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Sábado, 7 de febrero de 2015

BERLINALE FILMS DE WERNER HERZOG Y JAFAR PANAHI EN LA COMPETENCIA OFICIAL

Distintos modos de viajar por el mundo

En Queen of the Desert, con Nicole Kidman, el director de Fitzcarraldo encara su primera película protagonizada por una mujer, pero se deja seducir por los estereotipos de Hollywood. El director iraní, en cambio, pinta el mundo desde su Taxi.

 Por Luciano Monteagudo

Página/12 En Alemania

Desde Berlín

Dos nombres de peso, quizá de los más fuertes que tiene para ofrecer este año el festival, aparecieron juntos ayer en la segunda jornada de la competencia de la Berlinale, que se inició el jueves y se extenderá hasta el domingo 15 en la capital alemana. Por un lado, el alemán Werner Herzog, figura esencial del Nuevo Cine Alemán de los ’70, que nunca dejó de estar en actividad –aunque en los últimos tiempos haya privilegiado el cine documental (que en sus manos, por cierto, no se parece a nada que no sea su propia obra)–, trajo al concurso oficial su primera ficción en cinco años, Queen of the Desert, una sorpresiva superproducción de capitales estadounidenses protagonizada nada menos que por Nicole Kidman. Y por otro, en el extremo opuesto del arco expresivo, el iraní Jafar Panahi, que sigue sin poder salir de su país, envió Taxi, otra pequeña gran película de esas que realiza al margen de la censura que lo atenaza desde que en 2011 el régimen iraní le prohibió salir del país y ejercer su oficio de cineasta.

Nada más difícil que pensar Queen of the Desert como un film de Herzog. De hecho, si a uno le vendaran los ojos durante los créditos o le escamotearan los títulos, sería casi imposible identificar con su cine la historia de Gertrude Bell (1868-1926), una arqueóloga, escritora y aventurera británica que a comienzos del siglo XX, en Arabia y Asia menor, intervino como espía para la Corona de su país, al punto de haber sido conocida como la “Lawrence de Arabia femenina”. No es la primera vez, por cierto, que Herzog se lanza a descubrir estos personajes un tanto oscuros, que de otra manera hubieran ocupado apenas una nota al pie de página de los libros de Historia. Lo hizo, por supuesto, en Aguirre, la ira de Dios (1972) y diez años después también en Fitzcarraldo, otros dos grandes viajeros y aventureros. Como se recordará, en ambos casos Klaus Kinski funcionaba como una suerte de alter ego del realizador, un actor transfigurado completamente por su personaje al punto de desafiar las leyes de la naturaleza. No es precisamente el caso de Kidman en Queen of the Desert.

Sería injusto, sin embargo, cargar las tintas en la actriz, quien a pesar de las cirugías que casi han cambiado sus rasgos, asume el que quizá sea su mejor trabajo en años, después de una carrera errática, por decir lo menos. Tampoco es que la película sea una catástrofe, ni mucho menos (aunque las pocas escenas en que aparece Robert Crepúsculo Pattinson disfrazado como Lawrence de Arabia, con turbante y todo, sean un poco ridículas). Sucede que en Queen of the Desert cuesta encontrar el Sturm und Drang, la tormenta y el ímpetu, la grandeza y la furia del director en sus mejores títulos. Ni siquiera tiene la locura que ostentaba su anómala versión de Un maldito policía en Nueva Orleans (2009), su película más reciente producida en Hollywood. Una épica de manual, siempre un poco forzada, el tratamiento romántico, casi kitsch, del personaje (que tiene dos amores frustrados, pero termina enamorándose de la poesía de Omar Khayyam), una fotografía y dirección artísticas preciosistas y una música sinfónica omnipresente hacen de Queen of the Desert una película se diría démodée, que en el mejor de los casos puede recordar al Doctor Zhivago o al Lawrence de Arabia de David Lean y, en el peor, a El paciente inglés de Anthony Minghella.

Herzog y su equipo defendieron muy bien la película en la conferencia de prensa posterior a la proyección, frente a un periodismo más bien amable y complaciente. Con humildad, Herzog reconoció que no conocía al personaje hasta que un amigo lo convenció de que leyera las cartas y escritos de Gertrude Bell, y que encontró allí un fantástico personaje femenino, quizás el primero en toda su obra, para un cineasta que ha hecho siempre un cine protagonizado por hombres, generalmente alucinados y solitarios. “De Gertrude, me interesó más su vida interior que las intrigas políticas de las que participó”, aclaró por si hiciera falta, mientras que reconoció que un casto beso entre Kidman y James Franco (que interpreta a quien fue el gran amor de Bell) “fue lo más erótico que filmé en mi vida”.

Herzog también se ocupó de señalar –lo cual es cierto– que su película, que narra los días en que se formaban las fronteras entre Siria, Irak y Jordania, nunca demoniza la vida bajo el Islam, “como se suele hacer estos días en los grandes medios de comunicación, a veces con motivos”. Pero es verdad también que el retrato acrítico que hace de Mrs. Bell tampoco permite sugerir al menos el expansionismo británico de la época. O si lo hace, la deja a ella al margen de esa ideología. Herzog insistió en que para él lo importante es el desierto, que –como las selvas de Aguirre o Fitzcarraldo– representa sobre todo “un paisaje interior”. Basta recordar los desiertos demenciales que filmó Herzog en Fata Morgana (1971) o Lecciones de oscuridad (1992) para advertir las diferencias con el prolijo decorado de Queen of the Desert.

A diferencia de Herzog, Jafar Panahi no pudo estar en Berlín para defender Taxi, pero la película se defiende sola. Y muy bien, por cierto. El punto de partida no podría ser más simple y tiene ya una larga tradición en el cine iraní, que ahora Panahi aprovechó en beneficio propio, para resolver de una manera rápida y sencilla las dificultades que tiene para hacer cine en su país: rodar toda una película arriba de un auto. Su amigo y colega Abbas Kiarostami ya lo había hecho antes en varias oportunidades y, en un modo extremo, en Ten (2002), y ahora Panahi vuelve a utilizar el mismo recurso, con la salvedad de que es él mismo quien conduce el taxi del título.

Si en sus dos películas inmediatamente anteriores –Esto no es un film (2011) y Cortina cerrada (2013)–, realizadas durante su reclusión domiciliaria, no salía ni un metro fuera de su casa, aquí Panahi en cambio casi no se baja de su taxi, por el cual pasan los más variados personajes. En esa deliberada mezcla de ficción y realidad que tan bien el director sabe borronear, algunos incluso lo reconocen inmediatamente, como un vendedor de DVD “pirateados”, a quien el mismo Panahi le habría comprado algunos títulos (para los curiosos: Erase una vez en Anatolia, del turco Nuri Bilge Ceylan, y Medianoche en París, de Woody Allen).

Se entiende entonces que lo del taxi es un dispositivo que le permite a Panahi convertirse en personaje e interactuar con otros que seguramente no son actores profesionales, pero que se comportan como tales, como la niña que dice ser su sobrina, que a su vez lo filma con su propia cámara de fotos y que ante la primera discusión (los iraníes se la pasan discutiendo, hemos aprendido viendo su cine) lo amenaza con bajarse del auto y abandonar el rodaje, como lo hacía la inolvidable niña de El espejo (1997).

Aunque Taxi tiene un tono ligero y vivaz, no exento de humor, los apuntes políticos aparecen aquí y allá, en distintos diálogos: la discriminación hacia la mujer, la pena de muerte, la censura, la represión, la sharia o ley islámica. Pero en definitiva lo que prima es aquello que Balzac llamaba “comedia humana”: un vívido fresco de la sociedad iraní de hoy vista desde el microcosmos de un taxi.

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Nicole Kidman y Werner Herzog, en la conferencia de prensa de ayer en la Berlinale.
Imagen: EFE
 
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