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Lunes, 24 de octubre de 2005

“LOS SUICIDAS DEL FIN DEL MUNDO”

Muertes lejanas, silencio cómplice

El libro de Leila Guerriero es una crónica sobre el horror en un pueblo patagónico.

 Por Angel Berlanga

“Juro silencio sobre mi futuro.” La habitación de Mónica Banegas había sido blanqueada por su familia adoptiva, pero Leila Guerriero alcanzó a leer, escrita en una de las paredes, la frase que la pintura no alcanzó a tapar del todo. En ese lugar, el 26 de marzo de 1997, por la tarde, esta chica de 18 años decidió el asunto con un escopetazo. Fue el primero de los doce suicidios ocurridos durante los veintiún meses subsiguientes en Las Heras, provincia de Santa Cruz, un pueblo petrolero con destino atado al crecimiento y posterior desguace de YPF. La edad promedio de once de los suicidas da 25. Un disparo, o un alambre, o un cinturón, o una soga para colgarse en una calle, en un galpón, en el propio cuarto. A comienzos de 2002, Guerriero hizo su primer viaje a este sitio azotado por un viento eterno que contribuye, cuenta, a que los pobladores se encierren. En Las Heras esta periodista habló con familiares y amigos y oyó sobre sus vidas, sus sueños y sus muertes; eso desembocó en Los suicidas del fin del mundo, una crónica que se ajusta al género, incluye el uso de la primera persona e indaga en el contexto, las creencias y los prejuicios de esa comunidad.
–¿Llegó a alguna hipótesis acerca del porqué de estos suicidios?
–Cuando contaba qué estaba haciendo siempre surgía esa pregunta, por qué. La verdad, ésa fue la que menos me interesó: nunca me pregunté por qué. Sería como preguntarme por qué soy periodista: es una cadena tan larga de gustos y disgustos, frustraciones y no frustraciones, que me parece que la explicación llevaría una enciclopedia. Si hago psicología silvestre, diría que tiene que ver con la naturalización de muchas cosas: los maltratos, el alcoholismo, chicas embarazadas siendo demasiado jóvenes. Todo es como muy natural y nada se plantea, no se hablan las cosas, y entonces estallaron, por ahí, los eslabones débiles de esas familias, que por otra parte son muy disfuncionales, con miembros que vienen de distintos lados. Esto no quiere decir que sea culpa de la familia; ahí está lo complicado de hablar de un “por qué”. Me parece que tiene que ver con un país muy injusto, que no da educación, ni salud, ni posibilidades de trabajo a la gente, ni de quedarse en su lugar, con la brutalidad que implica vivir en un pueblo chico que vive del petróleo y las subas y bajas que eso implica. Algunos decidieron que vivir así no era tan natural e hicieron lo que hicieron.
–Son muchos los que en el libro dicen “yo no sé por qué hicieron eso”.
–Yo puedo entender al suicidio como una forma de alivio de una situación. Mi mejor amiga de la infancia se suicidó cuando yo tenía 20, aunque hacía rato que no la veía, pero no se me ocurrió preguntarme por qué. Tampoco pensé en términos de culpa, o “cómo no vi tal cosa”; dependerá de cómo funciona la cabeza de cada uno. Creo que es un instante de absoluta desesperación, dolor psíquico en general. Bajar un velo y decir: “Bueno, aguanté hasta acá y no aguanto más”. Y eso me parece un acto como de profunda valentía.
–Suele hablarse de un “efecto contagio”, e incluso los medios le bajan el perfil al tema. Más allá de que en el libro no haga conexiones en cuanto a las razones, ¿cree que jugó algún rol aquí?
–Sinceramente, no. Los especialistas dicen que sí, incluso fue muy difícil conseguir algunos datos, números acerca de cantidad de suicidios, porque no los quieren dar y hablan de este efecto contagio. Ahora, digo: no se habla, y de todos modos la gente se mata. Yo creo que siempre es mejor hablar. Y de hecho uno de los problemas del pueblo es que nadie habla nada. No sé si aquí sucedió esto del contagio: debería haber habido una relación más estrecha entre todos, o haber aparecido alguna carta, algún testimonio que dijera “tal hizo tal cosa y entonces yo...”
–¿Por eligió utilizar la primera persona e incluirse, casi, como personaje?
–Me dio mucho pudor, pero me pareció que la sensación de lo que yo había visto acá sí importaba. Que la relación que establecí con los dos personajes gays del pueblo y sus intentos de llamar la atención de alguna manera daba cuenta de la tragedia del presente. Y también me pareció que la llegada al pueblo, toda esa cosa desoladora, agregaba a la historia. Digo, incluir la mirada de un extranjero no habituado a esas cosas al que, tilingamente, le parecen espantosas. Es un límite que me interesaba mostrar: cómo reacciona alguien de esta ciudad, ante la cotidianidad de esa vida aislada en la que la brutalidad y el horror están naturalizados. Todo lo que pasa es como espantoso: ahí está la historia de las dos nenas que se ahogaron mientras patinaban en un lago helado de mierda, literalmente. Es como el horror del horror.

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Guerriero indagó sobre una serie de muertes en Las Heras.
 
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