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Domingo, 2 de septiembre de 2012

MUSICA › UNA CHARLA CON HUGO ZUCCARELLI, EL INVENTOR DE LA HOLOFONIA

“Las compañías son piratas, no les pagan a sus artistas”

Cuando tenía diez años, un accidente callejero le disparó inquietudes sobre el sonido que terminarían en la invención de un sistema de audio que hizo historia. Ir a sus shows en el Teatro Ciego es una experiencia impactante, casi tanto como su pintura de la industria.

 Por Facundo Gari

¿Qué darían algunas de las casi 400 mil almas que vieron a Roger Waters en el Monumental a cambio de que el músico pronunciase sus nombres con la familiaridad con la que un veterinario habla de pedigrí? En septiembre de 1992, en el marco de la promoción de Amused to death, Waters charlaba con los oyentes de una radio germana (conversación recogida por el sitio de fans www.rogerwaters.org):

Oyente: –Creo que usted trabaja con holofonía, ¿no es cierto?

Roger Waters: –Eh, en realidad, no. La holofonía fue inventada por y pertenece a un tipo llamado Hugo Zuccarelli...

Científico e inventor argentino, este tipo llamado Hugo Zuccarelli tiene en su poder un CD que da miedo. Bueno, cuyo registro da miedo: una agitada caja de fósforos, unas tijeras en plan estilista, un secador de pelo y una cinta scotch despegándose, entre otros efectos, no parecen en principio temibles. Sin embargo, no es el “qué” lo que produce escozor sino el “cómo”. Nada más colocarse auriculares y cerrar los ojos, esos ruiditos moviéndose de aquí para allá producen la idea de que a uno le están jugando una broma, de que al abrir los párpados verá a este hombre sacudiendo objetos en derredor. Pero no. Al abrir los ojos, el alquimista del sonido permanece a una mesa de distancia y ahí sí la cosa se pone espeluznante: la efectividad de los sonidos es tal que sin sus respectivas materialidades a la vista parecen obra del fantasma de Canterville. Esos audios son el muestrario de su invención. Y tan realista es el resultado que el método fue inmortalizado en dos discos enormes de la historia del rock mundial: Bad, de Michael Jackson (aunque sólo en las primeras copias, por problemas legales) y The final cut, de Pink Floyd. Para más diplomas, Zuccarelli colaboró con Roger Waters, Stevie Wonder, Lionel Richie, Steve Vai, León Gieco, Marilina Ross, Disney, HBO e incluso la NASA.

La holofonía tiene ya 32 años y es un “sistema de grabación de esos impulsos nerviosos que el cerebro necesita para percibir la espacialidad”, define Zuccarelli a Página/12. Según él, constituye un avance frente a las limitaciones del audio estéreo y otros sistemas de sonido utilizados en la actualidad, como el binaural o el surround; pero nunca obtuvo el reconocimiento de la comunidad científica, de las grandes empresas de la música ni de los gobiernos en los que lo buscó y sigue buscando (tiene viajes programados a Corea, China, Japón y Canadá). “Hay una tendencia a que todo lo nuevo no se sepa hasta que ‘ellos’ crean que el conocimiento se puede divulgar”, revela. Los tintes quijotescos son unos cuantos: este hidalgo de los herzios le hizo frente a varios intentos de plagio y juicios e incluso estuvo preso tres meses en Estados Unidos por “desacato” en un entrevero judicial con la empresa Sony por las regalías del séptimo álbum de estudio de Jacko, publicado en 1987, cinco años después de Thriller. “Mi abogado era el tipo que representó a Jackson en el caso de pedofilia, Mark Geragos, y el juez que me sentenció era hijo del compositor Arnold Schoenberg, que tiene su catálogo en Sony”, sospecha.

Cercana al holograma visual, la holofonía otorga la localización espacial de lo que se escucha. Es asombroso sentir que la cajita de fósforos se desplaza adelante y atrás, arriba y abajo, a metros o a centímetros de la cabeza. En un principio, el efecto sólo era asequible utilizando auriculares, pero Zuccarelli fue más allá y creó en 2007 los altavoces holofónicos. “Cuando pasábamos el sonido holofónico en parlantes comunes, el efecto disminuía. Por eso creé parlantes con los que se escucha perfecto.” Cada sábado a las 18 hace sonar un disco de Pink Floyd y todo el material que los concurrentes lleven al Teatro Ciego (Zelaya 3006). La experiencia es abrumadora, sobre todo en tiempos en que nuevas tecnologías y precarización del sonido se sientan a la misma mesa.

Un GPS sonoro

El mito de los genios suele remontarse a la niñez: Zuccarelli cuenta que descubrió la holofonía a sus diez años. “Iba por la calle leyendo una revista del Pato Donald y dos autos chocaron atrás mío. Me asusté mucho. No estuve en peligro, pero lo hubiera estado si no hubiera sido capaz de localizar el accidente. Para mí fue importante la correlación entre la ubicación de ese sonido y la supervivencia”, rememora. Con entusiasmo verborrágico pone un ejemplo conciso: “Si fueras Tarzán en la jungla y viene un león pero no sabés por dónde, quizá salís corriendo en la dirección equivocada. No es ventajoso sólo reconocer el sonido, sino saber su localización”. Poco más de una década más tarde, a fines de los ’70, estaba en Italia becado para un posgrado en ingeniería electrónica en el Politécnico de Milano. “En aquel tiempo salía con una chica que tenía una perra con gran sensibilidad auditiva. Si a la perra le mostrabas dos bizcochitos, le amagabas para un lado con uno y tirabas el otro bizcocho para el otro, la perra seguía el amague y luego oliendo llegaba al bizcocho en el suelo. Un hombre en el mismo escenario se da cuenta enseguida dónde está el bizcocho. Así me di cuenta de que el oído humano es diferente.” Sin mover las orejas las personas logran la localización espacial, a través de un sistema “sofisticado” capaz de identificar “instantáneamente infinitos sonidos”. Entonces Zuccarelli se preguntó qué onda. ¿La respuesta? “Una sola oreja humana tiene tridimensionalidad.” De ahí a sus experimentos con sordos de un solo oído hubo un paso. Un paso bien audible.

–Esa respuesta, ¿a qué teoría se contrapone?

–En todos los libros se habla de que tenemos la necesidad de comparar la oreja izquierda y la derecha y que las diferencias interaurales son las que dan tridimensionalidad. Los científicos decidieron que si tenemos dos oídos, un sonido del lado derecho de tu rostro llega un poquito antes a ese oído y el bulto de la cabeza hace que haya ciertas refracciones. Es lo que se conoce como Head-Related Transfer Function (HRTF). Es una mentira criolla garrafal de estos científicos que no saben un carajo y que escalan posiciones de poder en las universidades con escritos que la gente no revisa. Si agarrás un disco holofónico, escuchás el sonido alrededor. ¡Hace 32 años publiqué esto y siguen insistiendo con el binaural! A la penicilina no la descubrió Fleming: 50 años antes un biólogo la descubrió, la publicó y no le dieron pelota. Pasó medio siglo hasta que la descubriera un tipo del gobierno (británico) y le dieran un contrato multimillonario para producirla en masa en el marco de la Segunda Guerra Mundial.

Piñas van, piñas vienen

En Italia, Zuccarelli se propuso desarrollar un micrófono que tuviera habilidades holofónicas. “La única explicación era que ese oído también tenía que emitir. Si al oído le das ciertas capacidades de emisión, ya no vas a escuchar un sonido sino la interferencia de ese sonido con el emitido. Si es cierto que hay un sonido emitido por el oído, la oreja hace de pantalla que le imprime cierta asimetría en todas las variables. Con Alicia, mi mujer, hicimos una serie de moldes de la oreja que emitieran ciertos sonidos. Pasaron cuatro meses. Me metía en un armario oscuro con un solo auricular y Alicia hacía ruidos con una cajita de fósforos. Hasta que un día escuché. Ella escribía números y yo los podía leer. ¡Champagne para todos!”

Inmediatamente incorporó ese micrófono a dos orejas y, para evitar colgarlas de una percha, consiguió una cabeza de telgopor. La crisma fue denominada Ringo por el parecido nasal que Zuccarelli le encontró con Oscar Bonavena. “Jodiendo, haciéndome el boxeador, le pegaba unas piñas”, admite risueño. El folklore hizo que el nombre de la cabeza fuera asociado al vocablo inglés ring (timbre). Paul McCartney le preguntó si el nombre tenía que ver con el baterista de The Beatles.

La morsa era Paul

Zuccarelli tenía 21 años, y no imaginaba que 2012 lo encontraría resolviendo problemas de reverberación y poca inteligibilidad con sus parlantes en templos de la India. Tampoco que estaría experimentando para perfeccionar el 3D en imágenes (él las llama “holoramas”). La beca a Italia le había venido al pelo: la dictadura argentina lo asustaba. Pero en Milán el terror quedaba a más de 11 mil kilómetros, y su imaginación científica reverberaba. El folklore podría establecer una relación entre su cabeza sin cuerpo y el exilio. El primer destino de Ringo fue la universidad, en la parte de Biotécnica. Lo recibió un profesor:

–Primero, acabo de llegar de un simposio en Holanda y escuché todo. No hay nada que no sepa y esto no existe. Segundo, ¿ves todos esos libros en la pared? Enseñamos que esto que acabás de hacer es imposible. Ya está demostrado que no se podrá hacer, pero vos lo hiciste. Mi consejo: patentalo y andate de esta universidad que te lo van a robar.

También le aconsejó ir a Alemania o Inglaterra, donde otros estudiantes con inventos avanzados habían conseguido financiamiento y protección. Eligió Inglaterra. Al poco tiempo, el ex tecladista de Yes, Rick Wakeman, le lustraba un zapato con un pañuelo como muestra de reconocimiento. A pesar de su escasez de bolsillo, se sentía un rey. “Iba con mis casetes, pero como el ruido no es holofónico se escuchaba dentro de la cabeza, pero todo lo demás se escuchaba cristalinamente. Mucha gente me decía: ‘Esto no tiene ruido’. Sí tiene ruido, pero es como mirar un árbol con la ventana sucia: no ves la suciedad en el árbol sino sólo el árbol, eliminás la suciedad del vidrio.”

John Lennon ya había sido asesinado por Mark Chapman. Margaret Thatcher era primera ministra del Reino Unido y la muerte manchaba su guadaña en la guerra de las Malvinas. Zu-ccarelli recorría las calles de Londres con una valija en una mano y Ringo en la otra. “Allá conocí a los más grossos: Wakeman, Kate Bush, Peter Gabriel, hasta que di con McCartney, que me dijo: ‘Me interesa esto pero por favor dejá de hablar con tanta gente, yo quiero la exclusividad’.” Evoca que al ex Beatle le respondió que estaba solo, que su mujer estaba en Italia, y que Macca la mandó a buscar. Hubiera sido un cuento de hadas para contarle a sus nietos, pero la realidad comenzó a mostrar la hilacha. Primero la pareja fue a parar a una “pocilga”. Después comenzaron las sospechas. “En aquel momento tenía una traductora que tenía un gran oído. Un día me dice: ‘No te exaltes, pero lo escuché a McCartney preguntándole al ingeniero de sonido si podían lograr la holofonía sin vos y el tipo le respondió que con tiempo sí’.” El joven Zuccarelli no lo podía creer: se había pasado la infancia escuchando a The Beatles e idolatraba al bajista. Al final, las sospechas se hicieron ciertas. “Me presentaron un contrato en el que me pedían un año de exclusividad. No podía hacer contrato con nadie ni dar entrevistas. Después del año ellos tenían la opción de no seguir adelante. Perdía la patente y no veía un mango. Mi abogado me dijo que el contrato era de lo peor.” Aún así, Zuccarelli decidió firmar. “Prefería que me cagara Paul antes que otro, pero cuando fui a firmar ese pacto de sangre, el tipo no apareció.

George Martin me dijo que se había ido porque estaba con un colapso nervioso por un juicio de paternidad en Alemania, de una piba de 18 años. Nos quedamos en la calle, mi mujer y yo. Con una valijita de ropa nada más.”

La última toma

Junto a los músicos de Pink Floyd, Zuccarelli grabó en 1983 The final cut, duodécimo álbum de estudio del grupo de rock progresivo. Sin embargo, las cosas no salieron del todo bien. Un año y medio antes, con la desilusión por el desplante de McCartney, un conocido le propuso al inventor una cita con Roger Waters y David Gilmour. “Les hago escuchar y pelan un cheque de 40 mil libras”, reseña. Los integrantes de la banda estaban por salir de vacaciones y Zuccarelli recuerda que había cierto malestar entre ellos premonitorio de la separación de 1985. “Tenía que esperarlos, pero igual agarré viaje. Cuando volvieron, había comprado equipo digital para laburar, cosas de Sony que recién habían salido. Cuando llegaron, me dijeron: ‘Mirá flaco, la EMI está re caliente porque nos fuimos seis meses, así que nos piden que hagamos un disco. Que empecemos de cero. Si querés que uno de Pink Floyd sea el primero en holofonía, quedate, pero no va a haber un mango’. Al parecer, la guita de The Wall la habían invertido en la Austin Morris, fábrica de autos que fue a la quiebra. Finalmente el disco salió y como hablaba de Thatcher, de Ronald Reagan y de Malvinas, la CBS lo boicoteó, ni mencionó que es en holofonía. A su vez empezaron a salir artículos que dicen que la holofonía es una bosta, que es binaural, que fue inventada hace más de mil años. Yo no entendía de dónde venía tanta mala leche, pero después supe que el príncipe Carlos era el fundador de Ambisonics, compañía que grababa en cuatro canales y reproducía en 28 parlantes. Al tipo no le gustaba nada que con dos parlantitos yo lograra el efecto que él buscaba. También aparecían tipos que nunca habían escuchado la holofonía y decían que era una mierda. En todas las revistas técnicas se decía que yo era un desastre, que no tenía credenciales como científico.”

La siguiente megaestrella que conoció fue de la narrativa: Arthur Clarke, “lo máximo en ciencia ficción”. “Me lo presentó Roger Dean, que hacía las tapas de Yes. Le mostré mis grabaciones y quedó fascinado”, sostiene Zuccarelli. Le escribía a Sri Lanka, donde el autor de 2001: Una odisea del espacio vivió casi cincuenta años. De esta relación surge un nuevo ejemplo de maltrato contractual. “Un día Clarke me dice que Hollywood acaba de comprar los derechos de un libro suyo, la secuela de Odisea en el espacio. ‘Te puedo hacer una introducción, pero andá con bombacha de lata porque te van a cagar.’ Dicho y hecho. Me pidieron la exclusividad por un año, me querían pagar 100 mil dólares sin regalías, no querían que estuviese en el set porque no era del sindicato y no querían llamarlo holofonía sino Metro Goldwyn Mayer Sound. En definitiva, los mandé a cagar.”

Al pan, pan

Zuccarelli, está claro, no tiene pelos en la lengua: no guarda reparos contra los que buscaron perjudicarlo o le impiden entrar en las discusiones institucionalizadas del audio. Por contrapartida, es muy elogioso con aquellos que lo trataron con respeto, como Nick Mason: define al baterista de Pink Floyd como un “caballero” y lo invita –hablándole de cerca al grabador– a ponerse en contacto. En una entrevista otorgada a Google a comienzos de año, Mason habló sobre The final cut, mencionó a Zuccarelli y lamentó que el grupo no continuara profundizando en la holofonía.

Los dardos más ácidos apuntan a la industria musical y científica. “¿Sabía que las discográficas son sus propios piratas? ¿Sabía que no les pagan a sus artistas? Estuve en la casa de Steve Howe y le dije que tenía todos sus discos. Me preguntó si eran importados y le respondí que no: los publica Music Hall en la Argentina. Me dijo que no sabían nada de eso. Los vinilos que comprabas acá tenían pelusas. Acá vendían mierda. Los artistas no hacen esa plata, firman por la promoción. Cuando le hice juicio a Jackson pedimos sus balances contables y Bad no había vendido lo que decían: figuraba como el segundo disco más vendido de la historia y en realidad hasta ese momento había vendido tres millones. Los tipos inflan los números para que la gente vaya a comprar. Michael Jackson murió en la pobreza. ¿Cómo puede ser? Las empresas no pagan pero dicen: si hacés un concierto, te lo promocionamos. Es lo que pasa acá, que hay bandas que pagan por tocar a cambio de promoción.” Incluso denuncia que algunos CD que se venden como originales son falsificados. “Cuando empecé con los espectáculos de holofonía, me di cuenta de que Musimundo vende discos de Pink Floyd truchos. En el Teatro Ciego prendemos la luz cuando termina el disco. La primera vez, terminó antes y fui a cagar a trompadas a los operadores, pero no había nadie. El disco había terminado solo y le faltaba una parte. Me di cuenta de que no era el master digital de la EMI. Era trucho, con holograma y todo. Le comenté a la gente de Roger Waters, me pidieron que mandara una copia, me gasté cien mangos en el correo y no me respondieron.” La esperanza era que lo recibiera en Buenos Aires en marzo, pero no lo hizo. Y a Zuccarelli no le importa que un “pelagatos británico” ya no pronuncie su nombre con familiaridad.

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