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Martes, 2 de enero de 2007

MUSICA › BARENBOIM DESPIDIO EL AÑO EN EL OBELISCO

Tangos sinfónicos para un gigantesco ritual colectivo

El notable director y pianista fue el protagonista de una fiesta musical, al frente de la Filarmónica de Buenos Aires.

 Por Diego Fischerman

En aquella vieja película con Cornel Wilde y Merle Oberon, las gotas que caían sobre el teclado eran las de la sangre de Chopin. En Buenos Aires, el último día de 2006, mientras interpretaba de manera magistral esa especie de Rhapsody in Nonino que Piazzolla escribió para que Dante Amicarelli tocara en la introducción de la versión de 1969 de su tema más famoso, las gotas que corrían sobre la cara de Daniel Barenboim y caían una a una sobre el piano eran de sudor. Hacía unos 34º pero ni él, ni los integrantes de la Filarmónica de Buenos Aires, ni las más de 10.000 personas que se agolpaban frente al Obelisco parecían sufrir por ello. Es más, cuando el pianista y director, sobre el final, agradeció “el calor argentino”, nadie se rió. Todos –y los que lo vieron por televisión, en directo, en Francia y Alemania, y en diferido en Argentina, también– sabían a qué se refería.

El gobierno de la ciudad organizó una gran fiesta musical de fin de año. Uno de los grandes artistas nacidos en Buenos Aires, dirigiendo a la orquesta Filarmónica de la ciudad en un programa de tangos y delante del monumento porteño por antonomasia. Podría haber sido un espanto. Los “tangos sinfónicos”, recargados, antinaturales, carentes tanto del gesto lingüístico propio del género como de la clase de complejidad que busca la llamada música clásica, podría haberse convertido con facilidad en uno de esos indeseables desfiles de monas vestidas de seda. Pero no lo fue. Y más allá del oficio de Carli –el arreglador de todo el repertorio y preparador de la orquesta–, para manejarse con la inevitable ampulosidad que conllevan esta clase de proyectos musicales, el evento no fue un mamarracho por la inmensa estatura estética de Barenboim. Se trató, por supuesto, de algo más que de un concierto. Fue, más bien, un gran ritual colectivo basado, sobre todo, en el poder del músico para actuar como oficiante y aglutinador.

“Los argentinos ganamos varios campeonatos de autocrítica”, dijo en un momento. Se refería a aquellas cosas valiosas que, generalmente, ceden su lugar a la autolaceración en la imagen que los argentinos tienen de sí mismos. También en este caso podría haberse tratado de simple demagogia. Sin embargo, el mensaje de Año Nuevo que envió a Europa puso en claro de qué cosas estaba hablando Barenboim: “Aquí hay italianos y españoles, y sus descendientes, e importantes colonias judías, siriolibanesas, alemanas, inglesas. La Argentina recibió generosa a miles de personas que estaban de condiciones de vida miserables, económicas o morales. Y la Argentina se construyó con esas personas. Ese es nuestro mensaje para Europa, que hoy no sabe qué hacer con la inmigración”. Mientras tanto, claro, sonaban tangos, desde un medley de canciones de Gardel hasta “Libertango”, “Decarísimo”, “Tanti anni proma” –que Barenboim tocó junto a la orquesta de Leopoldo Federico– o “Adiós Nonino”, de Pia-zzolla, o “A Don Agustín Bardi” y “A fuego lento” de Salgán. Y, también, las pantallas gigantes, que mostraban las imágenes que filmaba la televisión europea, devolvían amplificada la imagen del Obelisco y de las luces de Buenos Aires. Aun cuando el lado sinfónico no sea el que más favorece al tango, se trataba, parafraseando a Walt Whitman, del “canto a mí mismo” de una ciudad emocionada.

La ovación que recibió a Barenboim cuando subió al escenario fue apenas la primera. Cuando el músico recordó que allí a pocas cuadras, en la calle Arenales, había nacido y que “tal vez mis padres vivían allí para que yo pudiera ir todas las veces que quisiera al Teatro Colón”, hubo otro aplauso cerrado. Los carteles que rezaban “Gracias Maestro” eran, en todo caso, apenas un dato más de la particular relación que se generó entre el público y él. Pero hubo también otro protagonista. En el último tramo de su presentación, Barenboim dijo: “Hemos escuchado a Gardel y a Pia-zzolla. Pero hay otro nombre fundamental en la historia del tango. Lo que vamos a tocar ahora son una serie de piezas de un jovencito de noventa años que se llama Horacio Salgán, un compositor y un pianista al que admiro muchísimo. Y estoy muy orgulloso de que esté aquí con nosotros”.

Salgán llegó al escenario, se abrazó con Barenboim, respondió a la multitud que lo aclamaba, y después llegó la música de Salgán. La orquestación dio preeminencia al clarinete bajo, en un homenaje a uno de los característicos detalles de color de la orquesta de Salgán. La interpretación de la Filarmónica fue en todos los casos de gran nivel y hubo destacadas actuaciones solistas, como la del solo de corno en “Decarísimo”. “El día que me quieras”, con el piano junto a las cuerdas de la orquesta, y “El firulete”, sólo por los vientos, permitieron, por su parte, el lucimiento de algunas de sus secciones completas. Barenboim en algunos casos tocó y dirigió desde el piano y en otros condujo desde el podio. En todas las ocasiones transmitió seguridad a la orquesta y controló con precisión los matices y los planos. Además, participó la orquesta de Leopoldo Federico, de contundente sobriedad –notable “Sueño de tango”– y la pareja de bailarines conformada por Mora Godoy y Junior Cervila, posiblemente necesaria para públicos europeos pero ni suficientemente milonguera como para tener densidad ni suficientemente acrobática como para resultar asombrosa. Nada capaz de eclipsar la fiesta, en que el buen sonido y la excelente dirección de cámaras fueron un dato más a tener en cuenta. El final fue “A fuego lento”, mientras Buenos Aires literalmente ardía. Pero la ciudad despedía el año y el fuego, como había dicho Barenboim, estaba en otra parte.

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Una multitud presenció el concierto de Daniel Barenboim y la Filarmónica de Buenos Aires.
 
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