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Martes, 28 de diciembre de 2010

UN AñO CON MUCHO PARA RECORDAR

Ese interminable placer de perderse entre las páginas

En un año signado por la presencia argentina en la Feria del Libro de Frankfurt, un recorte inevitablemente incompleto de lo sucedido en esta temporada en materia editorial deja una sensación gratificante: buen momento para repasar títulos y autores.

 Por Silvina Friera

Todos los caminos conducen a las calles polvorientas de un pueblo de la provincia de Buenos Aires. Emilio Renzi baraja pensamientos en ese año –1972– en que las tensiones están desplazadas a las pintadas de las paredes, donde “Perón vuelve”. Habría que inventar –dice– un nuevo género policial, la ficción paranoica. “Todos son sospechosos, todos se sienten perseguidos. El criminal ya no es un individuo aislado, sino una gavilla que tiene el poder absoluto. Nadie comprende lo que está pasando, las pistas y los testimonios son contradictorios y mantienen las sospechas en el aire, como si cambiaran con cada interpretación. La víctima es el protagonista y el centro de la intriga; yo ya el detective a sueldo o el asesino por contrato.” La tentación de recordar un fragmento de Blanco Nocturno (Anagrama), una de las mejores ficciones de este 2010, es tan arbitraria como injusta para las magistrales lecciones narrativas que despliega Ricardo Piglia. Se sabe que cualquier recorte naufraga, por más buenas intenciones que se tenga, en las aguas de los caprichos y gustos de cada lector. Más cuando se trata de seleccionar, con el afán de “ilustrar”, una pequeña parcela de esta novela tan proclive, como todo lo que tiene el sello del escritor, a ser citada por las frases, los tonos, las reflexiones que suscita página tras página. Intentar leer todo lo que se publica en estas tierras prolíficas –que lanzan a la galaxia lectora, redondeando, unos 20 mil títulos al año– es una misión si no imposible al menos de largo aliento que excede holgadamente el marco temporal.

Pero hecha la aclaración, hay una saludable mezcolanza de libros en el inventario de este año signado por la presencia argentina en la Feria del Libro de Frankfurt (ver aparte). Antes del repaso se impone añadir unas líneas más sobre Blanco Nocturno. Como si restituyera la importancia del personaje con su correspondiente épica, Piglia pone en escena una galería de criaturas inolvidables, como el aventurero y seductor portorriqueño Tony Durán, las mellizas Sofía y Ada; el comisario Croce, un “chiflado” encantador. Y el personaje más trágico y desgarrador, Luca, héroe “arltiano-peronista”. Tal vez el más inolvidable de esta novela por su obstinación en preservar la materia de sus sueños hasta el final. Aunque el escenario sea la ciudad –en un presente de degradación y decadencia–, hay un hilo trágico que podría conectar con otra de las extraordinarias novelas de este año: El oficinista (Seix Barral), de Guillermo Saccomanno, ganadora del Premio Biblioteca Breve. El calvario del anónimo y gris protagonista no da respiro al lector. El oficinista en cuestión es un hombre rengo tan paranoico y desgraciado que hasta cuando decide robar se queda con un collar de piedras prometedoras que no es más que una baratija. Su desgracia es extrema. Cuando se enamora de su secretaria y cree que el amor será su redención en la Tierra, sólo alcanza la traición. En el tejido apresurado que la memoria compone para un balance se insinúan “puentes” entre las obras o los personajes –atisbos de parentescos, afinidades o aires de familia–, una especie de prematuro tanteo por tierras que otros podrán explorar. “¿Pero se puede acariciar un sueño?”: La pregunta final de Oscura monótona sangre (Tusquets), de Sergio Olguín, podría establecer una incipiente relación entre el protagonista, Andrada, un padre ejemplar y empresario exitoso, con el gris oficinista de Saccomanno. Habría que decir que, con las distancias del caso, ambos intentan acariciar ese sueño. Las dos novelas incomodan por su férrea exploración de clases; están lejos de ser un bálsamo para las conciencias que cultivan ex profeso la corrección política. Olguín asume el desa-fío de invertir roles “naturalizados”, prejuicios de vieja data. En su novela el sujeto peligroso no es el villero, sino un hombre de clase media acomodada. “Si en la villa te roban o te pegan un tiro”, estribillo amplificado hasta el hastío por los medios de comunicación, Andrada no sólo busca una prostituta adolescente en ese territorio que le es ajeno. El empresario mata a un joven de la villa. La víctima de la violencia y la inseguridad no es el hijo próspero de la clase media.

En el paneo de lecturas es posible deslizarse desde la adictiva “ficción paranoica” de Piglia a una obra maestra del “realismo místico”. En cinco minutos levántate María (Alfaguara), de Pablo Ramos, es el cierre formidable de la trilogía autobiográfica protagonizada por Gabriel Reyes. Aunque la protagonista de esta novela, en rigor, sea la madre de Gabriel, compleja y sutil voz de un ama de casa de setenta y pico de años que desgrana sus recuerdos. Que desea que no haya más alcohol y drogas en la familia. Que se rebela a su manera. Pero se rebela. Un narrador “extravagante”, médico biogenetista, aporta El corazón de Doli (El Ateneo), de Gustavo Nielsen. Víctor, copia exacta de su hermano Sergio, tiene una misión peliaguda en la vida: apoyar en todo a Sergio, el original; ser repuesto vivo de órganos. Pero la réplica precisa, suerte de Frankenstein de la pampa sufriente, no aceptará su condición de esclavo. La novela coquetea con un futuro muy cercano, donde abundan las manipulaciones genéticas, los seres clonados y copias berretas de la hamburguesería de “la cajita feliz”. Un futuro a la vuelta de la esquina del presente, atenazado por el pasaje de la sexualidad sin procreación a la procreación sin sexualidad.

Qué noche maravillosa, bella en cada pliegue de angustia, regala Leopoldo Brizuela en Lisboa. Un melodrama (Alfaguara), ambiciosa novela de más de 700 páginas, barroca en el montaje de cada una de las piezas que la componen, teatralmente pirandelliana, con seres desnudos y la carne lacerada por capas acumuladas de añejos dolores. Hay que sumergirse en el túnel del tiempo de esa noche memorable de 1942 en la capital portuguesa. El aire está surcado por el terror a la ocupación nazi, al bombardeo aliado. El fado y el tango se enlazan en esa Lisboa construida por Brizuela. Un verso de ese tangazo que es “Secreto”, “quién sos vos, que no puedo salvarme”, oficia de vector de esta trama en la que se cruzan la fragilidad de Discépolo con la fuerza intrépida de Tania y la sensualidad de Amália Rodrigues. El miedo, la inminencia de la guerra, rubrica un puñado de secretos inconfesables en otro contexto.

“Un thriller del lenguaje femenino.” Así define Luisa Valenzuela su novela El mañana (Seix Barral). El título de la novela alude al nombre de un barco que transportó a dieciocho escritoras que participaron de una especie de seminario flotante. La fiesta con el lenguaje se acabó cuando un comando militar interrumpió la celebración al grito de “lesbianas” “brujas”, “subversivas”. Acusadas de terroristas, las condenan a un arresto domiciliario; expolian sus bibliotecas, sus libros desaparecen de las librerías y bibliotecas, como si nunca hubieran existido. Tienen la palabra y la escritura prohibidas. Pero la protagonista, Elisa Algañaraz, burlará el sometimiento que padece en el campo de concentración de su departamento. Lo hará a contrapelo de una sociedad, que en la novela no reacciona y parece convalidar el temible “algo habrán hecho”. Como sucedió durante la dictadura. El último caso de Rodolfo Walsh (Norma), de Elsa Drucaroff, thriller que arranca en 1972 y tiene como protagonista al autor de Operación Masacre, alienta, desde la ficción, a afilar el lápiz de un debate ineludible sobre la militancia política, la lucha armada, y un diálogo intergeneracional que aún cuesta reconstruir.

Un personaje para recordar es el protagonista de El otro de mí (Eterna Cadencia), de Miguel Vitagliano, un hombre medio neurótico y desconcertante que se cree un buen espía y anota en sus cuadernos todo lo que hace, dice y le dicen. Hay algo inquietante en el entramado de esta novela cuyas partes son como capas de intimidad que se van desplegando hasta alcanzar –de menor a mayor– el núcleo duro de toda una ficción que rasga el velo de lo doméstico para ir más allá de las cuatro paredes de un living. “¿Cómo dice yo el que no recuerda, cuál es el lugar de su enunciación cuando se ha destejido la memoria?”: La pregunta corre por cuenta y cargo de la narradora de la excepcional Desarticulaciones (Eterna Cadencia), de Sylvia Molloy, una mujer que visita casi diariamente a ML, una ruina de la mujer que fue por el Alzheimer que padece. Molloy compone un texto demoledor en el que trata de entender ese “estar/no estar” de una persona que se desarticula ante sus ojos. Cada despedida (Adriana Hidalgo), de Mariana Dimópulos, es otra de las notables novelas de 2010, protagonizada por una muchacha afectada por el “síndrome de la valija”. La joven que a los 23 años se siente viejísima huye de todas las ciudades, empezando por Buenos Aires, siguiendo por Madrid, Málaga (España), las alemanas Heilbronn, Heidelberg y Berlín. Consume diez años de su vida en ese frenético itinerario hasta que regresa y se instala en una granja cerca de El Bolsón, junto a Marco, el único hombre al que ella amó o creyó amar. Una escritura hilvanada a través de fragmentos que traman una simultaneidad, como si todo transcurriera en un sucesivo presente.

Toda la verdad (Seix Barral), de Juan José Becerra, es otra de las “novelitas” 2010 para recomendar. El diminutivo consigna la brevedad, apenas unas 130 páginas estremecedoras por el viraje corrosivo que adquiere la historia cuando el ingeniero Antonio Miranda regresa a la sociedad que un día sin motivo aparente abandonó. Después de haber vivido una experiencia reveladora en el campo, se transforma en el escritor best-seller del momento. Dos personajes “separados al nacer” confluyen en esa sutil caja de Pandora titulada El otro tiempo (Ediciones del Copista), de Carlos Dámaso Martínez: un abatido profesor de artes visuales adicto a la información y un agauchado comerciante de cueros que él mismo crea en el relato que empieza a escribir, que transcurre a principios del siglo XIX. Ladra, ladra sin parar, el atormentado Joaquín Riste concebido por el excepcional Gustavo Ferreyra en Dóberman, Premio Emecé.

En el rubro cuentos, hay que celebrar los Relatos Reunidos (Alfaguara), de Hebe Uhart, la mejor cuentista argentina, afirmación que produjo la curiosa coincidencia entre Fogwill –el primero en explicitarlo en la solapa de los libros de Uhart– y Piglia, uno de los precursores a la hora de enseñar los cuentos de la autora de El budín esponjoso en los cursos que dio en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Otros dos libros de cuentos quedan en el saldo de lo mejor del 2010: La hora de los monos (Emecé), de Federico Falco, y El principio del terror (Mondadori), de Diego Fischerman. Hay una mujer que rompe el corsé del ensayo, que experimenta en la cornisa de los géneros, abismando la especulación, cuyo fin secreto, ganancia y beneficio declarado es “dar la vuelta al mundo”. Josefina Ludmer, una de las más lúcidas críticas literarias de este país, sacude las precarias certezas de sus lectores en Aquí América Latina (Eterna Cadencia), pieza extraordinaria en su afán de leer de un modo diferente –fusionando a cada paso lo real y lo ficticio, la crítica y la literatura, lo público y lo privado–, que obliga a inventar una nueva categoría para la factoría Ludmer; categoría que ella, lógicamente, se encargará de pulverizar, felizmente, en un nuevo libro. Como acostumbra esta hacedora de “reflexiones en movimiento”.

Las memorias de Leónidas Lamborghini, Mezcolanza (Emecé), recupera la oralidad irreverente del poeta, una ensalada rusa verbal atravesada por Roberto Arlt, Enrique Santos Discépolo, las letras del tango y Dante, como en su obra. Entre los ensayos literarios publicados este año hay que mencionar el formidable Una profecía del pasado, de Edgardo Dobry (Fondo de Cultura Económica), un análisis centrado en el proyecto de Leopoldo Lugones en El payador. Si la ficción y adyacencias pueden resultar un tanto tóxicas, un par de libros de poesía conseguirá eclipsar el desánimo y aumentar la dosis poética en sangre de unos cuantos lectores. Las líneas apremian, pero hay que destacar los 200 años de poesía argentina (Alfaguara), compilada por Jorge Monteleone; Horla city (Emecé), la poesía completa de Fabián Casas; El eco de mi madre (Bajo la luna), de Tamara Kamenszain; la antología de “poesía salvaje” Si Hamlet duda le daremos muerte (Libros de la Talita Dorada), que polemiza con la llamada “poesía de los ’90”; el primer refrescante libro de Camilo Blajaquis, La venganza del cordero atado (Continente), y los Poemas pendientes (Alción), de Rodolfo Alonso. Antes de alzar la copa, preferentemente con la mano izquierda, tres últimos libros al hilo para devorar: el primer tomo del peronismo, Filosofía política de una persistencia argentina (Planeta), de José Pablo Feinmann; Valientes (Marea), de Hernán Brienza, y La mano izquierda de Dios, de Horacio Verbitsky, epílogo de su monumental Historia política de la Iglesia Católica. Ahora sí: después de semejante 2010, se puede brindar por un 2011 con muy buenos libros.

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Ricardo Piglia retornó con Blanco Nocturno, una de las mejores ficciones de este año.
 
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