigo, esa enormidad que la caja de colores nunca podrá traducir, será un archivo que nunca se le borrará, que fijará para siempre el hechizo de una pelota corriendo. Tendrá que estar atento los 90 minutos porque si aparta la vista y alguien la mete no habrá forma de rebobinar; la ausencia de control de volumen provocará que el pequeño fanático vuelva a casa repitiendo barbaridades como “sos amigo de la yuta, vos sos un hijo de puta”: incomodidades menores frente a la complicidad de compartir la convicción de que, si hay partido en la tele, puede ser mejor opción que el Cartoon Network. Y hay marcadores de punta capaces de lanzar una patada voladora mejor que la de los Power Rangers.

El pibe vive su propia naturalización del acto televisivo-futbolístico. “Poné de vuelta el Barcelona-Real que grabaste”, dice, y no hay manera de narrarle el tormento de la vieja pila de VHS sin clasificar comparado con la sencillez de apretar un botón en el DVR. Pero los viejos carrozas hemos vivido nuestro propio desarrollo, el pasaje de la cancha a la tele y de vuelta a la cancha, que no siempre se traduce en cosas agradables. Los vicios con los que crecimos, los vicios que también naturalizamos: las complejas y a veces absurdas parrafadas de Macaya Márquez, tan llenas de adverbios (los estudiosos de la estadística afirman que el comentarista pronunció la palabra naturalmente por millonésima vez en el River 2-Boca 0 de 1999, pero hay quien sostiene que llegó a esa marca antes), los exabruptos de Marcelo Araujo que ahora volverán con todo, las operetas de la dupla Fernando Niembro-Mariano Class, el enojo inútil con comentaristas y relatores lanzados a la barrabasada, la inexplicable radio por TV (“¿Pa, cuándo muestran el partido?”) y esa pasión de los productores para volver a encajarnos el mismo Telebeam de siempre pero con nuevos gráficos y la afirmación de que ahora sí, es el non plus ultra, la versión definitiva que no dejará ninguna duda sobre lo sucedido en el campo de juego, el fútbol convertido en ciencia.

Uno no quiere tanto. Prefiere seguir puteando al juez de línea que enterarse de que al cabo tenía razón, que el nueve estaba adelantado cuatro centímetros y medio. En eso la tele es medio porno, y el porno termina aburriendo.

También, por obra y gracia del monopolio del fútbol, nos terminamos acostumbrando a los goles secuestrados hasta el domingo a las 24, que convierten los resúmenes deportivos previos en otro canto al absurdo: como una larga sesión de sexo verbalizado (que no es lo mismo que sexo oral) sin contacto y sin orgasmo, que eso es la pelota tocando la red.

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Los muchachos de la logia de los puestos dicen que el verde atrae al verde, y que la experiencia del fútbol televisado tiene su necesario correlato en el consumo de porro. Claro que los muchachos de la logia de los puestos buscan cualquier excusa para el consumo de porro, pero la teoría tiene su basamento. El fútbol televisado tiene algo hipnótico, de allí los miles y miles de personas capaces de pagar lo que TSC, TyC, el GC, la distribuidora de cable, etcétera, les exijan por sumarse a la ceremonia. Puede uno estar parado en un sitio cualquiera y atisbar por el rabillo del ojo una pantalla verde a diez metros, y un tipo que parece festejar, y querremos saber quién juega, dónde, y cuánto va, y quién hizo los goles. Y verlos. Y comentar con el enfermito de al lado qué golazo, qué cañete, qué hijo de puta, el arquero se olvidó las manos y delicias parecidas, sin que nos importe que se trate de un partido de la Segunda División griega. Donde, además, seguro juega un argentino.

Siempre se puede volver a ver el mismo gol. Como el psicólogo de El garante, vimos cuatro millones de veces el electrizante slalom del Diego en el Azteca. Y si lo vuelven a mostrar lo volvemos a ver: por eso tanto programa de archivo, que probablemente se multiplique para suplir lo que faltará por el tablero pateado por GrondonAFA. El fútbol por televisión, esa feliz aberración, es la única excusa que necesitamos.

No es televisión. Es amor.

Dale que empieza.

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