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Lunes, 13 de noviembre de 2006

MUSICA › UNA RECORRIDA POR CREAMFIELDS, EL GRAN FESTIVAL DANCE

Crónica de una autocelebración colectiva

Empezó en la tarde del sábado y terminó el domingo, ya de día. Más de 60 mil personas ratificaron que la música electrónica es el lenguaje que eligen las multitudes top del mundo para festejarse. Actuaron Underworld y Hernán Cattáneo, entre otros.

 Por Facundo García

“¿A Creamfields? Entonces haceme el favor de tomar otro coche.” Costó convencer al taxista después de su experiencia con cuatro pasajeras que habían intentado llegar a la sexta edición de la rave más concurrida del año. “Se creían en el derecho de enseñarme a manejar solamente porque estaban pagando. A la segunda vez que una me dijo ‘dale, loco’, paré y las bajé”, refunfuñó el hombre al volante, cuando ya había aceptado viajar otra vez hacia Costanera Sur. A medida que el coche se internaba por la calle España, se veían llegar algunas de las sesenta mil personas que buscaron en el sábado su gran noche de narcisismo. Adentro del predio los esperaban más de 70 músicos distribuidos en nueve carpas, stands de tecnología, televisión, telefonía móvil y una muestra delirante de lo que esa suerte de mono pelado que es el ser humano hace cuando está en multitud.

Entrar no fue fácil. Como en los años anteriores, las entradas costaron alrededor de cien pesos. Tal vez por eso muchos intentaron maximizar la inversión llegando temprano. Una vez cerca del acceso, la Buenos Aires blanca ingresó ordenadita para mirarse a sí misma. ¿Qué emoción habría del otro lado de esas caras de indio que quedaban afuera, al cuidado de los autos estacionados? “Tuenti fai pesos”, gritaba uno cerca del portal y preguntaba al que pasaba cerca: “¿Cómo carajo se dice remera?”. Más adelante, un hombre en silla de ruedas se ganaba la vida vendiendo colgantes con lucecitas de colores, en un titilar permanente que lo convertía en un árbol de navidad itinerante.

A las diez, Hernán Cattáneo mostró que la electrónica es, más que una música, el lenguaje que eligen las multitudes top del mundo para celebrarse. El DJ argentino labró hábiles crescendos, en un diálogo con la masa que parecía cosa de embrujo. A diferencia del carácter o la personalidad, la “onda” parece ser un concepto más cuantificable, y por eso cada cual trataba de portar índices que acreditaran ese capital. Había un tipo vestido de astronauta, otro con un casco de fútbol americano; y hasta dos postpúberes usando alitas de ángel que brillaban con luz a pilas.

Poco después, el viento del Río de la Plata anunció la madrugada. Los salones VIP se llenaron de “GCU” (Gente Como Uno). Dentro de algunos espacios VIP había, a su vez, áreas más exclusivas, como en un espejo deforme de El Castillo, de Kafka. Por equivocación de los patovicas, Página/12 pudo acceder a comer sushi y helado en el lugar más selecto. Los danzarines de ese sector tenían menos propensión a usar lentes de sol, quizá porque no sentían la necesidad de cargar con señales de pertenencias. El sushi era muy bueno. Lo demás, bastante aburrido.

De tanto en tanto, el campo de césped que dividía las carpas era cruzado por verdaderas multitudes que seguían a uno u otro músico. Uno de los momentos de mayor tránsito fue cuando Underworld hizo explotar su éxito “Born Sleepy”. Los grupos de amigos, igual que células primitivas, se fagocitaban entre sí, transitaban y a veces volvían a separarse. Cerca, Erick Morillo armó un verdadero night club en su carpa. Levantó los ánimos de tal forma que algunos novatos se atrevieron, aun, al levante.

Cinco pesos la hamburguesa, ocho pesos el agua mineral y ocho pesos las bebidas energizantes. La fiesta sirvió para presentar nuevas marcas de agua mineral con vitaminas ideales para tomar después de una buena empastillada. De todas maneras, este año aparentemente no hubo niveles de fisura importantes. Incluso fuera de las carpas, detrás de los escenarios o del otro lado de las medianeras oficiales, el frío recordaba que a esa hora todo es un poco más triste, pero no abundaba el reviente. De los baños salía un gran container de desperdicios por hora. “No es solamente pis –explicó uno de los empleados–, es toda la basura que la gente tira a los inodoros.”

Con la fiesta a velocidad crucero, Sasha –que había empezado un rato antes– y Hernán Cattáneo iniciaron una especie de “payada” de DJs. El juego consistía en largar un tema y que el otro enganchara. Así hasta el amanecer, como Santos Vega posmodernos. Frente a ellos, la multitud dejaba canales de paso para los vendedores de agua, e incluso consumía, gracias al relajo de la hora, líquidos en botellas de litro. Los DJs subieron un poco más el nivel de excitación, con ritmos que no solamente hacían vibrar tímpanos, sino que bombeaban electricidad a miles de pechos, piernas y brazos.

Un grupo empezó a hacerse más visible cuando el grueso de la gente emprendió la retirada. El evento no les dio un nombre, pero muchos de los presentes no habrían dudado en llamarlos VUP (“Very Unimportant Persons”). Eran los choripaneros de la puerta, los vendedores de merchandise trucho, e incluso Lucas, un muchacho de bolso celeste que aseguró ser una de las personas responsables de recorrer durante toda la noche las trece hectáreas del predio con una linternita, para ver si a alguien se le había caído algo. “Ojo, no te equivoques. Yo trabajo para que el que perdió algo acá lo recupere”, se atajó desde el principio. Después se agachó y agarró un encendedor de plástico tirado en el césped. “Acá, por ejemplo, hay un encendedor”, redundó. Lo mostraba como si alguien desconfiara de su honestidad. Trató de encender el aparato, pero no le quedaba gas. “Bueno, después de todo, no creo que nadie reclame esto”, dijo, y se lo guardó. Contó al rato que por toda la noche le iban a pagar cincuenta pesos. Tal vez en el futuro, Creamfields sea un evento que dure tres jornadas. Cuando eso pase, Lucas podrá pagarse la entrada a la tercera noche con lo que gane trabajando en las dos anteriores.

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La gente no paró de bailar en la Costanera Sur.
 
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