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Viernes, 21 de marzo de 2008

LA PRESENTACION DE LOS LIBROS DE LA GUERRA, DE FOGWILL

Un encuentro lejos del lugar común

Para la presentación de su antología de textos de los últimos 25 años, el escritor convocó a dos antagonistas: Horacio González y Quintín. Y, claro, hubo algunos cruces.

 Por Facundo García

A veces da la impresión de que los intelectuales ya no asustan a nadie. No es el caso de Fogwill, que esta semana presentó en el Malba Los libros de la guerra (Mansalva), una recopilación de las intervenciones que hizo en distintos medios de prensa a lo largo de los últimos veinticinco años. Y si al hablar de este sociólogo y escritor nacido en 1941 hay que empezar aludiendo al temor, es porque su potencia crítica tiende a causar en las buenas conciencias el mismo efecto que la sal sobre una babosa. ¿Qué le pasa a este tipo?, se pregunta el mundillo intelectual. Cada tanto, él reaparece e intenta responder. Y deja a todos aún más perdidos a la hora de averiguar quién diablos está detrás de lo que varios califican como “una de las mejores literaturas argentinas de la actualidad”.

Los invitados para conversar con el escritor fueron dos de sus frecuentes antagonistas. Por un lado, el sociólogo y director de la Biblioteca Nacional, Horacio González. Cerca, el crítico Eduardo Antín (Quintín). “Convoqué a este equipo porque es gente que puede hablar mal de mí”, se justificó Fogwill, y agregó: “Y porque además ningún colega mío hijo de puta es capaz de confesar sus propias miserias. Yo estoy haciendo un intento acá, lo que me lleva a tener miedo de ejercer cierta jactancia. Para mí es lo que se llama ‘tener pelotas’. En ese punto me asusto porque tengo terror de que al final terminen cagándome a trompadas”.

Round 1: González vs. Fogwill

El primero que habló fue González, que destacó la capacidad de Fogwill para “pensar el mal” sin perder un sustrato piadoso. Rescató especialmente dos notas publicadas en 1984 que fueron incluidas en el nuevo volumen. “La herencia semántica del Proceso” apareció en Primera Plana y antecedió en un mes a “La herencia cultural del Proceso”, difundida a su tiempo en El Porteño. Ahí se sugiere que la supuesta apertura de los ochenta no fue más que una continuación de tendencias inauguradas a partir de la represión cívico-militar establecida en los setenta. “Artículos como ésos han sido muy debatidos a lo largo de estos años, porque atacaban y atacan la yugular de nuestras ingenuidades”, destacó el funcionario. “En un tiempo en el que casi todos adheríamos al alfonsinismo, esas ideas apuntaban al interior de nuestro pensamiento. Eran reflexiones que, estuviéramos o no de acuerdo, ponían en crisis lo que podríamos llamar nuestras ‘estructuras de bondad’.” Así, la literatura de Fogwill habría ido estableciendo un juego que “goza con descubrir las señales siniestras que esconde el pensamiento benevolente, con tramos de extremada belleza y un uso fatal de las paradojas”.

Mechando algunos elogios, González tiró un par de ganchos antes del final. En primer lugar se quejó de que en su actividad literaria y periodística Fogwill se declare enemigo de los núcleos de poder, mientras al mismo tiempo difunde sus opiniones en la prensa masiva comercial y las editoriales extranjeras. A partir de ese momento se suscitaron escarceos:

H. G.: –En estos escritos nos encontramos ante pensamientos de tan profunda arrogancia, tan clownescos, que no consiguen enojarnos, porque si no todos estaríamos pensando si Fogwill es alguien a quien deberíamos excluir de la posibilidad de pensar lo que pasó en Argentina. Al fin y al cabo, él declara ir contra todo pero está aquí, y cabría preguntarle si sabe qué representa el Malba y si conoce quién lo conduce.

F.: –Y bueno, mirá quién dirige la Biblioteca Nacional...

H. G.: (Enojado.) Cosas como ésta me hacen pensar que no debería estar aquí... Para terminar, me permito preguntar si es posible renunciar a las herencias; si es posible decir que aquello que condenamos, las “pobres izquierdas”, “los pobres militantes”, los “pobres directores de la Biblioteca”, son unos tontos que creen que rompen con lo viejo y, sin embargo, no saben declarar los poderes que los insuflan. ¿Alguien puede denunciar esto con claridad? Me pregunto si efectivamente –como Fogwill parece decir– estamos viviendo lo mismo que durante la dictadura, si efectivamente no hay cortes en la historia, y si es necesario que haya un crítico individual como él para decirnos que aún hay demasiadas continuidades. ¿Es posible que una persona sola haga este trabajo?

F.: –Ya que estamos, quiero agradecer la presencia de Fito Páez, Adrián Dargelos y otros amigos, porque me levantan puntos con las chicas y el marketing.

Round II: Quintín vs. Fogwill

Quintín reveló que él también había sentido cierta incomodidad ante la idea de participar. Después de todo, el licenciado en matemáticas y fundador de El Amante tuvo varios encontronazos con quien le mandó la invitación, cosa que no le impidió sentarse a escribir en la casa de su suegra y –puesto que a la señora no le andaba la impresora– pasar el texto a mano para exponerlo. “Más que a la evolución de un pensamiento –leyó–, en Los libros de la guerra asistimos al mismo pensamiento enfrentado con distintas circunstancias.” Para Quintín, el análisis de ese camino permite verificar que el autor de Los Pichiciegos hizo dos apuestas intelectuales hace veinticinco años, cuyo resultado puede verificarse hoy.

La apuesta ganada sería la de haber propiciado una lista de nombres que pasaron a formar parte del canon de la literatura nacional: Laiseca, Perlongher, Aira, Lamborghini, Copi y Viel, entre otros. En cuanto a la apuesta perdida, Quintín opinó que “su denuncia de una política cultural que arranca a fines del gobierno militar se consolida a lo largo del alfonsinismo y continúa hasta el presente” se encontraría frente a la paradoja de haber luchado contra un circuito lleno de obsecuentes, al precio de propiciar el culto a nuevos escritores-semidioses que vinieron a reemplazar a los anteriores.

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“Esta gente puede hablar mal de mí”, dijo Fogwill.
Imagen: Alejo Sarano
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