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Lunes, 30 de octubre de 2006

MUSICA › LOS SHOWS DE DAVID LEBON EN EL ND/ATENEO

El espíritu evocativo de un rockero clásico

Con Pedro Aznar como invitado de lujo, el Ruso brindó un show nostálgico pero sin fisuras. En un teatro colmado, se lucieron las versiones de Seru Giran.

 Por Cristian Vitale

David Lebon, largos y raídos pelos canosos, sostiene inmóvil su guitarra negra mientras una invocación le explota en las entrañas. “A veces hemos sacado chispazos, pero en el corazón somos iguales. Lo amo con toda mi alma.” Por el costado derecho de la escena se asoma un hombre de pelo corto, dedos largos y también algo canoso. Se sienta, alguien le alcanza un bajo y el resto de la banda se evapora. Pedro Aznar y David Lebon necesitan estar solos. Mirarse. Recordar. Calentar la llama de sus dedos. Vibrar. La versión de “El tiempo es veloz” que sigue es tierna, heterodoxa, brillante. El ND/Ateneo, colmado, estalla. Algunos se paran y cantan. Otros, más introspectivos, se dejan dominar por la fineza del fraseo mutuo. Soldado a fuego. Y alguno, poseído por un extraño vuelo bíblico-musical, grita: “Benditos sean tus dedos, Pedro”. La canción que sigue es diez años más joven. El regreso de Seru Giran, en 1992, no fue un sapo completo. También hubo un disco en estudio, con perlas cuya luz titila fuerte entre aguas turbias. Una de ellas podría ser “Nos veremos otra vez” y la otra, que Lebon y Aznar reaniman para la ocasión, “A cada hombre, a cada mujer”, canción que, de haberse grabado en los tiempos de la peperina original, hubiese posado su magia en el panteón del rock argentino. Al tercer rescate –“Noche de perros”, de La grasa de las Capitales–, el público ya está en llamas. El “Olé, Olé, Seru, Seru”, es expresión coral clavada.

Y acá viene el link. Cuatro días antes, Charly García, el otro sobreviviente de Seru, cumplía 55 años y se le ocurría –en vez de un pelotero– alquilar el Gran Rex para festejar con su planeta Say No More. Los rescates que el cumpleañero tomó de Seru Giran aquella vez –“Transformación” y “Popotitos”, entre ellos– sonaban a operativo de destrucción sistemática del pasado. Sin entrar en comparaciones absurdas, ciegas, una pregunta del sentido común sería: ¿quién se quedó con las banderas de Seru? Ayuda empírica: mientras ni el 20 por ciento de las tres mil personas que fueron a escuchar radio García el lunes habían nacido en época de Bicicleta, varias de las casi 1500 que vieron a Lebon viernes y sábado tenían cara, ropa, gestos, onda, modos y zapatos de haber colmado Obras, cuando el grupo del nombre indescifrable grabó No llores por mí, Argentina. Lebon, consciente y complaciente, no solo abundó en nostalgia junto a Aznar, sino que la evocación fue el tono que dominó la noche. Ninguna de las 15 canciones del escueto repertorio tiene menos de ¡14 años!. Las más nuevas –ninguneado su último disco, Yo lo soñé (2002)– pertenecen, precisamente, al retorno de Seru. Además de “A cada hombre...”, las empalagosas “Mundo agradable” y “Muévete al hablar”.

Con la “t” arrastrada intacta, digitación íntegra y algunos –naturales– defases en su voz, el Ruso brindó un show ultra nostálgico pero sin fisuras. Intimo. Sensible. Casi de entrecasa. Como le cabe a un señor de 54 años –uno menos que Mr Say–, que hace años depositó el “yo la tengo más larga” en el cofre de los recuerdos y se entregó a las pequeñas delicias del anonimato mendocino. Desprovisto de agentes de prensa, managers –su mujer, Viviana, cumple todos los roles–, pompa rocker y reviente estúpido, el viejo y querido inventor de “Dos edificios dorados” laceró el alma de los presentes con el solo de “Esperando nacer”, imaginó a Moro en una butaca y cantó, para su espectro, “Simulemos que sabemos donde estás, hablemos de verdad” (“Cuánto tiempo más llevará”).

El otro invitado de la noche, el viejo lobo incendiario Héctor Starc –barba larga, movimientos bruscos, electricidad militante, remera de Aquelarre–, sumó alto voltaje con, precisamente, “Copado por el diablo” viejo blues reventado del primer disco solista de Lebon. Se quedó para el momento más caliente de la noche –ése en el que Lebon se pone ácido y penetra la piel de su amada con “Sin vos voy a estallar”– y no pudo evitar hacer rodar su bola de ruido en el bis “Suéltate, rock and roll”, del primer disco de la banda más rocker de David: Polifemo. “Muchachos, por favor, me quiero comprar un auto. Tengo 54 años y nunca tuve siquiera un fitito”, bromeó el Ruso, pidiendo gente para la próxima función.

Media hora después del fin, sobre la angosta vereda de Paraguay al 900, unos 100 jóvenes esperan por Buddha Sound. Sale Pedro Aznar. Dos chicas le piden un taxi. La mayoría lo mira onda “a éste lo conozco de algún lado”. Un pelilargo –treintañero– lo intercepta, lo abraza y le pide una foto. Saca la digital y eterniza, quizás, el mejor momento de su vida. Dos minutos más tarde, sale Lebon con su hija de la mano. Los budistas miran de reojo. Alguien lo saluda, él responde y encara hacia la esquina caminando. Nadie amaga molestarlo. Gira la cabeza, mira a Aznar y repite lo mismo que había dicho arriba del escenario: “Chau, Pedro, te amo”. Es lo último que dice antes de perderse entre las calles. Si alguien, por esas casualidades de la vida, andaba preguntándose por las diferencias entre dos músicos genuinos, sintonizados con la vida, con el temple acorde con los años vividos, y el rock star de un país estructuralmente devaluado, cinco días y tres shows, tal vez, le hayan brindado la respuesta más sincera.

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Lebon interrumpió su “exilio” mendocino para volver a mostrar su magia como guitarrista.
 
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