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Sábado, 5 de enero de 2013

LITERATURA › PUBLICARON CITOMEGALOVIRUS. DIARIO DE HOSPITALIZACIóN, DE HERVé GUIBERT

Una pelea contra la muerte a plazo fijo

El enfant terrible de las letras francesas registró en un libro de 63 páginas el combate “entre la escritura del temor y la disolución del sujeto”. Novelista, fotógrafo y cineasta, murió de sida en París, el 27 de diciembre de 1991.

 Por Silvina Friera

El bárbaro dinamita los lugares comunes. No deja nada en pie en esa guerra sin cuartel contra el tiempo; es un “yo” avasallante, precursor de la llamada “autoficción”. Hervé Guibert, enfant terrible de las letras francesas, consigue que cada línea que escribe –bajo el imperativo de la rabia, el rechazo, el miedo, la impotencia, la enfermedad que avanza inexorable sobre su cuerpo– sea letal y perfecta en un mismo golpe. No es frecuente que esto suceda en un libro de apenas 63 páginas como Citomegalovirus. Diario de hospitalización, publicado por Beatriz Viterbo. “Antes me decían: ‘¡Qué hermosos ojos!’ o ‘¡Qué lindos labios!’. Ahora, las enfermeras me dicen: ‘¡Qué lindas venas!’. Para colmo de males –se leerá después– las enfermeras “cotorrean toda la noche, en voz alta, en la pieza de al lado, sobre problemas de salarios y precios”. La primera entrada arranca el 17 de septiembre. El registro inicial es como una foto “en blanco y negro” que documenta una parte de la materia prima, el cuerpo del propio novelista, fotógrafo y cineasta francés que murió de sida en París, el 27 de diciembre de 1991. “Visión del ojo derecho arruinada. Me cuesta leer”, anota para empezar un combate “entre la escritura del temor y la disolución del sujeto”, como planteó Jean-Pierre Boulé. “¿Cuánto tiempo me queda?”, es la pregunta que está implícita en estos fragmentos que van al hueso de esa pelea que implica la muerte a plazo fijo.

Apenas 22 años tenía Guibert cuando irrumpió con un primer libro, Le mort propagande (1977), en el que trazó la constelación por la que se movería como un pez por el agua de su obra futura y póstuma: textos en primera persona, novelas, diarios, relatos, correspondencia –a veces ilustrados con fotografías de su propia producción–, oscilantes en ese complejo umbral entre la ficción autobiográfica y la literatura. Había nacido en las cercanías de París en 1955; fue amigo de escritores, filósofos y cineastas como Roland Barthes, Michel Foucault, Miquel Barceló, Sophie Calle y Patrice Chéreau, entre otros. Sus libros y su figura estuvieron sumergidos o eclipsados –según como se lo interprete– en esa especie de petrificada nomenclatura de lo “culto” hasta 1984, cuando ganó el César al mejor guión por el film El hombre herido, dirigido por Chéreau. “El sida era una enfermedad maravillosa –escribió–. Y es cierto que yo descubría algo suave y embelesador en su atrocidad; era, por supuesto, una enfermedad inexorable, pero no fulminante, una enfermedad de niveles, una escalera muy larga que conducía evidentemente a la muerte, pero en la que cada peldaño representaba un aprendizaje inigualable; se trataba de una enfermedad que daba tiempo para morir, y que le daba a la muerte tiempo para vivir, tiempo para descubrir el tiempo, y para descubrir por fin la vida, era en cierto modo una genial invención moderna que nos habían transmitido los monos verdes de Africa”. Ese descubrimiento se produjo en 1988, cuando le confirmaron que era portador del VIH.

Nunca le perdonaron a Guibert –o al menos eso parece, si se tiene en cuenta que muy pocos se acuerdan de su obra– hacer pública la causa de la muerte de Foucault en Al amigo que no me salvó la vida –relato en primera persona, como no podía ser de otra manera, de los últimos meses de vida de Musil, inspirado en el filósofo francés–, publicada en 1990 y con la que iniciaría la llamada “Trilogía del sida”, que se completaría con El protocolo compasivo (Le Protocole compassionnel, 1991) y la póstuma El hombre del sombrero rojo (L’Homme au chapeau rouge, 1992). “Una estadía en el hospital es como un viaje muy largo, en que se asiste a un desfile ininterrumpido de personas y rituales, para hacer pasar el tiempo. Ni siquiera hay noche. El hospital es un infierno”, anota en este diario que escribe con la certeza de que podría quedar inconcluso “debido a una falta de ánimo total”. Pero continúa empeñado en una batalla en la que se ensaña hasta con el léxico médico. “No voy a decir que me gustaría quedarme ciego, pero existen situaciones desalentadoras que terminan dándose vuelta como un guante. Es algo que no conozco. Y siempre me ha gustado explorar, a fondo, hasta el límite de lo peor, las situaciones desconocidas”, confiesa en otra entrada.

En Citomegalovirus Guibert transforma la “tortura mental” de esa hospitalización, ese ámbito donde nunca se duerme ni descansa, en “tema de estudio”, en una indagación íntima –no exenta de humor, de ironía– que consigue hacer soportable esa experiencia difícil de verbalizar. Como si al escribir pudiera lanzar hacia un futuro la angustia de esa pregunta que no se formula, pero está todo el tiempo latiendo: “¿Cuánto tiempo me queda?”. La genialidad acaso sea una patraña. Y, sin embargo, a veces el lector puede sentir que está ante un auténtico genio. “Es curioso. Cuando el médico le inflige al paciente un sufrimiento intenso, se crea un sentimiento de amor y de respeto que en mi opinión es recíproco. El sufrimiento tiene algo de sagrado. El médico que hace sufrir y el paciente que sufre se convierten en algo así como amigos o cómplices. Pero por pudor, de eso no se habla.” El enfant terrible no se reserva nada. Antes de dejar el hospital por la internación domiciliaria, el 8 de octubre, anota: “Leo (recién hoy y de casualidad) que el DHPJ, el antiviral que me inyectan todos los días con la perfusión, bloquea de manera irreversible la producción de esperma. Pero qué me importa tener mala leche con tanta mala leche”.

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