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Martes, 9 de diciembre de 2008

MUSICA › MOTOWN CUMPLE 50 AñOS DE CANCIONES MEMORABLES

El negro sonido de la felicidad

El sello de soul de Detroit difundió la mejor música popular de los EE.UU en los años ’60 y ’70. Los grupos y solistas, guiados por Berry Gordy Jr, siempre tuvieron la premisa de llegar al gran público.

 Por Iker Seisdedos *

Desde Madrid

En un mundo, el de la música popular, obsesionado con la perfección, la aritmética y los pequeños simulacros de felicidad, Motown, sello independiente de soul de Detroit, a punto estuvo de dar con la fórmula de la canción pop definitiva. En los sesenta, la música producida en el angosto y mítico estudio que llamaban Snake Pit (nido de serpiente), en el corazón de Hitsville USA (hoy sede del Museo histórico de la Motown), era tan poderosa y eficaz en su contagio que resistió a la invasión británica de Los Beatles y traspasó los océanos y barreras raciales en plena lucha por los derechos civiles. Negros y blancos bailaron (y bailarán mientras les quede aliento) los éxitos de Four Tops, The Supremes, The Temptations, Marvin Gaye, Smokey Robinson, Jackson 5 o Little Stevie Wonder. Se trataba, en la eficaz etiqueta que acompañaba sus discos, del sonido de la joven América, el sonido de Detroit o el sonido Motown a secas. Y con eso quedaba realmente todo dicho; gloriosas composiciones inmediatas, frenesíes juveniles, arreglos inolvidables y bases rítmicas de leyenda.

Y las leyendas nacen cuando les da la gana. La del sello Motown vio la gélida luz del día a principios de diciembre hace cincuenta años. Berry Gordy Jr., buscavidas, fracasado propietario de una tienda de discos, boxeador de peso pluma de cierto éxito y compositor de canciones de escasa repercusión, tomó prestados 800 dólares de los ahorros de su familia para fundar la compañía que se convertiría en el mayor negocio discográfico propiedad de un negro de la historia. Uno de sus primeros éxitos fue “Money”, en la agitada voz de Barrett Strong. Escrita por el propio Gordy, la letra glorificaba el dinero como necesidad, acaso no por azar; Forbes fijó en 1986 la fortuna personal del fundador de Motown en más de 180 millones de dólares, gracias a los discos, claro, pero también a los derechos generados por su editorial musical, Jobete. “El secreto de nuestro éxito –explicaba Gordy recientemente desde su mansión en Bel Air (Los Angeles)– fue la humildad y la honestidad. Hicimos la música que queríamos escuchar y la cosa funcionó. Y sí, ganamos algo de dinero.”

A “Please, Mr. Postman”, primer número uno, siguieron decenas de éxitos de pop. Porque la obsesión de Gordy siempre fue hacer de Motown un sello de pop. En eso es lo que lo diferenciaba de otras grandes compañías de soul de la época como Stax, Atlantic o Chess. Había que llegar al gran público. Incluso si para ello había que sacar de las portadas los retratos de los artistas negros para no ofender a las audiencias blancas.

Con más de cien entradas en el top 10 en los sesenta (en 1966, el 75% de las canciones producidas por Motown ingresaron en las listas), la compañía funcionaba con la infalibilidad de una máquina expendedora de buenos momentos. No por casualidad al sello se lo conocía “como la otra línea de ensamblaje de Detroit”, una ciudad entonces consagrada a la producción automovilística (Motown es, por cierto, la abreviación en inglés de ciudad del motor).

Los compositores, cantantes y músicos trabajaban cada uno por su lado. Las míticas canciones de Holland-Dozier-Holland o Ashford and Simpson se variaban y reutilizaban hasta dar con el intérprete adecuado. Cada viernes se celebraba una reunión de “control de calidad”; si un tema no ofrecía garantías de éxito, se apartaba. A mediados de los sesenta se creó una “agencia para el desarrollo de los artistas”, para perfeccionar los pasos de baile de los Temptations o enseñar a Mary Wells a caminar como una señorita.

Las nuevas estrellas aguardaban donde menos se las esperaba. Martha Reeves, por ejemplo, voz con The Vandellas de éxitos como “Nowhere to run” o “Dancing in the streets”, trabajó como secretaria en las oficinas hasta que le dieron una oportunidad. “Y no la desaproveché, claro”, explicaba el mes pasado a este diario. Hoy, Reeves trabaja en el Ayuntamiento de Detroit y continúa con su carrera musical. “Eramos como una gran familia. El éxito de uno nos beneficiaba a todos. Había roces, como en todas las familias, pero nada importante.”

No todo fueron buenos recuerdos. Por más que resulte difícil arrancársela a sus protagonistas, esta historia también tiene su reverso tenebroso. Los revisionistas del mito acusan a su fundador, a quien el FBI investigó por sus conexiones con la mafia, de exprimir a los trabajadores. Como hechos cuentan que The Funk Brothers, banda de acompañamiento de la casa, acaso una de las mejores de la historia del pop, nunca gozó de reconocimiento. O que los miembros del grupo vocal The Spinners, decisivos en el soul en los setenta, pasaran parte de la década anterior, bajo contrato con la Motown, como choferes o barriendo los suelos cuando las cosas no les fueron bien en las listas de ventas.

Hubo historias directamente desgarradoras. Caras B del rutilante y voraz éxito de la compañía. Como la temprana desaparición de Tami Terrell, compañera artística de Marvin Gaye. O la de Florence Ballard, la segunda de las tres Supremes, hasta que el alcoholismo, las luchas intestinas y la predilección de Gordy por Diana Ross dieron con su salida del grupo y la sumieron en el olvido hasta su muerte, a mediados de los setenta y con tan sólo 32 años. Si les suena la historia, quizá sea porque Dreamgirls, reciente éxito cinematográfico, se basó libremente en aquellos hechos sin que ninguno de sus protagonistas disfrutase precisamente con la idea.

Aunque la decisión de Gordy que Dennis Coffey, guitarrista de la casa desde 1969, reprocha por encima de cualquier otra es la de llevarse en 1972 la sede de Motown a Los Angeles: “La industria musical colapsó en la ciudad. Nos dejó a todos tirados y sin saber qué hacer. Afectó a familias enteras”.

Tras aquella decisión, que terminó de golpe con la era dorada del sello, estuvo, como casi siempre, la ambición. El niño pobre de Detroit quería conquistar el cine y la televisión. Empaquetó sus recuerdos, tomó de la mano a su gran estrella, Diana Ross, y se plantó en Hollywood. Las cosas funcionaron bien al principio. Lady sings the blues, satinado biopic de Billie Holiday para mayor gloria de la más lista de The Supremes, fue todo un éxito y le valió a su protagonista una candidatura a los Oscar. Peor suerte tuvieron aventuras posteriores, como aquella delirante remake de El mago de Oz.

En cuanto a la música, el final del sueño de los sesenta llegó para Motown aquel día de 1971 en que Marvin Gaye, el atormentado chico de oro de la voz maravillosa, presentó a Berry Gordy su nuevo disco. What’s going on, la Capilla Sixtina del soul y uno de los mejores álbumes de todos los tiempos, sonaba más político y complejo de lo que los oyentes de Motown eran capaces de tolerar. O así lo veía Gordy, que trató de evitar su publicación: “Le supliqué que no tirase su carrera por la borda –recuerda Gordy–. Obviamente, me equivoqué”.

El disco fue un éxito, como casi todos los que en los setenta publicaron los artífices del Motown clásico que sobrevivieron al cambio de paradigma. The Temptations, empujados a la psicodelia por el productor Norman Whitfield, Diana Ross, Smokey Robinson o, sobre todo, Stevie Wonder, que encadenó una obra maestra tras otra. Todos perdieron la inocencia y maduraron como artistas en los estudios de la soleada California.

Motown fue un aún más formidable negocio en una década en la que “la joven América” perdió la credulidad y el sonido Detroit evolucionó hacia los gritos funk llegados del ghetto y las superproducciones del sonido Filadelfia que desembocaron en el disco. El sello ya no funcionaba como una fábrica. La mayoría de los productores y músicos de los viejos buenos tiempos volaron lejos del nido y “el sentido de la familia” fue sustituido por las guerras individuales. Y The Commodores, liderados por Lionel Richie, se convertirían con su fórmula adaptada a los años confusos en la banda más exitosa de la historia de Motown.

Gordy vendió la compañía en 1988 por 61 millones de dólares a MCA. Hoy el sello anda perdido en el magma discográfico de Universal. Como una anecdótica generadora de nuevos lanzamientos y, sobre todo, como una agradecida gallina de los huevos de oro en la redondez de los aniversarios. Para celebrar el cincuentenario, la discográfica ha montado una campaña publicitaria de proporciones planetarias con la confianza de que ésta es la clase de música inmortal capaz de venderse en la hecatombe de la piratería y las gratuidades. Millones de oyentes de todo el mundo han votado en Internet para escoger la mejor canción del enorme corpus del sello. “My girl”, de The Temptations, puro sonido Motown, es el tema ganador. “Recuerdo la grabación como si fuese hoy –afirma Gordy–. Smokey (Robinson) estaba allí. El escribía y producía el tema. Y eso, cualquiera lo sabe, es el inmejorable comienzo de una gran historia.” Esta se contó por primera vez una Navidad de hace 44 años con la voz de tenor del elegante David Ruffin, muerto por una sobredosis en 1991. Aquélla fue su primera grabación como solista del quinteto. Y tocó con las yemas la perfección de la canción pop definitiva. En efecto, fue un número uno.

* De El País de Madrid. Especial para Página/12.

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Stevie Wonder maduró como artista en el célebre sello estadounidense.
 
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