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Jueves, 10 de abril de 2008

MUSICA › JOSE CEÑA Y EL PARTICULAR HOMENAJE DE CANCIONES DEL MENSAJERO

Los lados B de Don Atahualpa

El músico prefirió evitar lugares comunes como “Los ejes de mi carreta” y se centró en la faceta más mística de Yupanqui.

 Por Cristian Vitale

La ilustración principal de la portada es –o al menos intenta– una miscelánea simbólica propia de su cosmovisión. Si José Ceña, compositor, guitarrista, intérprete, 47 años, define su obra sobre Atahualpa Yupanqui como algo del orden de lo “criollo–zen”, entonces el dibujo no podría ser otro que una guitarra y un mandala, coherentes entre sí. “Dos cosas... –transparenta él– en el mismo momento de mi vida en que aparece la música aparece Yupanqui. Eso por un lado, por otro mi inclinación hacia el estudio de las ciencias sagradas, aunque hoy solo esté haciendo ejercicios de meditación”. No es un dato menor: a través de doce recreaciones poco transitadas de Yupanqui, Ceña intuye y –luego– manifiesta un clima intimista, calmo, de asombroso buen gusto. Canciones del mensajero –así se llama el disco– será presentado mañana en el Auditorio Hugo del Carril (Rawson 42) e implica una mirada poco usual sobre esa figura clave de la música popular argentina. “Siempre me produjo un gran encanto Yupanqui, no sólo escucharlo tocar y cantar, sino también decir y reflexionar, porque propone una pausa al vértigo; una reflexión a la frivolidad, un color a un mundo tan gris.”

Dicho está: las canciones compendiadas no se corresponden con los tópicos centrales yupanquianos: no están “El arriero” ni “Los ejes de mi carreta”, ni “Chacarera de las piedras”, revisitados sistemáticamente por muchos devotos, sino lados B: “El cielo está dentro de mí”, “El promesante” y “Yo quiero un caballo negro”, por caso. ¿Razones? Responde Ceña: “Con el respeto que me merecen muchos intérpretes, se recae en los temas ya conocidos mientras se habla de difundir su obra. Investigué mucho y, a través de la fundación, tuve acceso a colecciones de discos que no fueron editadas aquí. Me encontré con temas bellísimos que no han sido abordados. La intención fue mostrar otro perfil: el del Yupanqui místico. Porque está el Yupanqui militante, que te describe una sociedad injusta; el Yupanqui que describe un paisaje, la idiosincrasia del hombre como protagonista; y el otro Yupanqui misterioso y profundo. Me interesó armar un repertorio procurando que tuviera un eje temático”.

–“Llenen mi boca de arena/ si quieren callar mi voz”. Acá, en “La flecha”, no es tan misterioso. ¿Se le cayó el sistema?

(Risas) –Es que él la pasó muy mal y rescato mucho eso de no haber utilizado su tragedia personal como un panfleto en su poesía. Incluso, en las entrevistas él evitaba esas situaciones, cuando muchas veces se chapea con esto.

–La vida no nos da nada/ presta a interés usurario/ y el que piense lo contrario/ verá su dicha embargada”, es otra de las frases cuyo decir –en su caso– resulta muy emotivo. ¿En qué sentido se condice con el Yupanqui místico?

–En que plantea algo profundo con mucha sencillez. Esa frase implica la aceptación de que esto es una fragmentación de la eternidad, y que uno debe ser merecedor de ese camino: por eso habla del camino y del viento, como un soplo del espíritu cósmico.

–¿Qué sucede, en lo subjetivo, cuando un artista se mete tanto en otro?

–Yo siempre estuve metido en su obra. Tal vez sea por herencia familiar: mi familia materna es santiagueña y siempre tuve admiración por esa forma de vivir, ese modo de ser, de entender la vida, los tiempos, los silencios. Yo escuchaba en la obra de Atahualpa la forma de poner poesía y música a esa forma coloquial de pequeño pueblo. Abordar su música no sólo implica una admiración por la forma de describir esa realidad, de musicalizarla, sino también por una identificación primal. Cualquier obra de Yupanqui me remite inmediatamente a algún acontecimiento familiar. Observando la vida de mis abuelos, de mis tíos, de mi mamá y lo que ellos me contaban... un marco de muchísima austeridad en el que no había luz eléctrica, agua potable, gas o el baño quedaba a veinte metros de la casa, y sin embargo para mí era un mundo lleno de encanto.

Ceña, que debutó discográficamente en el 2002 a través de otro buen trabajo –Junto al sol–, nació en Buenos Aires pero se crió combinando el pulso de la gran ciudad con el tempo aletargado de Saira, un pequeño pueblo del sur de Córdoba, donde vivían sus abuelos. “Meterse en la obra de Yupanqui, para mí, explica vibrar con aquel silencio, con aquel sonido del sol de noche que se encendía después de la cena y, al no haber televisor, alumbraban los relatos de mi abuela, cosas cotidianas e inexplicables, donde ellos se permitían esa fantasía, cuando hoy la gente para fantasear –o evadirse– enciende la TV. Aquel ejercicio era tan poético...”

–¿Nostalgia pura?

–En algún aspecto sí, porque evoca todo eso. Pero también hay un sentimiento que está muy asociado al misterio de la vida. No es casual que Yupanqui haya realizado nueve viajes a Japón, y que lo hayan llamado el Samurai de las Pampas. Esto es mucho más que algo simbólico. Además de un sentimiento de nostalgia, es una invitación a encontrar el silencio, el camino, la soledad para encontrarse dentro de uno. No para alimentar el ego, sino para la liberarse de la vanidad.

–¿El hincapié está puesto en la ética o en la estética de la obra de Atahualpa?

–El disco no tiene que ver con un mero objetivo musical, sino con una afinidad sobre lo que yo quisiera que fuera mi vida. Y esto lo descubro porque he pasado por un montón de corrientes musicales como oyente, pero siempre está presente Ata. Creo que es así porque el fenómeno trasciende el gusto musical y se instala en el deseo de tomar conceptos para poder conducir tu vida hacia determinado lugar.

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Ceña presenta el CD mañana en el Auditorio Hugo del Carril.
Imagen: Sandra Cartasso
 
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