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Martes, 9 de abril de 2013

LITERATURA › BETINA GONZáLEZ PRESENTA SU NOVELA LAS POSEíDAS

“Quería una novela arrebatada, que te quemara en las manos”

La ganadora del Premio Tusquets de Novela siente que puede comprender a su protagonista. Las une la predilección por el silencio, una inmensa alegría animal y un sentimiento de rabia que crece y se expande sin tregua posible.

 Por Silvina Friera

El comienzo de la vida verdadera puede ser un acontecimiento extraordinario. Felisa Wilmer, una adolescente “rara”, llega a un colegio de monjas. Todo en ella establece la diferencia, desde el pelo largo y grueso –negro con reflejos colorados–, que parecía no lavar ni peinar nunca, hasta su voz grave, perturbadora. El pliegue irregular en su labio superior le da a su cara una expresión de desprecio en reposo. Tiene una cicatriz que empieza debajo de su ojo derecho, cruza en diagonal hasta su oreja y se pierde en alguna parte del cuello. Sus compañeras de cuarto año no están preparadas para enfrentar esa singularidad. A María de la Cruz López lo que más le impresiona es el modo de hablar de esa chica recién llegada de Amsterdam, que vivió en Londres y anduvo por varias ciudades europeas desde los seis años, “en un español filoso, de vocales cerradas y giros sorpresivos por el que de a ratos se filtraban indicios de que alguna vez había sido argentina”. López –la narradora de Las poseídas, de Betina González, ganadora del Premio Tusquets de Novela– cree que puede comprender a Felisa. Las une la predilección por el silencio, una inmensa alegría animal y un sentimiento de rabia que crece y se expande sin tregua posible.

“La decisión de situar la novela en la post-dictadura es porque fui adolescente en ese mundo. Una vez que eché a andar la novela me di cuenta de una conexión obvia entre el hecho de haber naturalizado el horror que vivía toda la sociedad –el comienzo de la democracia era naturalizar que había tumbas NN– y la concepción que tiene cualquier adolescente de que el mundo adulto es una farsa. Me parecía muy potente utilizar esa época como sustrato de una novela que de por sí es oscura –subraya González a Página/12–. Y que dice algo de una generación que es consciente de que está montada sobre una pila de cadáveres. Y que lo colectivo parece no ser una opción. Que la rebelión sólo puede ser individual. Yo sentía que no podíamos recurrir a los mismos discursos y a las mismas banderas que los jóvenes de los ’70 porque los habían destruido. La atmósfera de la post-dictadura le da a la novela por un lado esa oscuridad, pero también un sentimiento de bronca, de desazón, frente a ese discurso de los adultos, que fue también el discurso de los años de dictadura, de hacerte creer que ese mundo era justo y estable cuando en realidad detrás de todo eso había 30 mil desaparecidos. Cualquier adolescente rompe con el mundo adulto. Romper en ese momento es algo que se conecta con el punk. No te quedan banderas contra qué rebelarte. Sólo te queda ese gesto de la bronca.”

–El problema es contra qué se rompe: ¿contra el mundo hipócrita de los padres o contra el mundo de los 30 mil desaparecidos?

–Claro, exacto. Por eso en algún momento de la novela se habla de una arqueología que no se va a acabar nunca. En los ‘80 no teníamos historia, relatos sobre los desaparecidos, como ahora que pasaron unas décadas. Era algo terriblemente fantasmagórico para mi generación. Yo recuerdo haber ido a la Plaza de Mayo cuando asumió Alfonsín. Ver las siluetas de los desaparecidos fue muy fuerte para mí: la materialización del desaparecido por primera vez. Los desaparecidos funcionaban como algo fantasmagórico, casi como una novela de terror. Sabíamos que vivíamos en un país habitado por fantasmas.

–La narradora parece detectar la complicidad de la Iglesia con la dictadura cuando es llevada de excursión al Colegio Militar de El Palomar. Parece la escena más “real” y “autobiográfica” de Las poseídas...

–Sí, es así. Esa escena en El Palomar, con esos “botines ganados en la guerra contra la subversión”, existió. Es lo único autobiográfico que hay. Eso es real. En los primeros años de democracia me llevaron de excursión al Colegio Militar de El Palomar. Era muy esquizofrénico recordar que se hablaba del Juicio a las Juntas en la televisión y ver que la misma institución militar seguía reificando, como si fuera algo honorable, “la lucha contra la subversión”. Esa excursión fue caótica; sabía que si les preguntaba a las maestras, iba a obtener un discurso vacío. Fue realmente tenebroso ver que los militares tenían una sala que festejaba “la guerra contra la subversión” como si fuera una batalla más del país.

Las poseídas genera la imperiosa necesidad de escuchar los temas de Ian Curtis y Joy Division. Es una novela que podría leerse, como cuenta López, encerrada en un cuarto con música dark a todo volumen. “Voy a repetir lo que dice la narradora: ‘Todas nos queremos matar en algún momento’. Me parece que hay un sentimiento suicida en la adolescencia, cuando claramente percibís que no hay lugar en el mundo para vos y tus emociones. Que todo te supera, que el mundo de los adultos es una gran mentira y no hay lugar para ese desborde que es ser una chica adolescente, algo terrible y maravilloso a la vez –plantea González–. El sentimiento suicida está acompañado por el punk y el dark, que es el arco musical de la novela. No es el rock del hippismo, de la paz y el amor. Es un rock del romper todo, pero no saber bien romper por qué. No hay un objetivo de comunidad, no hay un colectivo; es una cuestión del individuo con sus propios abismos. Y me parece que hay mucho de ese sentimiento en las canciones de Ian Curtis, que conecta con un sentimiento de la adolescencia de querer romper con esos cánones del mundo adulto, no sabiendo bien ni por qué ni cómo. Todo es un gran exceso en la adolescencia, incluso tus propias emociones.”

–¿Qué sucede con los estereotipos en el mundo adolescente femenino?

–La novela es deliberadamente irónica sobre esos estereotipos que caen sobre la chica adolescente, ya sea desde la cultura o la literatura. El mundo adolescente es un mundo muy cruel que te exige ocupar lugares. La novela trabaja con esas etiquetas, con los grupitos de chicas que se forman. No estar en ninguno de esos lugares es también un lugar. Ese es el punto de encuentro entre Felisa y López, aunque también son muy distintas. Quería devolverle a la figura del adolescente toda su complejidad, porque es una figura que desde lo cultural y lo literario se ha trivializado mucho. No hay tantas narrativas, al menos en la literatura argentina, que narren el mundo adolescente femenino. Creo que ésta fue una de las razones que me convenció para escribir esta novela, una novela que la tenía en mi cabeza desde los dieciséis años. No es sólo una historia de iniciación. Es una historia de iniciación en un mundo particular, contada desde la intimidad de lo femenino. Pero no de lo femenino “rosa” sino desde lo brutal que puede ser la sexualidad para una chica de 16 años.

–Así como se rompe con ciertos estereotipos de la adolescencia, hay una burla feroz hacia las monjas, que no saben cómo clasificar las supuestas “desviaciones” a las que se enfrentan.

–Sí, esa burla también implica a los padres y a toda la sociedad. Ese mundo de la escuela católica es extremo en esa clasificación, pero esas clasificaciones atraviesan a toda la sociedad. Hay un discurso normativo claro sobre el género, ¿no?, guiones que la sociedad escribe y con los que tenemos que actuar. Más allá de cuánto ha avanzado la sociedad, el discurso patriarcal siempre está. La Iglesia Católica es uno de los lugares donde actúa ese discurso. Y en ese mundo patriarcal hay un doble discurso: protejamos a las niñas, tienen que llegar vírgenes al matrimonio, tienen que ser puras y castas, pero a la vez es un mundo hipersexualizado por la represión y por la prohibición.

–Hay una escena crucial hacia el final de la novela. López en un momento siente miedo y escapa ante el probable suicidio de Felisa. Y recurre a una monja que, lejos de tranquilizarla e intentar ayudar, le dice que se tiene que hacer la distraída. ¿Es una traducción, al interior de la escuela, del “no te metás” o “por algo será”?

–Sí, no lo había pensado, pero sí. Está ese “no te metás” y también cierta apatía. Esa monja sabe más de lo que dice y justamente por eso no va a mover un dedo. En ese momento, y para esa monja, Felisa está casi fuera de lo humano. No sólo fuera de la grilla de la escuela. Ya está perdida.

–¿Por qué se pierde una adolescente como Felisa?

–Hay parte de su biografía que podría explicar por qué se pierde. Pero en la novela también hay una reflexión sobre qué es ser inocente, qué es ser culpable y qué es ser y no es ser humano. La clave está en que, al final, Felisa habla un lenguaje que nadie entiende. Esto lo veo como una redención del personaje, que está más allá de la comprensión humana. El epígrafe de la novela de Alejandra Pizarnik habla del silencio de la comprensión. Que te comprendan es que te clausuren. Comprender es clausurar el sentido. Más allá de que la mirada de las demás sobre Felisa instaura el hecho de que es una adolescente perdida y trastornada, en esa escena clave Felisa es feliz; es un reencuentro con la inocencia que no somos capaces de comprender. Y que tiene más que ver con el lado animal de lo humano, que está muy sutilmente en la novela. En el discurso católico está la diferenciación de lo humano como distinto y opuesto a lo animal. Esta redención de Felisa, que habla un lenguaje que nadie entiende, pero que además parece participar de una felicidad que tampoco es comprensible, es una forma de decir algo sobre otras maneras de lo humano, que no necesariamente es la negación del cuerpo del animal. Es una vuelta a una inocencia que tiene que ver con el mundo de lo natural.

–Es relevante el papel que tiene cierta zona de la poesía y la narrativa inglesa, como Shelley y Donne. ¿Por qué eligió estos poetas y escritores?

–No es tanto una elección sino un proceso por el cual echás a andar un mundo y un personaje se llena de voces que le corresponden. Entonces, John Donne y sus poemas sobre la muerte. Pero también hay una conexión con la literatura gótica inglesa, sobre todo con las hermanas Brontë. Hay ciertos motivos de la literatura gótica que en la novela se vuelven una matriz importante para crear este personaje oscuro, dark, más moderno. Sin ser una novela gótica, con los motivos del gótico pude construir a Felisa de una manera más compleja. Cuando echás a andar un mundo tan oscuro como el de esta novela, te va llevando por la senda de Donne, de Shelley, por ese sentimiento más melancólico y suicida. Un poco me propuse jugar con ese imaginario de cierta literatura oscura. El gótico fue un movimiento de reacción contra el iluminismo, contra la idea de que el ser humano puede ser conocido hasta en su último rincón a partir de la razón. La creación del monstruo en el gótico fue una forma de mostrar que hay un costado de lo humano tan oscuro que no puede ser conocido por la ciencia, ni por el discurso filosófico racional. Me interesan los rincones oscuros, más que los luminosos.

–El final de la novela queda en un rincón oscuro. El lector vacila, duda, no sabe bien qué pasó, ¿no?

–Sí, eso fue deliberado. Y fue un gran esfuerzo de control sobre mi propia escritura, a diferencia de mis libros anteriores. Que incluso el lector se quede con la idea de un rompecabezas. Pero es el truco de la voz en primera persona. La historia que puede contar María de la Cruz López es ésa. No es una historia completa, es la historia de lo que ella pudo ver como testigo.

–Pero también es una narradora que se puede distanciar y que a veces narra en tercera persona.

–Esa distancia me permitía jugar con los estereotipos y con la idea de que el adolescente está habitado por voces de los demás. En este juego entre la primera y la tercera persona, podía desdoblar a la protagonista de manera de mostrarla también poseída por las voces y los discursos de los otros. Para poder narrar toda la oscuridad y complejidad de ese mundo adolescente, el realismo no me alcanzaba. Además quería que fuera una novela arrebatada, un libro que te quemara en las manos. Yo sentí eso cuando la escribía, sentía una especie de posesión. Y quería que el lector tuviera ese mismo sentimiento.

–La voz de Felisa todo el tiempo se desliza por el andarivel de la locura, que es otro de los motivos del gótico y de esta novela en particular. ¿Cómo trabajó ese borde tan delicado entre la cordura y la locura?

–Nosotros llamamos locura a algo que no sabemos qué es. Ese límite entre la cordura y la locura en la novela aparece como un lugar del ser. Lo que pasa es que la novela presenta una mirada exterior; muy distinto hubiera sido escribir la novela si la narradora hubiera sido Felisa. Hubiera sido casi imposible. Tiene momentos de largos monólogos que muestran pedazos del mundo de Felisa, pero el lenguaje no puede acceder del todo a ese mundo. Por eso la elección de una mirada exterior, como pequeños chispazos de lo que se puede saber de ese mundo. Felisa no puede narrar. López narra porque es una sobreviviente. Narrar es haber sobrevivido a algo.

* Las poseídas se presenta este jueves a las 19 en la Boutique del Libro de San Isidro (Chacabuco 459). Claudia Piñeiro dialogará con la autora.

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“La decisión de situar la novela en la postdictadura es porque fui adolescente en ese mundo”, cuenta Betina González.
Imagen: Gentileza Alejandra López
 
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