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Lunes, 11 de enero de 2010

LITERATURA › ENTREVISTA AL CHILENO RAFAEL GUMUCIO, POR LA DEUDA

“Se esconde la desigualdad bajo un manto de pudor”

En su novela, utiliza la historia de una estafa para explorar las diferencias sociales en Chile. “La sociedad chilena está basada en la frustración y el resentimiento; ése es el gran motor que nos permite funcionar como país”, sostiene.

 Por Silvina Friera

El hombre que afirma que el leitmotiv de su vida ha sido creer que lo están filmando, o que están escribiendo sobre él, parece la versión chilena de Tom Wolfe, pero más bajito y con un consorcio de rulos en su cabellera en estado de rebelión. Rafael Gumucio se desploma en el sofá de un hotel del microcentro como si estuviera en el living de su casa. Estira las piernas con desparpajo, al compás de sus gestos nerviosos. Su traje holgado de lino blanco y su camisa azul profundo completan el cuadro de su excentricidad. La deuda (Mondadori), su última novela –tan incómoda como incorrecta–, es un libro “complicado”, según lo define su autor. Inspirada en dos casos reales que ocuparon las tapas de los diarios chilenos durante algunos meses, la historia tiene como protagonista a Fernando Girón, un ambicioso director de cine y de una productora que se estrella con la imposibilidad del sueño de filmar su guión –una adaptación de la novela El río, de Alfredo Gómez Morel–, cuando se desayuna que su obediente contador, Juan Carlos Riquelme, lo ha estafado. Le robó 80 millones de pesos, se escapó a Buenos Aires y vivió en Paraguay; pero después de tres años regresa a Santiago y decide entregarse. De repente, el mundo se vuelve hostil para el cineasta.

El escritor chileno se atreve a meter el dedo en la llaga: explora e invierte los roles de víctima y victimario –Fernando, por obra y gracia de la política, deviene en corrupto, sinvergüenza, impúdico– y escarba en el resentimiento inexorable que genera el abismo de clases en la sociedad chilena. Resulta formidable el diálogo entre la atribulada esposa del cineasta, Fernanda, y la mujer del contador, Nelly, en un abortado intento por acercar posiciones. “No somos iguales, nunca vamos a ser iguales. La gente como ustedes siempre se salva al final”, dispara Nelly para conjurar la retórica del “somos víctimas también” que esgrime Fernanda para conmover a su interlocutora. “Yo sólo sé que nunca vamos a estar en el mismo bando”, insiste la mujer del contador.

Aunque por momentos las palabras se atropellan en su boca y son eyectadas a una velocidad crucero, cuando Gumucio pone el freno en el acelerador, destila una ironía abrasiva. “En la novela hay una crítica al abuso que hacen la prensa y la derecha de la palabra corrupción, una especie de palabra mágica que desautoriza de plano a alguien. Es cierto que corromperse por un millón de pesos, es decir nada, o corromperse por cien millones de dólares no es lo mismo. Pero el peso de la palabra corrupción es cegador. No hay sólo una crítica a la Concertación sino también al clima político y social. Pero no me interesó escribir un manifiesto sociológico sobre la realidad chilena”, aclara el escritor a Página/12.

–La diferencia de clases es el telón de fondo de La deuda. ¿Cómo explica la obsesión por subrayar este tema?

–Chile es uno de los países más desiguales del mundo, tiene niveles de desigualdades que se equiparan con algunos países de Africa. Es tan evidente y visible la desigualdad que nadie escribe sobre el tema. En la tradición de la novela chilena existe una gran obsesión en (José) Donoso y en (Manuel) Rojas, pero últimamente hemos querido esconder esta desigualdad bajo un manto de pudor. La desigualdad está soterrada porque obliga a tomar posiciones y a enfrentarse con los fantasmas propios. La sociedad chilena está basada en la frustración y el resentimiento; ese es el gran motor que nos permite funcionar como país. Esta tensión permanente en que vivimos ha funcionado; ha tenido su lado positivo, pero también tiene un costo psicológico y personal enorme porque vivimos bajo una olla a presión. Ahora entiendo por qué esta novela generó algunas incomodidades. Puedes escribir de lo que quieras, puede ser el impudor total, puedes hablar de una orgía con menores de edad. Pero contar nuestras reglas sociales y ese extraño equilibro que genera la humillación, eso es lo que no se puede contar, lo que no se puede decir. Otro tema del que jamás se habla es el de la raza. En la rancia aristocracia chilena hay muchísima sangre indígena, pero el asunto es mucho más complejo y no pasa por ser rubio o moreno. Por ejemplo: es de buen tono descender de una familia peruana o boliviana, pero es de muy mal tono ser peruano o boliviano. En esta novela, que es muy distinta de las otras que he escrito, busqué de manera consciente subrayar estas diferencias. No sé si voy a volver a hacerlo.

–¿Por qué? ¿Le trajo muchos dolores de cabeza?

–Es muy difícil escribir sobre este tema. Tengo una empleada doméstica a la que le pago lo que paga todo el mundo, que es poco. La desigualdad chilena me ha sido beneficiosa. Soy consciente de que critico algo que evidentemente tiene para mí su lado positivo, pero que necesita ser cambiado. El día que lo cambien, voy a ser el primer damnificado. Todos los chilenos estamos en esa doble posición: sabemos que es injusto, que es horrible, que hay que modificarlo, pero todos, incluso las víctimas, se benefician de este sistema. El microclima de la sociedad chilena es una especie de isla que está amenazada por el mar de las diferencias sociales. Nosotros vemos el rostro de la desigualdad, pero al mismo tiempo vivimos más la realidad que ustedes, que necesitaron de una crisis como la de 2001 para mirar los rostros que no querían ver.

–¿A qué atribuye el peso de la religión católica que aparece en la novela y que abruma a varios de los personajes?

–Creo que tiene que ver conmigo; a mí me interesa mucho la religión porque vengo de una familia católica de izquierda. Algunos de los personajes se parecen un poco a mí: tienen la misma obsesión. La Iglesia chilena apoyó a las víctimas de la dictadura pinochetista y eso le dio cierta envergadura moral. En Chile ser de izquierda y ser católico no es una contradicción. No sólo es posible, sino que es una condición sine qua non. Muchos chilenos llegan a la izquierda a través del catolicismo. Mis amigos dicen que esto pasó de moda, que la gente ya no es católica ni de izquierda, que estoy hablando de mundos que están muertos. Pero a mí me importan. Para una novela son cuestiones que funcionan como buenos resortes narrativos. Los temas morales son divertidos, le dan emoción a la novela. Nada más aburrido y plano que esas novelas donde a los personajes no les pasa nada.

–Usted aborda estos temas con un tono sarcástico, cómico. Cuenta un drama de un modo “liviano”, sin tragedia.

–Es un drama entre paréntesis porque nadie se muere. Siempre intento ver a los personajes desde la perspectiva del ridículo. Todo el problema de Fernando es un poquito ridículo, es para darse importancia y porque quiere ser protagonista. Lo más divertido es que todos quieren ser protagonistas, quieren que se filme una película sobre ellos o se escriba un libro sobre ellos. Yo soy uno de esos personajes. Ese ha sido el leitmotiv de mi vida: pensar que me están filmando o están escribiendo sobre mí. Y lo he logrado (risas).

–En una primera instancia La deuda es la historia de una estafa, hasta que el estafado se convierte en “victimario”. ¿Esta inversión de roles fue deliberada?

–Cuando es víctima, Fernando se siente culpable; cuando es victimario, se siente completamente inocente. Está dispuesto a defenderse cuando lo atacan, pero cuando él es el inculpado, no quiere defenderse. Este tipo de juegos surgieron de la propia historia. No me senté a pensar “voy a escribir una novela donde la víctima sea el victimario y el victimario la víctima”; simplemente, al escribir, apareció este juego que me parecía muy divertido.

–¿Este juego entre víctimas y victimarios también lo traslada a la política?

–Tengo la sensación de que el resentimiento y la culpa social al no tener ya una patente, una izquierda que la representa, queda un poco en el descampado y se transforma en un tema tabú. Pinochet y Allende polarizan el discurso y permiten posiciones muy cómodas. Todos los personajes, salvo María de los Angeles, son antipinochetistas, están del lado de los “buenos”. Sin embargo, la manera en que están del lado de los “buenos” es totalmente distinta. En la novela hay un personaje que es hijo de militantes de izquierda y que entra a un partido de derecha que hace mucho trabajo social, una derecha muy metida en las poblaciones. Hay una cantidad de personajes que han sufrido esta transformación: han pasado de la izquierda a la derecha, y esto también me interesaba reflejarlo.

–¿Qué hace que en Chile se pueda pasar tan fácilmente de la izquierda a la derecha?

–Tenemos una derecha que existe de verdad, una derecha orgullosa, sin pruritos ideológicos, que cree en la transformación social. Esa derecha ideológica, que ha estado del otro lado de la frontera, ha vivido cosas muy parecidas a la izquierda; son experiencias similares de fe, de lucha... Claro que nos perseguían a nosotros y nos querían matar. Pero alguien que te quería matar, es un hermano si no te mata. Se parece a ti, te conoce, te comprende. Ha habido huérfanos entre los comunistas y los pinochetistas; para ellos también es incomprensible el mundo. Hace poco hablé con el nieto de Pinochet, un joven traumatizado que quiere ser el heredero político de su abuelo. Le pregunté qué le hacía leer Pinochet. Me contó que leía a Gramsci porque el abuelo le decía que debía conocer cómo piensa el enemigo. El ha leído a Gramsci, ¿pero de qué le sirve haberlo leído? Si Chávez es una murga contra Gramsci tanto como Berlusconi. Mis personajes han leído a Gramsci o lo han sufrido.

–El título de la novela parece aludir a otro tipo de deuda, no sólo la financiera. ¿Se refiere también a la deuda política?

–Mis personajes no alcanzaron siquiera a arrepentirse; la generación anterior, que fue protagonista de la Unidad Popular y que vivió el proceso revolucionario, tuvo tiempo de arrepentirse y de cambiar. Mis personajes alcanzaron a leer a Gramsci sin saber que se les acabó la escuela y están libres (risas). Y eso es bien traumático. La generación de Bolaño nunca comprendió nada: ni la fiesta ni cuando se acabó, ni la música que estaban poniendo ni la música que hay que tocar ahora. Mi generación, en cambio, ni siquiera llegó al curso uno de Gramsci, entonces no tuvimos ese problema. Mi generación creía que con Tarantino llegaba el mundo real, pero con el tiempo demostró ser un idiota que hace unas películas cada vez peores.

–Fernando reconoce hacia el final que ya no le importa la película que pretendía filmar y dice: “Hay que vivir primero antes de filmar”. ¿Es una ironía hacia una generación que pensaba sólo en términos de la “gran obra”, “la gran novela”, “la gran película”?

–La gran novela chilena o latinoamericana se acabó. Al final, lo terrible de la novela es que el gran proyecto vital de Fernando es haberse casado con su mujer. En ese matrimonio invierte todo el esfuerzo, toda la voluntad, todo el trabajo. Puede resultar patético, pero a medida que uno envejece se da cuenta de que no es tan patético y que muchos son así. Y los que hacen películas y no invierten en su vida personal o en su matrimonio son igualmente fracasados. Es inconfesable que el gran éxito sea el matrimonio, es algo que nadie quiere contar...

Gumucio comenta que en la Universidad Diego Portales, donde dirige el Instituto de Estudios Humorísticos, dio un curso sobre Chejov. “Carver, Cheever y todos los americanos inventaron la leyenda de que Chejov escribía cosas terribles, pero en el fondo quería a sus personajes, los redimía, tenía cariño por los mundos que creaba. Pero al leerlo te das cuenta de que era terrible, destructor, con un juicio terminal hacia un mundo donde no veía ninguna esperanza –plantea el escritor–. Por supuesto que había gestos de cariño y personajes que se salvaban, pero era despiadado.”

–Hay algo despiadado y muy chejoviano en su novela. Se nota que le gusta molestar a las buenas conciencias, ¿no?

–Todas las actividades a las que me dedico, que son muy diversas, tienen en común que si no molestan no tienen ninguna gracia. Me gusta molestar porque también me gusta que me molesten. Aprendí mucho en la incomodidad y siento que si uno tiene el tiempo y las ganas de escribir es para ponerse uno mismo en cuestión. Tengo una confianza ciega en que no me voy a volver loco y que lo puedo hacer. Hacer el esfuerzo de escribir una novela de 200 o 300 páginas para no ponerse en cuestión y no poner en cuestión a sus personajes, para decorar un poco el paisaje de las letras, nunca lo he entendido. No soy tan esforzado como para hacer eso.

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“Siempre intento ver a los personajes desde la perspectiva del ridículo”, señala Gumucio.
Imagen: Leandro Teysseire
 
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