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Sábado, 6 de agosto de 2005

AL GENERO DEL STAND UP, SEBASTIAN WAINRAICH SUMA AHORA EL HUMOR JUDIO

Me va bien... ¿Debería darme culpa?”

Es el gran promotor del stand up y del humor judío, tanto en la radio como en la TV, donde construye un personaje de notero al que sus entrevistados subestiman. Ahora integra el flamante show de monólogos Oi, oi, hoy. “Si se dan cuenta de que el guión estaba escrito, no sirve”, dice.

 Por Julián Gorodischer

Ser una celebridad puede ser un problema. Más aún si, como movilero, Sebastián Wainraich pretende descascarar el evento de los ricos y famosos, parodiar el programa de cable, confrontar a la modelo con su estupidez o ser más vivo que el otro, pero sin parecerlo. Ahora, él mismo es la Revelación de la TV, según los premios Martín Fierro del 2005, y se trata de igual a igual con Adrián Suar: ¿el moscardón ya no resulta tan molesto? “A Suar le entré por el lado judío –dice–, somos los dos de Villa Crespo, comíamos en el Imperio de Canning y Corrientes, íbamos a ver a Atlanta.” Ser o no ser judío: léase como un estar en el mundo que lo afirma en un tipo de humor particular así en Indomables como en su programa de radio Wanna Be (en la FM X4) y, sobre todo, en el espectáculo de stand up judío (ver aparte) que acaba de estrenar junto a otros once monologuistas en The Cavern (en el Paseo La Plaza, los jueves a las 20). “Algunas cosas nos deben estar yendo bien desde que el judaísmo se puso de moda, porque nos dieron a Madonna y nosotros les dimos a Jimena Cyrulnik: la negociación la debe haber hecho un turco del Once” (risas).
Trabaja al límite de la sensibilidad –dice–, en esa zona de incorrección en la que (en el programa) ejerce como chupamedias del poderoso de turno, olfa del jefe (Roberto Pettinato), criticón de la farándula, pero en un tono sosegado que no violenta como un movilero zumbón de CQC sino que, ante todo, lo consagra como un gran perdedor. En el stand up se toma otras licencias. “Sólo un judío puede retratarse descarnadamente –cree–; hablo de la extrañeza que me producen los judíos religiosos, imagino un mundo en el que todos seríamos judíos. Primero aparecen las imágenes más obvias: muchas madres diciendo abrigate, abrigate, o Atlanta llenando las canchas.” Para componer sus monólogos (antes en Cómico Stand Up, ahora en el flamante Oi, oi, hoy) recuerda las charlas de la adolescencia, los grupitos de Macabi, la cerradez de su familia en busca de una buena chica judía como novia... “Cosas –dice– que en boca de un no judío serían un escándalo. Yo llegué a pedirle a Jimena Cyrulnik que volviera al judaísmo porque la íbamos a necesitar. Si lo hiciera un católico con su religión, sería terrible. La inmunidad la da ser minoría.”
Casi sin darse cuenta se fue convirtiendo en un referente del stand up, quizá porque fue un fan del género desde que descubrió a Woody Allen en los ’80 o desde que entendió que era un registro particular: ni cuento, ni anecdotario, sino “situaciones que relata alguien que sabe sufrir –sigue–. En el stand up lo que decís te tiene que estar pasando, ser un tema que te sensibilice en el momento. Si se dan cuenta de que el guión está escrito, no sirve”. Ahora, el monólogo irrumpe en el panorama porteño con la fuerza de la espontaneidad, no se limita a los actores, convoca a una locutora y periodista (Dalia Gutmann), a un ejecutivo de TV (Max Goldenberg), al propio Wainraich (¿?) en un amplio espectro que sólo tiene un rasgo en común: no poder parar de hablar, sublimar toda la furia y la venganza con la palabra, hacer una catarsis larga y desmedida que sólo se calma cuando estalla una carcajada general.
–¿Cómo se convirtió el stand up en un boom?
–Llegó tarde a Buenos Aires, como pasa con todo: y hay cada vez más porque necesita sólo de un micrófono y un tipo, es un show barato, accesible y que se resuelve con cinco pibes creativos. Vas por Corrientes un sábado y te llenan de panfletos: yo, en el escenario, cuento que no sé qué cara poner frente al portero visor, que no sé cómo se llama Chunchuna Villafañe, o que no aprendí a relacionarme con los mozos. La clave es que la gente diga: “¡Es verdad!”
–¿Cuándo está bien resuelto?
–Tiene que ser una exageración de lo que en verdad te pasó. El riesgo es que los amigos se caguen de risa, y que lo hagas con desconocidos y no se ría nadie. El modelo que tomo es el Woody de los ’80 que cuestionaba la religión de modo profundo o comprometido, o el Seinfeld de los ’90 que cambió el tono durmiéndose durante La lista de Schindler. ¿Un tercer relevo? Tal vez Christian Castro, que se hizo judío. Yo lo vi con la kipá: puede ser el nuevo emblema.
¿El secreto de su éxito? Siempre tuvo un padrino difícil que lo elige sólo a él. La primera vez que lo vio, Fernando Peña le dijo que no lo quería demasiado, y él no se escapó. Le respondió que ya aprendería a quererlo, y se convirtió en su colaborador fetiche, guionista de sus personajes y obras de teatro, blanco preferido para su escarnio, pero a la vez aprendiz esmerado de los secretos del oficio. Supo que para hacer reír en radio atendería a los detalles, dejaría de ser “vueltero”, le dio un giro a la falta de hipocresía. El prefiere una ironía asordinada. “Si Peña te dice: ‘Es un asco tu camisa’, yo te digo que está buena y me río con el que está atrás tuyo.” Esa malicia se atempera con “la cara de bueno” y la autodenigración. El freakero goza exponiendo al fenómeno (la madre de Débora de Corral, o una modelo boba), pero antes compensa con una paliza dirigida hacia sí mismo. ¡Es la condición!
–Con esa actitud asordinada, se convirtió en un cronista implacable de los vernissages...
–Me gusta ir a remarla, que no pase nada, hablar de la ropa. Llego y empiezo a ver qué hay, por qué quieren estar ahí, y empiezo a encarar. ¿Alcohol? No, un judío no toma. La gente fluye bien, porque quiere salir en tele... No necesito hacerles chistes: los dejo expresarse... Me gusta preguntarles a los famosos qué hacen durante el día... Descubro que Karina Jelinek piensa un montón... ¿En qué?, le pregunto... “Que me voy a Nueva York”, responde. ¿Si pretendo un retrato colectivo? No, mi blanco es solamente ella.
En Arde Troya, junto a Matías Martin, descubrió que no le sentaba bien el cronista calentón. Tenía a su cargo la sección El besito de las buenas noches, en la que besaba y adulaba a una modelo... Pero le pareció muy típico, ya frecuentado por Andy en CQC (otra vez, como parámetro para diferenciarse), e impropio de un “buen chico judío”. Quiérase o no, siempre volvió en su carrera la marca de la cuna, eso que mamá y papá hubieran querido para él, una manera menos popular de ser de barrio. El defendería no las afueras más dignas de una barra de gomazos (de ShowMatch) sino el clima más contenido, en lo sexual, del Once o Villa Crespo. “Dejé de hacerme el pajero –asume–, estoy tratando de aflojar, me parece muy típico el lance. Y no es de típico chico judío, hay que ser más sobrio. En Indomables me gusta joder con una mina como Carolina Papaleo, decirle que me encanta, buscar un romance más raro.”
Entonces, ¿ser una celebridad puede ser un problema? Sí, sobre todo cuando el famoso empieza a conocerle el juego, a entrar demasiado en la propuesta (Suar, Luciana Salazar, Karina Jelinek...) o a eludirlo sin darle opción (el Corcho Rodríguez). Tal vez, cree, todo su accionar (en la radio, en los móviles, en el stand up, en el libro Estoy cansado de mí que está por editar) sea un largo monólogo de fuerte contenido autorreferencial, en el que vuelve la mención a la neurosis, la soltería, el psicoanálisis que nunca decreta la cura... “Pero eso no lo pongas –pide–, porque mi psicóloga anterior no sabe que sigo analizándome con otro... Y no me gustaría que se entere por esta vía...” (risas). Pero en el fondo, o no tan profundamente, todo es una enorme impostura. Wainraich es siempre el personaje que oscila entre la bobería (en el segmento Kitsch de Indomables) y el cinismo (en las notas con modelos), despegado de lo dicho, propenso a los relativismos. El, que dice ser un perdedor con las mujeres, tiene como novia a una buena chica judía que actúa en Oi, oi, hoy, y cuyo nombre prefiere no revelar... Pero hay un goce en el lamento, y además es la clave para que el famoso se prenda en el juego. ¿O no? El, claro, preferiría no tener que admitirlo... “Nunca la voy de soberbio... soy un gran perdedor. Yo soy peor que vos, pero te puedo hacer chistes también; soy perdedor en las dudas, en las incertidumbres. Me está yendo bien ahora... ¿Debería darme culpa? ¿Cómo trabajar de lo que me gusta y que me vaya bien? ¡Imposible asumirlo!

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Wainraich impuso una personalidad. “Soy un gran perdedor”, miente.
 
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