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Martes, 1 de septiembre de 2009

LITERATURA › ENTREVISTA A DIEGO MERET, AUTOR DE EN LA PAUSA

“El recuerdo es un paisaje falseado”

En su novela, ganadora del premio Indio Rico 2008, desdibuja los límites de lo autobiográfico, al darle un rol fundamental a la imaginación. “El libro es la historia de alguien que se convierte en lector yendo contra el mandato que debe seguir”, dice.

 Por Silvina Friera

En la fábrica donde trabajó durante siete años lo llamaban, medio en broma y otro poco en serio, “el planchador existencial”. Diego Meret solía repetir su frase de cabecera cartesiana-peronista: “Plancho, luego existo”. Mucho antes de ganar el premio Indio Rico de Autobiografía 2008 con En la pausa, novela publicada por Mansalva que se presentó en el Malba (con María Moreno, Ricardo Piglia, Edgardo Cozarinsky y Alan Pauls), sus compañeros no creían que ese obrero textil fuera escritor. Tal vez para reafirmar esa vocación, el joven se lanzó a escribir la puerta de los baños con versos y proto-poemas que le brotaban con la misma premura que imponía la producción fabril.

El protagonista de esta novela, como su autor, transita el camino que lo lleva a convertirse en lector y en escritor desde un terreno poco fértil y propicio. La casa natal, lejos de contar con una abigarrada biblioteca propia de las clases medias ilustradas, era literalmente la casa de un monolibro: el Martín Fierro, una edición pesada de tapas de madera con ilustraciones talladas, que su madre le compró a un vendedor ambulante. Ese adorno sofisticado, cuya función primaria consistía en ser mirado como objeto de devoción al que de tanto en tanto, previo permiso maternal, se podía hojear, luego de algunos años sería leído unas cuantas veces. No le gustó el extenso poema de Hernández, pero descubrió dos cuestiones fundacionales: el deseo de leer y el papel que tendría la imaginación. Novela brevísima de apenas 75 páginas y de una calidad notable, el germen de lo imaginario se expande a partir de esa relación “secreta” que el niño intuía entre el gaucho Fierro y la Mujer Biónica.

Aunque la narración despliega el itinerario de un “montaje” de la realidad que se va tejiendo subterráneamente, el pasaje de la lectura a la escritura, desde la infancia hasta los treinta años, Meret construye una fluida trama sobre lo que bien podría llamarse “la tercera posición” respecto del modo de abordar la autobiografía. El escritor no se deja tentar por las pretensiones teóricas, las citas cultas o la farragosa reproducción de fragmentos, que muchas veces operan como ripios que atascan el relato. No necesita “chapear” sus lecturas y oscurecer desmesuradamente el ambiente de Morón (provincia de Buenos Aires), donde nació hace 32 años. Su hallazgo principal se afinca en el título de la novela. “En la pausa” es un peculiar estado que atraviesa el personaje, por una disritmia que le diagnosticaron en la infancia, lo más parecido a padecer “un principio de inexistencia momentánea”. Es como si el cerebro dejara de funcionar correctamente y quedara tildado, con la mente detenida. “El planchador existencial” recuerda ante Página/12 cómo el trabajo en la fábrica y la escritura se dieron la mano. “Esos momentos en los que estaba planchando, con la mente en pausa, eran de mucha creación. Eso que imaginaba lo volcaba después en la escritura, en las puertas de los baños o en un papel. Pero todo fue medio intuitivo, como aparece en el libro”, señala Meret, autor de la novela aún inédita La ira del Curupí.

–¿Cómo llegó a la disritmia como recurso creativo?

–Me interesaba pensar la disritmia como una enfermedad literaria; hay huecos de la realidad que están ausentes en el personaje y que los tiene que rellenar con fragmentos que provienen de la pura invención. En la pausa es un libro que intenta ir por un camino intermedio, no volcarse meramente por la historia, ni por lo poético. Quise que quedara en evidencia que el personaje no puede recordar sin la rueda de auxilio de la imaginación, que es lo que le va dando forma a su pasado. El recuerdo siempre es un paisaje falseado, distorsionado; es imposible escaparse de eso... Yo hablo como si estuviera escribiendo, ¿no? (risas).

–Si el Martín Fierro fue el primer llamado, ¿el tirón definitivo hacia la escritura sucedió después de la lectura de La vida breve, de Onetti?

–Sí, Onetti fue el autor que me impulsó a narrar. Me acuerdo de la primera frase de El pozo: “Hace un rato me estaba paseando por el cuarto y se me ocurrió de golpe que lo veía por primera vez”. Esta cuestión de escribir su autobiografía, que consiste en pasearse por los recuerdos, lo lleva a darse cuenta de que todo lo que recuerda lo está viendo por primera vez. Esos recuerdos flotan con otra forma, no son exactamente lo que él pensaba que podían ser. Cuando el personaje se plantea escribir su historia, se da cuenta de que aquello que vivió, lo que supuestamente está grabado en su memoria, es de lo primero que tiene que desconfiar. Para poder ser honesto con su escritura autobiográfica, tiene que atravesar todo lo vivido con su imaginario, que en realidad es lo que más fuerza tiene. El personaje se refiere a la experiencia como la destrucción de pequeñas certezas, que es una paráfrasis de lo que leyó de Russell. Lo único que tiene cuerpo y forma es lo que brota de su imaginario.

–En un momento, el personaje dice que gracias a sus compañeros de trabajo llegó a sentir cariño por ciertas nociones del peronismo. ¿Usted también comparte ese cariño?

–Esa simpatía es real. Hay en el personaje un despertar político que está dado por esa simpatía al peronismo. Cuando comienza a trabajar en la fábrica, no tiene inquietudes políticas; fueron los años del menemismo, muy intensos en algunos aspectos, pero totalmente despolitizados. El menemismo fue una especie de pequeño infierno al que mucha gente de mi generación no quiere volver. Me resulta mucho más atractivo el peronismo en un circuito obrero. Cuando estuve en la fábrica y empecé a encontrarme con estas nociones del peronismo, en alguna parte de mí emergió cierto discurso de mi viejo, que era peronista, que en su momento yo pasé por alto.

–Quizá lo pasó por alto porque asumirse peronista en los ’90, sobre todo para los jóvenes, era un asunto muy espinoso. Decirse peronista entonces era sinónimo de menemismo.

–Sí, es cierto, nadie quería decir que era menemista, o nadie que quisiera ser peronista podía decir que era menemista en los ‘90. En pleno auge del menemismo fui descubriendo otras caras del peronismo, que fueron las que me resultaron más atractivas, las que me convencieron. Empecé a entender el discurso de mi viejo en las palabras de mis compañeros peronistas, pero que no tenían nada que ver con lo que era el menemismo. En la novela, el peronismo está dentro de la fábrica, pero no en la calle.

–Al venir de una familia obrera, ¿cómo reaccionaron sus padres cuando les dijo que quería ser escritor?

–Mi familia siempre fue muy buena conmigo (risas), pero quería impulsarme hacia algo concreto, y este camino de la lectura y la posible escritura tiene la forma opuesta de lo concreto. Mi viejo siempre quiso que yo fuera tornero como él. Me decía: “Tenés el taller, vos podrías manejar el torno más adelante”. Incluso yo fui a un colegio industrial porque quería ser como mi viejo, pero después fue ganando terreno lo abstracto y terminé leyendo. En la pausa es la historia de alguien que se convierte en lector yendo en contra de ese mandato que tiene que seguir.

–Sin embargo, esos mundos, el de la fábrica y la lectura, son complementarios. El personaje consigue apropiarse de ambos e integrarlos.

–Esto se ve en la escritura en la fábrica; escribir en la fábrica es de alguna manera integrar el trabajo con la escritura. Si es que no la limpiaron, es posible que todavía esté escrita la puerta del baño con mis proto-poemas. En esa época escribía mucha poesía y tan grande era esa necesidad, en plena producción fabril, cuando estaba planchando, que terminaba escribiendo en alguna parte de la fábrica.

–¿Por qué su escritura tiende a la brevedad, a la condensación? ¿Es una herencia de esos tiempos en que escribió poesía?

–Desde hace mucho tiempo que quiero volver a escribir poesía y me resulta imposible, pero encuentro cierto alivio en la prosa, buscando la síntesis. Tengo una respiración o un impulso que tiene un alcance poético; los libros que escribo llegan como mucho a las cien páginas, no puedo escribir cuentos, ni novelas largas. La brevedad me resulta más natural.

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Meret trabajó durante años en una fábrica textil. Allí, sus compañeros lo llamaban “el planchador existencial”.
Imagen: Sandra Cartasso
 
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