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Sábado, 23 de julio de 2011

LITERATURA › EL ESCRITOR LUIS SAGASTI HABLA DE BELLAS ARTES

“Vivo en estado de zapping permanente”

Su nuevo libro expresa esa idea, con ventanas que se abren todo el tiempo. La anécdota del “cura volador”, el brasileño Adelir de Carli, dispara un puñado de historias reales y ficticias.

 Por Silvina Friera

La voz como un trueno. Luis Sagasti tiene la voz demasiado grave. Aunque insista en domesticarla, no puede. Se le escapa de los pliegues vocales una vibración imponente, atenuada levemente por el zumbido irónico de sus recuerdos. Cuando era chico, soñaba con ser astrónomo y contemplar las estrellas “que huyen de nosotros desde un principio”. A veces la memoria dibuja un área verbal llena de conexiones simétricas, parcelas de un relato biográfico escandido por sustituciones. El músico de rock que quiso ser tampoco le sentaba bien. Narrar, en cambio, sí. En el principio de este escritor, docente y crítico de arte, está la voz grave y las estrellas; nudos de donde surgen, sin detener el insaciable asombro, nuevas significaciones. Bellas artes (Eterna Cadencia) es el planeta-ovillo más encantador de los últimos tiempos, un libro-constelación cuya fascinación reside en llevar más lejos de lo imaginado un puñado de hechos reales o ficticios que irradian hacia relaciones inesperadas. A partir de ese gesto tan expansivo, de pronto el lector podrá explorar las cicatrices que vinculan a Joseph Beuys y Bill Pilgrim, a Giuseppe Ungaretti con Wittgenstein o a Barón Biza con Primo Levi. Quienes puedan tener ante sus ojos las madejas y capas que propone el escritor, abrirán bien grande la boca y se tragarán las 101 páginas de un tirón.

El punto de partida de Bellas artes, el primero de los hilos del que tiró Sagasti (Bahía Blanca, 1963), fue la anécdota del “cura volador”, el brasileño Adelir de Carli, que se lanzó al aire “como un Papá Noel al que se le escaparon los renos”. El sacerdote católico voló sostenido por mil globos inflados con helio durante ocho horas. Quería batir un record, pero nunca más se supo nada de él. Al poco tiempo, el hombre de la voz demasiado grave leyó en el diario otra noticia: la pérdida de un globo aerostático con forma de chancho gigante que había lanzado Pink Floyd en un recital. “Me pareció que había un hilito ahí, sumado a que tengo algunos amigos poetas, Sergio Raimondi y Mario Ortiz, y a veces nos juntamos. Ellos leen y yo no tengo nada para llevar porque escribo novelas –repasa la genealogía de la escritura del libro–. Entonces se me ocurre escribir algo para compartir, para mostrar un poco. Este libro es como ventanas de Windows que se abren literalmente: una cosa te lleva a la otra y empezás a ver historias reales de personajes más o menos conocidos, historias más marginales, y en algunos casos un poco de ficción, para que la cosa cierre.”

Sagasti avanza por las grietas de un mundo que estuvo y está delante de las narices del lector todo el tiempo. Sólo que, pequeño detalle, el escritor dispone progresivamente una serie de conexiones impensadas porque revelar todo de golpe “no es revelar nada”. En las páginas de este libro golondrina –cada lector, desde el hemisferio por donde lo lea, decidirá si es una novela, un ramillete de relatos o un texto próximo a la poesía con algunos escarceos ensayísticos– circulan Beuys herido en el invierno más crudo de 1943, durante la Segunda Guerra Mundial; Bill Pilgrim, el héroe de Matadero cinco, la nave insignia de la pequeña flota de ficciones de Kurt Vonnegut, novela escrita desde la experiencia en la guerra; la historia de Wittgenstein en la trinchera; Ungare-tti, tirado toda una noche al lado de un compañero masacrado, escribe: “Nunca me he sentido/ tan/ pegado a la vida”; Yuri Gagarin, hijo de un carpintero y una ordeñadora de vacas, el hombre que participó del primer vuelo tripulado fuera de la atmósfera terrestre; y Primo Levi y ese hueco de la escalera que se precipita a sus pies, entre otras pequeñas pinceladas biográficas que incorporan también a Habermas, Saint-Exupéry, Barón Biza, Matsuo Basho y Glenn Miller.

A diferencia de otras novelas que ha escrito, este libro dista del tiempo prolongado de gestación espiritual. “No digo que fue una revelación, pero salió de un tirón, más o menos en cinco meses; es como cuando estás buscando algo que no sabías bien qué era y si lo encontrás lo único que se te ocurre es rodearlo con palabras para que se torne visible, pero aún no tengo muy en claro de qué se trata todo esto. Creo que ese no saber le da cierto matiz de verdad. Hay una intuición muy grande sobre lo que quiero expresar, pero la única forma de hacerlo es a través de lo que he escrito –dice Sagasti a Página/12–. Quería poner en relación ciertas circunstancias, una al lado de la otra para encontrar un nexo; como si apenas señalara las estrellas para que cada lector arme su propia constelación.” El autor de las novelas Los mares de la luna (2006) y El canon de Leipzig (1999) podría ser el eslabón literario perdido entre el grupo Les Luthiers y Capuso-tto. “Yo vivo en estado de zapping permanente, con ventanas que se abren todo el tiempo. Lo digo como lector o como tipo que da clases. Para lamento de mis alumnos, suelo irme por las ramas y después no encontramos los troncos, acaso el árbol sea frondoso y de mucha sombra”, ironiza el escritor, recordado en sus pagos de Bahía Blanca por el programa radial humorístico Maldición llegó el verano.

–Al principio del libro, parece burlarse de las teorías conspirativas cuando advierte que algunos piensan que en realidad el mundo está sujeto por hilos y están quienes mueven esos hilos. Esa burla que funciona muy bien en el marco de la ficción, tal vez podría ser puesta en cuestión fuera de las páginas de su libro, ¿no?

–Yo creo que las operaciones y los conspiradores existen. Los conspiradores creen que sus conspiraciones funcionan. Pero quizá no funcionan, por más que ellos lo crean. Una conspiración puede funcionar en un terreno más doméstico o más circunscripto a un período de tiempo. No sé si el gobierno del mundo depende de los nerds egresados de Yale. Si digo que lo del hombre que fue a la Luna es una conspiración, eso equivale a decir que toda la gente involucrada en la NASA, que deben ser unas 5000 personas, contando desde el que estaciona los cohetes al portero, tiene un pacto de silencio durante 40 años. ¿Nadie se quiebra, por ejemplo, ante su mujer mientras toma un Bourbon y le dice: “Flaca: esto es mentira”? Lo que pasa es que las teorías de las conspiraciones tienen dos alicientes. Al margen de que reducís la historia a la voluntad de unos individuos, te hace sentir inteligente.

–¿En qué sentido?

–Yo, que soy verdulero en Burzaco, sé cómo funciona el mundo, sé quiénes son los que conspiran. Pero también parte de la conspiración consiste en hacernos creer que no existen las conspiraciones. Aunque a veces depende el día –si está lloviendo o no, si es de noche o no–, suelo creer. Debe haber un teléfono entre el Papa, Bill Gates y Riquelme. O por ejemplo la AFA. Si no fuera por un mes de atraso, Grondona dura cuatro papados: de Pablo VI a Benedicto XVI, un record difícil de igualar, ¿no? Obviamente debe haber una serie de pactos preexistentes que permiten esta constitución del fútbol. Creo... no sé. ¿No será esta entrevista parte de una conspiración? (risas).

–Hay algo muy fuerte con la idea de constelaciones, incluso al comienzo se menciona las Tres Marías. También está la frase sobre las estrellas en la que afirma que “cada noche se encuentran más lejos aunque den la impresión de estar siempre en el mismo sitio”. ¿Cómo explica este interés?

–Mirar las estrellas me estimula a creer cosas que no tengo muy en claro qué, pero que me gusta creer. Hay algo mágico en las estrellas, estoy seguro de eso. Cuando era chico, con mi abuelo íbamos a la playa de Monte Hermoso, que queda cerca de Bahía Blanca, donde se ven todas las estrellas, incluso las del Hemisferio Norte (risas). Curiosamente mirar las estrellas es una situación muy acogedora, a pesar de lo abismal. Me encanta ver el cielo estrellado. De hecho, de chico quería ser astrónomo y con un amigo nos íbamos a un techito, mirábamos las estrellas y no sé qué anotábamos. Ahora que lo pienso, en El canon de Leipzig la clave son las estrellas; es sobre una partitura de Bach que al parecer está representando una constelación.

–De soñar con ser astrónomo a convertirse en escritor, ¿cómo se dio ese pasaje?

–Cuando nos poníamos a cantar en el secundario, me acordaba las letras, pero tenía que hacer la de Capusotto y no cantar, porque si bien tengo oído para la música, no tengo manejo de mi voz. Si tuviera que expresarme, sería cantante de rock. Pero no puedo. Una de las cosas que me gustaba era contar historias, narrar y hablar con mi abuelo. Tenía ganas de escribir, pero no sabía bien qué. Leía mucho a Henry Miller y me encantaba, pero yo no había vivido una mierda y no tenía nada para decir. Hasta que por el ’90 me vino la trama de El canon de Leipzig y empecé a laburar con eso. Y me lo tomé en serio; no vamos a pelotudear. Escribir es mi forma de estar. Pero todo empezó por tener una voz grave, si no hubiera cantado. No fui un niño precoz inspirado ni tampoco tengo el dolor adentro y si no lo saco me muero. ¡Andá al psicólogo! (risas). A mí me da placer escribir. Lo que te define como escritor es cuando sentís que no estás escribiendo. Hoy no escribí, me falta algo, como esas miguitas en la cama que son un poco molestas.

* Bellas artes se presentará el próximo jueves 28 a las 19 en la librería Eterna Cadencia (Honduras 5574), con Gabriela Cabezón Cámara y Jorge Consiglio.

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El autor bahiense es también docente y crítico de arte.
 
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