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Domingo, 29 de octubre de 2006

El torso viviente

 Por María Moreno *

Pudiendo hablar, no lo hacía. Que nadie se distrajera del efecto de su imagen. Otros pedían en Plaza Catalunya o sus alrededores pero él era el de ademán más ascético. Permanecía detrás de su gorra dada vuelta sobre la loneta en la que se apoyaba. Iba a escribir donde permanecía de pie pero estaba visto que el lenguaje estaba lleno de verbos que no le atañían: caminar, asir, abrazar definían acciones para el resto del mundo porque él carecía de brazos y de piernas. Sería aventurado decir que no hacía nada, portaba su aspecto sobre el invisible muñón cubierto por una suerte de bolsita o portinfant. Sólo el accidente genético podía explicar el tamaño regular del torso y de la cabeza. Una ligera inclinación hacia un lado sugería que el torso no estaba hecho para soportar su propio peso, aunque fuera más liviano por la falta de brazos. Tal vez esa inmovilidad le causara dolor al que la sobrellevaba: el permanecer en esa posición debía constituir, de algún modo, su fuerza de trabajo, concentrada en producir y fijar una imagen a fin de provocar la conmiseración, la huida o la caída de una moneda en su gorra, es decir algún tipo de reconocimiento que él no retribuía ni con el insulto ni con las gracias. Me parecía que esa indiferencia hacia los hombres y mujeres completos, que hasta parecían provocarlo con su desplazamiento veloz y su habilidad para sortearse mutuamente en la casi corrida hacia la boca del subte o hacia la entrada de El Corte Inglés, no se debía a alguna forma del rencor sino a una suerte de profesionalismo al que el hombre imprimía la ley del menor esfuerzo, más allá de que fuera incapaz de realizar uno. (...)

Apareció una luna rara, como de lluvia, con un aura de gris esfumado. Se había hecho de noche. Ya no veía la lona del hombre. No sé en qué momento había dejado de escuchar el grito del hambriento, ni cuándo la mendiga rumana había abandonado su parada. De pronto sentí una especie de golpeteo rítmico que no podía provenir de un bastón. Se parecía al ruido sordo que hace sobre la mano el paquete de cigarrillos recién abierto, cuando se intenta sacar el primero. Vi la sombra sobre el sendero. No pensé nada porque no se parecía a nada visto o conocido: el hombre avanzaba con leves y pausados saltos. Su rostro había abandonado su inexpresividad habitual por un gesto crispado donde no había emoción sino esfuerzo. Al llegar a la fuente se trabó con la mandíbula en el borde y, de un envión, elevó el torso que, por su propio peso, cayó en el agua. Con gran habilidad, dejó descubierta la cabeza. La fuente no era profunda, apenas lo suficiente como para recibir la caída de las aguas danzantes. Hizo una especie de plancha y apareció con el pelo húmedo peinado hacia atrás, despejando una cara dura y fuerte de estatua. Miró el cielo y pareció abandonarse al placer. Luego, con el mismo movimiento de palanca, salió de la fuente. Se acercó hasta su morral que yo no había visto y que tal vez guardaba siempre en el mismo lugar, sabiendo que los arrebatadores de la plaza no se atreverían a robarlo. Con los dientes sacó fósforos y un cigarrillo. Me obligué a mantenerme oculta, a no ceder al sentimiento falsamente solidario que, al intentar suplirla, señala al carente su falta. Creo que comencé a incorporarme, pero luego volví a dejarme caer sobre el banco. El hombre, seguramente, no quería ser visto. Había apoyado la caja de fósforos contra la pared de la fuente para mantenerla quieta. Que la dificultad proviniera menos de su defecto que del hecho de intentar hacer fuego con el cuerpo mojado, me parecía una coquetería cercana a la jactancia. “No se puede encender con facilidad un fósforo con una parte del cuerpo mojada”, leí en su mueca de impaciencia. Luego, en la oscuridad, distinguí el fuego de su cigarrillo encendido. Sentí emoción. Lo había visto ser como todos los hombres.

* Fragmento de “Suplicantes”, del libro de próxima aparición Banco a la sombra, Sudamericana, colección In situ.

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