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Domingo, 28 de diciembre de 2008

LITERATURA › MáRGARA AVERBACH Y SU NOVELA UNA CUADRA

“A mí no me gusta que haya un solo héroe”

En su libro, ganador del Premio Biblioteca Nacional de Novela Eugenio Cambaceres, la escritora dibuja una alianza entre once casas de un barrio: “Me interesa hacer literatura grupal”.

 Por Silvina Friera

Márgara Averbach no sabe vivir sin el rumor de los otros a su alrededor. Jamás supo estar sola. Lo confiesa en la dedicatoria de Una cuadra (Adriana Hidalgo), ganadora del Premio Biblioteca Nacional de Novela Eugenio Cambaceres. La escritora y traductora literaria tejió una historia de redes, una novela coral, aunque entre todos los personajes se imponga Rita, la almacenera peronista de un barrio de Buenos Aires, con cierta gordura crónica que ya no le importa y ningún hombre a la vista. Los vecinos de ese barrio se organizan en torno de un proyecto estético y urbano de carácter comunitario, que consiste en pintar las once casas de un callejón sin salida. Jorge, la señora Atril, Elsa, Esther, Adrián, el Abuelo, Héctor, los Hernández, Lito y Rita tendrán que perforar el velo envolvente de sus rutinas. Para que la iniciativa no se ahogue en las aguas turbias del individualismo, deberán sortear un manojo de prejuicios, rencores añejos y diferencias más o menos arraigadas. “Me interesa hacer literatura grupal, no me gusta que haya uno solo héroe en mis novelas. Quería hablar de cómo se puede construir una alianza entre gente que no tiene nada que ver, excepto por el lugar donde vive”, dice Averbach en la entrevista con Página/12.

La escritora y docente de Literatura Norteamericana en la Universidad de Buenos Aires rechaza la cita cultural que abunda en muchas novelas posmodernas. “Los libros llenos de citas no me interesan. En la literatura norteamericana hay una división entre los escritores que siempre están hablando de literatura y los escritores que se refieren a lo que está fuera de la literatura. No me interesa la literatura autorreferencial. No me gusta ideológicamente, no es lo mío –admite Averbach–. A esa literatura lo único que le interesa es la superficie, el lenguaje, que a mí me interesa mucho, pero no el lenguaje por el lenguaje mismo. Para esa literatura lo que hay detrás del lenguaje mucho no importa, siempre que esa combinación sea perfecta y bien hecha. El resultado es que poco de eso me gusta. Prefiero la literatura no blanca de Estados Unidos, porque la literatura de los negros, los indios, los asiáticos no es autorreferencial y tiene una concepción del lenguaje relacionada con la vida fuera del lenguaje. La crítica posmoderna cree que el lenguaje es un reino completamente separado de la vida real.”

Las manos de Averbach también hablan. Las deja suspendidas unos segundos en el aire y comienza a moverlas como si estuviera garabateando los primeros trazos de su próxima novela. “Yo escribo a mano porque la máquina me tara la parte creativa –señala con una risa que le ilumina la cara–. Tipeo en la computadora para traducir; traduje más de cincuenta novelas, pero no se me ocurren las ideas si no dibujo la letra. Cuando empiezo a escribir, no sé lo que va a pasar. Lo primero que sabía es que iba a ser una historia de una cuadra que se aliaba para pintar las casas de una manera rara. Nada más. Después me senté y comenzaron a surgir los personajes. Sólo tenía clara la estructura, una alianza expandiéndose, y un personaje que mira la cuadra antes y después. Ese personaje, Lara, sabía que iba a ser una mujer. Pero nunca sé a dónde voy, excepto cuando escribo cuentos.”

–Cuando escribe una novela, ¿tiende a dibujar gráficos o mapas como lo hace en Una cuadra con la disposición de las casas del callejón?

–Sí, siempre. Esto lo adopté cuando empecé a escribir fantasía para chicos. La fantasía es un género que me fascina así como no me gusta la ciencia ficción, aunque traduje unas veinte novelas. Para que te guste la ciencia ficción, que en realidad debería llamarse ficción científica, te tiene que interesar la ciencia. Y la ciencia mucho no me interesa. Cuando empecé a escribir fantasía, en el 2000, me di cuenta de que necesitaba ir dibujando lo que se me iba ocurriendo. Lo único que sabía en esta novela es que iba a haber once casas porque me gustaba el número once. El dibujo es como una ayudamemoria, un machete, porque nunca sé a dónde voy. Creo que estoy dibujando cada vez más, sobre todo en los libros de fantasía.

–También ese dibujo, antes de que comience la novela, ¿sirve para orientar al lector?

–Sí, por eso lo dejé, porque me pareció que si me orientaba a mí también orientaba al lector. Hace poco se hizo un acto de fin de año de la gente que enseña lenguaje de señas. Como hicieron muchos de mis cuentos, me invitaron. Fue muy emocionante para mí, y aunque no entiendo el lenguaje de señas, increíblemente está muy bien lo indio, porque el lenguaje de señas proviene de la lengua india estadounidense. Me hubiera encantado saber pintar porque tiendo mucho más a lo visual que a lo auditivo.

–¿Cómo encontró la estrategia narrativa de la novela con un voz que a veces parece estar muy próxima a Lara, y otras veces no?

–Es una estrategia muy visual, como una cámara que se va desplazando. Aun cuando sea un narrador en tercera persona omnisciente que nunca dice una palabra de su opinión, su opinión siempre está. Todo lenguaje es subjetivo, aunque se lo quiera disfrazar de objetivo. Me encanta escuchar a las Madres en la radio que hablan de periodismo “subjetivo”, que creo es el único que existe. Me gusta que se diga que es subjetivo. En general siempre mi narrador en algún momento habla de lo que opina. Aunque sea en tercera, termina diciendo algo que lo destapa. A Lara no la quería totalmente como narradora porque no está en el momento de la alianza y vuelve después, pero se mezclan esas dos cosas, porque Lara es más o menos un representante mío, cómo vería la cuadra antes, que es el momento del individualismo. Y después, que es el momento de la alianza. Esa voz está confundida entre Lara y yo. Ese es uno de los problemas de hablar del narrador. Si uno estudió en la facultad y la tendencia es posestructuralista, en la cual el autor no existe, esto es una herejía (risas). Como creo que el autor existe y mi enfoque crítico no tiene nada que ver con los enfoques posestructuralistas, realmente ese narrador, plagiando a Saramago, soy yo. En realidad, el narrador soy yo y no hay quien me convenza de lo contrario.

–Las intervenciones de la narradora suelen ser muy irónicas. ¿Por qué necesitó de esa ironía?

–Lo que le comentaba a Liliana Bodoc, a quien le mandé la novela para que la leyera, es que sentía que Una cuadra era demasiado alegre y positiva. Admiro a la gente que puede escribir con humor, yo no puedo porque tengo una tendencia poética que destruye la posibilidad del humor. La ironía me permitía bajar un poco ese optimismo. Pero por otro lado, ése era el libro que quería hacer, sobre la solución y no sobre el problema. Yo tengo cierta tendencia irónica, algo en mí es irónico porque si no no lo podría hacer, pero cuando corrijo tengo que cortar demasiado porque me gustan mucho las palabras. Y a veces me voy de mambo. Siempre la primera versión de una novela es más larga de lo que va a ser al final. Tiendo mucho más a lo barroco que a lo cáustico, también mi gusto de lectora es así. A mí me gusta mucho más lo barroco; digamos que entre Hemingway y Faulkner, me quedo con Faulkner.

–Pero Una cuadra no es para nada barroca...

–Porque hice un gran esfuerzo de corrección, una limpieza profunda porque tiendo a barroquear (risas).

En la novela Rita trata de mirar las casas de ese callejón como lo había hecho Lara antes de su partida: con asombro, con nostalgia anticipada, “No pensaba irse a ninguna parte pero la nostalgia le gustaba”, dice la narradora sobre Rita, la almacenera del barrio. Averbach asocia ese gusto por la nostalgia con lo ideológico. “Mi tesis de doctorado fue sobre minorías en la literatura norteamericana: negros esencialmente; judíos, que los tomé porque vengo de familia judía, aunque sea no creyente, e indios. Cuando estudié a los indios, los otros no me importaron más. Cada buen escritor indio que aparece me vuela la cabeza por su visión de que este camino de consumismo, de capitalismo salvaje, lleva a la destrucción del planeta Tierra.”

–¿Ese gusto por la nostalgia remite entonces al “paraíso perdido”?

–Esa nostalgia la tengo dentro de mi vida personal porque viví en el campo, en el norte de Santa Fe, cerca de Tostado, que ahora es una ciudad, con mis abuelos, hasta los seis años. No había agua corriente ni luz eléctrica. Esa experiencia de campo profundo, con carro, sulky, caballos, velas, tiene algo de paraíso perdido, pero con una doble mirada. De chica eso era un paraíso, ningún drama me tocaba, pero mi mirada adulta ve todo el trabajo y el esfuerzo de una vida muy dura. Es algo muy agridulce, porque era dulce para mí, pero agrio para mis abuelos. Tengo una nostalgia por esa vida, a pesar de que no volví al campo. Vivo en una casa en Lomas de Zamora con perro y gato. No sé si podría vivir en un lugar donde no hay cines o libros, pero tampoco podría vivir en el centro. La ciudad hace creer que uno puede arreglarse solo, que se puede vivir sin plantas y animales. Amo la ciudad, pero también le tengo muchísima desconfianza. Somos demasiados humanos y pocas otras cosas vivas; objetos hay de sobra. Y eso a mí me asusta. Por eso en la novela elegí una calle en un barrio, no en el centro. No podría hacer una novela sobre la calle Corrientes, no soy tan urbana.

–Aunque en sus novelas no hay un único héroe y son más corales, en Una cuadra sobresale el personaje de Rita. ¿Por qué adquiere tanto protagonismo?

–Aunque todos los vecinos arman la alianza, no quería que el motor fuera el pintor. No quería que el artista fuera el centro de todo. Pensé en alguna persona que en esa cuadra pudiera tener relaciones con la mayoría, que fuera una especie de mediadora. Entonces apareció Rita, la almacenera, con todos sus problemas personales. En general prefiero darles un papel más importante a las mujeres.

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