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Domingo, 16 de octubre de 2005

LA OCTAVA FECHA DEL PEPSI MUSIC, PARA TIMPANOS FUERTES

Cuadros, intoxicados y aplanadoras

Intoxicados, Catupecu Machu y Divididos (con Sokol de invitado) le pusieron un alto nivel de energía a la noche en Obras.

Primero agarró un tacho con restos de agua mineral y latitas de gaseosa, mostró que no había nada lleno para revolear, lo lanzó con desprecio y el receptáculo rodó peligrosamente por el borde del escenario. El cesto decía “Pepsi”. Después –mientras sonaba Una señal– proyectó lo que iba a pasar. “¿Cuánto tiempo nos queda? Me voy a dar cuenta cuando sienta un fierrazo sobre mi cabeza.” Y al final, como hace con todas las cosas, lo experimentó en carne propia. Pity, líder carismático y chiflado de Intoxicados, agregó un tema que no estaba en la lista (Departamento deshabilitado) y lo alargó hasta cuando pudo, burlándose del celo cronométrico de la organización. La octava fecha del Pepsi Music tuvo entonces a su primer gran provocador: un rocker nato, al que poco le interesan el tiempo, lo profesional y el aburrimiento, y mucho romper límites, desacartonar, ir contra las leyes del juego.
Claro que su banda no era la principal de la noche, ni las más de 25 mil personas que poblaron Obras estaban ahí para contemplar su locura; pero es irrefutable que no pasó desapercibido. El Pity es así, y seguramente no le importa que el show haya sido cuanto menos discreto, que buenos temas como Fuego o No tengo ganas hayan sonado desabridos –apenas zafaron el folkie-stone De la guitarra y Se fue al cielo– o que la banda se haya evaporado mientras él ofrendaba a capella ante su gente un tema de Viejas Locas. Es más, se dio vuelta y, cuando no vio a sus compañeros, no hizo más que disparar una sonrisa: había logrado correr la noche por hacer(la) suya. Demasiado prolijo había salido todo hasta entonces, y Pity embarró la cancha: ¿Querían rock? Ahí estaba.
Pero Catupecu Machu y Divididos sufrieron las consecuencias. Tuvieron que acomodarse a las circunstancias y tocar vertiginosamente para que las amenazas horarias vecinales no pasaran a mayores. “Estamos tocando a los pedos porque hay que cortar, si no se pudre”, se disculpó Ricardo Mollo entre una furibunda versión del único tema que retomaron de 40 dibujos ahí en el piso (Gárgara larga) y Cielito lindo. Y los Catupecu ni siquiera tuvieron tiempo para el bis. Aconteceres –al fin– de una noche agitada, que también tuvo sus paradojas –Mississippi metió más gente en el escenario Indoors que Juana la Loca en el Outdoors–, y sus picos afectivos y contundentes. A esta altura de los festivales, redunda confirmar el poder de agite que detona en cada escenario una banda como Catupecu. Basta con que figuren en lista Dale! –uno de los pogos más grandes del rock argentino–, Y lo que quiero es que pises sin el suelo y Gritando al fin, o que toquen dos hits a los que la rotación en radio y TV no los hace buenos –son buenos– como Magia veneno y A veces vuelvo, para dejar pipona a la masa. Incluso, intercalando superfluos intentos de virtuosismo (Acaba el fin, por caso) o monotonías algo tediosas, como la versión con guitarra de Cuadros dentro de cuadros u Origen extremo. De catorce temas, la banda de los hermanos Ruiz Díaz eligió doce de los últimos dos discos (Cuadros dentro de cuadros y El número imperfecto), mechó Eso vive (de aquel trabajo bisagra que fue Cuentos decapitados) y le entregó a los nostálgicos una sola canción del disco debut que sobró, bastó y colmó... al grito de Dale!, lo que tronó no fue el escarmiento, sino el piso de Obras. ¿Resultado?: potencia desmesurada, sudor y estallido.
Los decibeles no bajaron cuando, casi media hora después de lo previsto, pisó la escena Divididos. 24 temas (ocho de Acariciando lo áspero y un salpicadito de los demás discos), tocados a mil, sin respiro ni bloque acústico, refrendaron su prestigio de trío maduro, compactísimo, “experto” con todas las palabras, un clásico imposible de soslayar. Arnedo, Catriel –con remera de la Mona Jiménez– y Mollo no salieron a comprar ni a asustar, salieron directamente a matar y ofrecieron un show sin fisuras, virtuoso, muy al palo. Entre el primer tema, Por el aire como un tiburón (junto a Basta fuerte, único rescate de Otro Letravaladna) y el octavo, Vida de topos, la contundencia fue la regla y ni un segundo medió entre tema y tema: a Cabeza de Maceta y el salvajismo de Catriel, le siguió, impecable, Capo Capón; a Ay, qué Dios boludo (tema inevitable de Vengo del placard de otro), se le pegó Voodoo Chile y Hendrix encarnó en Mollo, tocando la guitarra hasta con los dientes.
Pero todo fue poco ante el momento –¿cumbre?– del festival. “Vino a escucharnos a un ensayo y dijo: “quiero tocar un tema con ustedes” “bueno, dale, le respondimos”, Arnedo explicó el motivo de “la” presencia de la fecha: Alejandro Sokol. El Bocha, que anoche ocupaba su rol con Las Pelotas, le anotó un gran poroto al rock argentino al plegarse a la aplanadora y cantar Aladelta. “Alto gesto y sorpresa”, se hizo realidad un viejo dicho popular: Divididos, las pelotas. Después, llegaron un homenaje a Led Zeppelin con un retrato de John Bonham en pantalla y la intro del eterno Moby Dick; y otro a Sumo: versión extraña de La rubia tarada y un epílogo más. Igual que en el anterior Obras abierto, Divididos participó al quebradeño Fortunato Ramos para climatizar con su erke la de por sí libre interpretación de Mañana en el Abasto; y después se despidió con una irreconocible y fumigadora ejecución de Mejor no hablar de ciertas cosas. Inédito hasta la fecha: nadie se fue y nadie se quería ir, cuando todo había terminado y Mollo, electrizado, se perdía entre la gente.

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Corrido por el tiempo, “la aplanadora del rock” hizo un show contundente y sin fisuras.
 
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