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Domingo, 22 de enero de 2006

HACE VEINTE AÑOS MORIA JUAN RULFO, EL AUTOR DEL MONUMENTAL “PEDRO PARAMO”

Otra mirada, otras voces, otro infierno

Es uno de los padres de la literatura latinoamericana. En su obra, Rulfo les dio voz a personajes que estaban hundidos en lo más profundo de la tierra mexicana. Rescató escenas invisibilizadas y lo hizo con una prosa que fue escuela. Escriben sobre él Elena Poniatowska, Mempo Giardinelli y Juan Villoro.

 Por Silvina Friera

Quizá Juan Rulfo sea “un rencor vivo” –como dice el arriero al hombre que llega a Comala para buscar a su padre– de la literatura universal, o un “zorro sabio” que escribió un buen libro y después otro mejor, y cuando las hienas del mundillo literario esperaban el traspié –que publicara un libro malo–, el zorro se negó a caer en la trampa con su mejor risa de hiena. A 20 años de su muerte, la novela Pedro Páramo y los cuentos de El llano en llamas se impusieron con creces ante el mito de la esterilidad y de la brevedad. La obra rulfiana no fue el producto de “un burro que un día tocó la flauta”, como señalaron algunos maliciosos críticos mexicanos. El zorro, más sabio y silencioso, expresó como nadie las voces ásperas y lacónicas de los campesinos hundidos en la pobreza más miserable, esa que también supo examinar el norteamericano Erskine Caldwell. Cómo olvidar el comienzo del cuento Es que somos muy pobres: “Aquí todo va de mal en peor”. A la muerte de la tía del chico que cuenta sus desgracias cotidianas, se añade un aguacero repentino y prepotente que arrasa con todo; ni Serpentina, la vaca de su hermana, se salva del naufragio. En los márgenes de la modernización urbana y del capitalismo industrial, pero sin enredarse en el folclorismo ni en el costumbrismo ramplón, Rulfo mostró la angustia y la desdicha de un puñado de seres que, sartreanamente, parecen condenados en el mismo momento en que fueron concebidos. En esos infiernos provincianos la ilusión se da un golpe duro contra la tierra y se desmorona como “si fuera un montón de piedras”. Pocos escritores consiguen que lo que dicen o sienten sus criaturas quede adherido a esa membrana tan frágil y dispersa que suele ser la memoria de los lectores. En El hombre, uno de los personajes desgrana sus pensamientos, que acaso coincidan con los que el propio Rulfo experimentaba: “Los muertos pesan más que los vivos; lo aplastan a uno”. Al escritor mexicano, cuyo nombre completo era Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno, lo aplastaban los fantasmas de sus propios muertos. Su padre fue asesinado cuando Rulfo tenía 7 años, en 1923, y casi toda su familia fue masacrada en lo que llamaron “La guerra santa”, cuando el clero lanzó al pueblo contra el gobierno, poco antes de la contrarrevolución cristera. Y como si no le faltaran muertos, a los 12 perdió a su madre. Alberto Vital, investigador de la Universidad Nacional de México (UNAM), y autor de Noticias sobre Juan Rulfo, sugiere que Pedro Páramo –considerada por Borges como una de las mejores novelas de la literatura– probablemente empezó a gestarse la noche en que mataron al padre del escritor. Esta hipótesis, un hilo demasiado delgado entre vida y obra, fue desmentida por Rulfo. “Jamás he usado nada autobiográfico en mis obras. Muchos creen que un libro sólo muestra una historia real, que narra hechos que pasaron con personajes que existieron. Se equivocan: un libro es una realidad en sí, aunque mienta respecto de la otra realidad.” No sorprende, entonces, que –según Gabriel García Márquez– el escritor compusiera “los nombres de sus personajes leyendo lápidas en los cementerios de Jalisco”. Los personajes existieron –Damiana Cisneros, Susana San Juan, Justina Díaz, Fulgor Sedano, Juan Preciado y tantos otros–, los relatos fueron creados por obra y gracia de la imaginación rulfiana. En el magnífico ¡Diles que no me maten!, acaso el mejor cuento desde la construcción formal, el condenado Juvencio Nava pide clemencia ante su ejecución. Esgrime que está viejo, que vale poco, pero mató a su compadre porque “le negó pasto para sus animales” y, desde el crimen, estuvo escondido durante 40 años. Con eficacia narrativa, Rulfo va desplegando los ángulos que pintan el alma humana de víctimas y victimarios. El coronel, el único que podría perdonarlo, es el hijo del hombre asesinado por Juvencio. Y el militar le dice al condenado una de esas frases rulfianas imposibles de olvidar: “Es algo difícil crecer sabiendo que la cosa de donde podernos agarrarnos para enraizar está muerta”. No hay salida ni esperanza, no hay redención, sólo condena; los personajes se percatan del fracaso ineludible de su lucha. La cara de Juvencio parece comida por un coyote de tantos tiros de gracia que le dieron. Al final triunfa la justicia por mano propia, igual que en Pedro Páramo. La estrategia rulfiana, para Vital, “fue mostrar como nadie y como nunca ese México inconsciente e irracional que es también sinécdoque de América”. Cuántos libros salen del horno de las editoriales con tanta premura que parecen crudos y dejan la sensación de que hubiera sido mejor no haberlos leído. ¿Para qué publicar más, si la contundencia y la calidad de la obra de Rulfo estaba destinada a perdurar como los buenos vinos que cuanto más añejos resultan mejores? Su negativa a publicar no se tradujo en un retiro definitivo. Siguió escribiendo y se dedicó a la fotografía, “para señalar los caminos y precipicios de su escritura”, como propone Nuria Amat en la biografía Juan Rulfo, el arte del silencio. El escritor mexicano puso en circulación las voces trágicas y desarraigadas de los desposeídos del pasado, pero esos ecos rebotan en el presente de un mundo que funciona como una máquina de gestación de excluidos. La tierra que debería acoger a sus hijos los rechaza, los convierte en huérfanos. Rulfo construyó la riqueza de su universo desde este paisaje desolador que cada vez se incendia y se hunde más, como “un rencor vivo”.

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Juan Rulfo, en Buenos Aires, en 1983.
 
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